Bismillahi
Rahmani Rahim
El Mensajero de Allah (s.a.s.)
era el más bondadoso de los hombres y el más valeroso, el más justo y el más
prudente. Sus manos jamás rozaron a una mujer que no fuera suya o perteneciera
a su familia.
Y era el más generoso y el más
noble: no llegaba la noche sin que se hubiera desprendido de lo que tuviera
algún valor; no volvía a su casa hasta no haber entregado el último dirham o
dinar que llevase consigo.
Hazrat Bilal (r.a.) lo encontró
una noche a altas horas de la madrugada en la Mezquita, y el Mensajero de Allah
(s.a.s.) le dijo: “No puedo descansar con mi gente; tengo un dinar y todavía no
he encontrado quien lo necesite”. Y sólo volvió a su casa cuando se hubo
librado de la última moneda.
Únicamente guardaba el alimento
que necesitaba para un año, y era lo que con más facilidad podía encontrar:
dátiles y cebada; lo demás lo esperaba de Allah. Y de lo que guardaba daba a
los demás. Muchas veces se le acababa lo que tenía antes de que se cumpliera el
año.
Remendaba sus sandalias y su
ropa, y ayudaba a su familia en los menesteres de la casa.
No fijaba su mirada en el
rostro de nadie y acudía a donde se le invitara, ya fuese la casa de un rico o
de un pobre, de un esclavo o de un hombre libre.
Aceptaba los obsequios, aunque
fuera un sorbo de leche, pero rechazaba las limosnas.
Atendía a los esclavos y a los
mendigos, y se enfadaba cuando se ofendía a Allah, pero no cuando lo injuriaban
a él.
Cumplía lo que era justo aunque
fuese contra él y sus compañeros.
En su casa o donde lo invitaran
agradecía sinceramente lo que se le ofreciese, aunque fuese escaso o humilde.
Jamás comía hasta la saciedad, ni lo hacía tumbado ni sobre asiento alguno,
sino sentado en el suelo y decía: “Soy un servidor y como como los servidores”.
Visitaba a los enfermos y
acudía a los entierros.
Y era el más humilde de los
hombres, caminaba sin escolta entre sus enemigos y nunca lo hacía con
arrogancia.
Vestía lo que tuviera, una
simple túnica o, sobre ella, un manto cuando lo tenía, hechos de cualquier
tejido, lino o lana, pero nunca seda.
Cabalgaba sobre cualquier
animal disponible: caballo, camello, mula o asno, o bien iba andando o,
incluso, descalzo.
Amaba los perfumes y detestaba
los malos olores.
Se
sentaba con los pobres y compartía con ellos la comida.
Honraba a los que demostraban
tener hermosas cualidades y a aquellos cuya conducta era recta.
Amaba a sus familiares sin
preferirlos a los que eran mejores que ellos. No despreciaba a nadie y aceptaba
las disculpas.
Bromeaba sin faltar a la
verdad. Reía sin soltar carcajadas. Veía a la gente divertirse y no les hacía
reproches.
Trataba a todos por igual y no
temía a los poderosos. Le repugnaba los soberbios y abominaba la ostentación.
No insultó nunca a nadie sin
retractarse después. Cuando alguien cometía un error ante él, no le decía:
“¿por qué lo has hecho?” O si era otra persona la que censuraba al que había
cometido la torpeza, él decía: “Déjalo, todo viene de Allah”.
Nunca golpeó a nadie, a menos
que fuera en el Yihad, ni era vengativo.
No sacaba faltas a nada: si le
ofrecían una esterilla, dormía sobre ella; si no la había, se acostaba sobre la
tierra.
Si alguien se le acercaba
cuando estaba haciendo el salât, se aligeraba para poder atenderle, y después
volvía a su salât.
Cuando acudía a una reunión, él
no buscaba un lugar preferente, sino que se sentaba donde hubiera sitio. No se
le distinguía entre sus compañeros, a causa de su humildad. Se sentaba
modestamente donde fuera con las piernas recogidas.
Si alguien lo visitaba en su
casa, le ofrecía la almohadilla sobre la que él se sentaba y le insistía hasta
que la aceptaba. Nadie se iba de su casa sin haberse sentido entre el mejor de
los seres humanos. Y hablaba poco pero sus palabras eran la síntesis de muchos
pensamientos.
Nunca maldijo a nadie y
detestaba la maledicencia y la calumnia.
Se contentaba con lo que
tuviera, fuera mucho o poco: la riqueza no le impresionaba ni le asustaba la
pobreza.
Volvía su rostro a quien le
hablara, escuchaba atentamente y respondía con prudencia y sabiduría. Sus
palabras eran las justas y necesarias, y su voz era fuerte, clara y hermosa.
Era el más sonriente de los
hombres cuando había que sonreír y el más serio de los hombres cuando había que
ser serio. Conocía la regla de cada momento y su comportamiento era siempre el
adecuado.
Nadie había más lejos que él
(s.a.s.) del fanatismo, la intolerancia y el exclusivismo. Ni la victoria sobre
sus enemigos lo envanecía ni la derrota lo amedrentaba. Odiaba la violencia
aunque fuese contra un animal.
Era leal a sus pactos y nunca
faltó a su palabra. No se precipitaba y consultaba a sus compañeros antes de
tomar una decisión, no titubeaba. Y a su muerte había creado una Nación.
(Extraído del
“Ihyá Ulum ad-Din” del Imam al-Ghazzali)
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