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domingo, 4 de marzo de 2018

Sufismo Militante: Yihad Mayor y Yihad Menor

         
    En cierta ocasión, Rasûlullâh (s.a.s.) dijo a quienes volvían de la guerra con los kuffâr: “Venís del Yihad Menor al Yihad Mayor”. El Yihad Menor es la lucha contra los hombres, y el Yihad Mayor es la lucha que cada musulmán debe emprender contra el mal que hay en sí mismo, contra su ego y sus propias maquinaciones. El Profeta (s.a.s.) llamó Mayor al combate interior, no porque tenga un rango más elevado sino por su complejidad. Efectivamente, luchar contra el demonio que se lleva dentro requiere de una gran habilidad y se está expuesto a unas trampas y engaños que son más sutiles que los que tiende el enemigo humano.

         Esta división del Yihad en Mayor y Menor no puede interpretarse como una oposición entre dos formas distintas de enfrentarse a la realidad para transformarla. Ambas son exigidas al musulmán. Pero en la actualidad se ha querido extender la idea de que la única lucha que verdaderamente el Islam exige es la interior, y se confunde el Yihad Menor con un belicismo contrario a una espiritualidad elevada. En ello no debemos ver más que la expresión de una cobardía que busca justificaciones o el intento de apartar a los musulmanes de la poderosa arma que los ha hecho rechazar el colonialismo y el imperialismo y los hace insumisos ante la injusticia y la opresión.

         El sufismo (Tasawwuf) es la vía de la lucha interior, y siempre se ha conjugado con la necesaria lucha exterior. Los sufíes han estado al frente de los combates de los musulmanes. Es más, una de las formas más nobles del sufismo es la del ribât, que consiste en apostarse en las  fronteras del Islam para defender a los musulmanes. El sufí, a la vez que agiganta su espíritu en las grandes enseñanzas de los maestros, templa su ánimo en el Yihad que lo enfrenta a peligros y riesgos donde su sinceridad y entrega son cuestionadas por el poder de la realidad más abrumadora.

         El sufismo sospechoso, pasivo, políticamente correcto, domesticado por décadas de adocenamiento, es una novedad sin precedentes en los anales del Islam. Por el contrario, el sufismo combativo, del que afortunadamente en la actualidad existen numerosos ejemplos, es la continuación de un Islam tradicional y eficaz con raíces en Sidnâ Muhammad (s.a.s.).

         El sufismo como moda espiritual merece toda la reprobación. Luchar contra el Nafs (el ego) buscando una perfección abstracta o una sabiduría esotérica al margen de la realidad es el delirio del mismo Nafs. Y es una aberración reducir las enseñanzas de los Maestros a esas alucinaciones modernas. El Yihad Menor, al lado del Yihad Mayor, coloca las cosas en su sitio y reunifica al ser.

         El Fiqh enseña que cuando el enemigo ataca las tierras del Islam, el Yihad se convierte en una obligación que incumbe a todos los musulmanes: hombres, mujeres, niños, ancianos,... Todos deben coger las armas para una defensa inmediata y repeler a los agresores. Nadie debe esperar ninguna autorización para ello, e incluso las mujeres deben desobedecer a sus maridos y los hijos a sus padres, si les ordenan que no participen en la lucha. A esto se le llama estar a la altura de las circunstancias. De igual manera, la obediencia debida a un maestro sufí queda abolida si éste ordena a su discípulo abstenerse de la lucha que le incumbe como musulmán. Lo que cabría esperar de ese maestro es que estuviera entre los primeros en enfrentarse a los peligros y riesgos que el Islam ordena afrontar a los musulmanes en defensa de su dignidad y de su condición de seres humanos.

         En el Islam, es inconcebible que los sufíes se queden atrás mientras la nación se ve atacada. Pero eso sucede a veces en la actualidad dentro del complejo sistema de perversiones al que ha sido sometido el Islam durante el último siglo. Se nos ha impuesto la discordia (Fitna), y en tiempos de Fitna, lo que salva al hombre de la miseria del ego es el sentido común y su intuición más profunda, la resolución, la solidaridad con los suyos y con los oprimidos, y su valor y su audacia.

martes, 22 de agosto de 2017

Clarificando el Yihad


Bismillahi Rahmani Rahim

Yihad significa, literalmente, hacer todo lo posible para lograr algo. No equivale a la guerra, cuyo término coránico y árabe es la palabra qital. Yihad tampoco significa Guerra Santa. De hecho, ese término fue acuñado durante las cruzadas y significaba guerra contra los musulmanes. La Guerra Santa no tiene equivalente alguno en el Islam y yihad, sin duda, no es su traducción. Aunque el concepto de guerra se halla contenido dentro de la palabra yihad, el significado de su raíz es llevar a cabo el máximo esfuerzo para lograr algo.

El vocablo yihad posee una connotación más amplia e incluye todo tipo de esfuerzo por la causa de Allah. Los muyahids (aquellos que llevan a cabo el yihad) se consagran sinceramente a la causa del Islam, utilizan al máximo su intelecto y espíritu en su servicio, despliegan toda la fuerza que son capaces de emplear para defender el Islam contra las agresiones y, cuando es necesario, no dudan en poner en riesgo sus propias vidas por el Islam. Todo esto es yihad. Yihad por la causa de Allah es el esfuerzo que una persona lleva a cabo para ganarse la complacencia de Allah y hacer que Su palabra también sea superior a las demás.

Existen dos aspectos del yihad. Uno es la lucha contra las supersticiones y las falsas convenciones y también contra los apetitos del ego y las inclinaciones malvadas, buscando, por consiguiente, la iluminación tanto intelectual como espiritual. Este es denominado yihad mayor. El otro aspecto, basado en animar a los demás a buscar y lograr el mismo objetivo es denominado yihad menor.

El yihad menor, que generalmente viene a significar lucha por la causa de Allah, no se refiere únicamente a la forma de lucha que se lleva a cabo en los campos de batalla. El término es mucho más amplio. Incluye toda acción, desde denunciar la injusticia cuando sea necesario (por ejemplo, desafiando una tiranía) hasta presentarse en el campo de batalla, siempre y cuando dicho esfuerzo se haga única y exclusivamente por amor a Allah. Hablar, quedarse en silencio, sonreír, fruncir el ceño, unirse a una reunión o abandonarla, toda acción llevada a cabo para mejorar la humanidad, ya sea llevada a cabo por individuos o comunidades, también se incluye en el yihad menor.

Mientras que el yihad menor depende de la movilización de elementos externos o materiales y es ejecutado en el mundo exterior, el yihad mayor es una lucha interior contra las inclinaciones del ego; no pudiéndose separar ambas formas de yihad. Sólo aquellos que son sinceros en la lucha contra sus inclinaciones egoístas pueden iniciar y sostener un yihad menor correctamente, el cual a su vez ayuda en el éxito del yihad mayor.

El profeta Muhammad (asws) combinaba estos dos aspectos del yihad del modo más perfecto en su persona. Hizo gala de una valentía colosal en la comunicación del Mensaje de Allah, y era el más devoto en la adoración del Mismo. Estaba consumido por el amor y el temor de Allah en su oración, y aquellos que le veían sentían una gran ternura hacia él. Muy frecuentemente ayunaba día por medio o en días sucesivos. A veces pasaba la noche entera rezando, hasta tal punto que sus pies se inflamaban como resultado de permanecer durante largos períodos de pie en oración. Como es relatado por Bujari, A'isha, pensando que su persistencia en la oración era excesiva, le preguntó la razón por la cual se dejaba llevar hasta la extenuación de esa manera al rezar, en vista de que todas sus faltas ya habían sido perdonadas. El respondió: "¿Acaso no voy a ser un siervo agradecido de Dios?".

Según lo explicado anteriormente, esforzarse por la causa de Allah conlleva, además de transmitir el Mensaje a los demás, la lucha del creyente contra sus inclinaciones egoístas con el fin de erigir un carácter espiritual genuino que rezuma fe y ardor en el amor a Allah. La lucha del creyente por la causa de Allah en esas dos dimensiones continúa hasta su muerte a nivel individual y hasta el Día del Juicio Final a nivel colectivo.

El Islam no ha venido a provocar la disensión en la humanidad, sino que ha aparecido para establecer la satisfacción espiritual en los mundos internos de los seres humanos y hacerles estar en paz con Allah, entre sí, con la naturaleza y con la existencia como un todo en su conjunto. Surgió para erradicar la injusticia y la corrupción sobre la tierra y "unir" la Tierra con el Cielo en paz y armonía. El Islam efectúa un llamamiento a la fe dirigido a la gente con sabiduría y una exhortación justa, y no recurre a la fuerza hasta que aquellos que desean mantener el orden corrupto que han construido sobre la injusticia, la opresión el interés propio, la explotación de los demás y la usurpación de los derechos, ofrecen resistencia con fuerza y determinación para que el Islam sea difundido.


(Extraído de El Sagrado Corán y Su Interpretación Comentada por Ali Ünal, Sura 2 ayat 218, y adaptado por Raíces y Sabiduría)

sábado, 5 de agosto de 2017

La Ética del Guerrero


Un Guerrero siempre combate por la perfección.

         Cada golpe que asesta al enemigo está respaldado por siglos de sabiduría y pensamiento. Cada golpe debe contener el poder y la ligereza de los Guerreros del pasado, quienes continúan hasta hoy bendiciendo el campo de batalla. Cada movimiento que realiza honra los movimientos que las generaciones precedentes legaron hasta los presentes a través de la Tradición.

         El Guerrero sabe que algunos momentos tienden a repetirse. A menudo encuentra dificultades que ya tuvo que vencer antes, y acaba encontrándose en una situación difícil, de la que ya tuvo que salir con honor, y hace que su espíritu se encuentre embarazado: le parece que todo está repitiéndose y que no hace progresos y que se halla impotente para seguir adelante. "Ya pasé por esto", se queja a su corazón. "Sí, ya pasaste por ello", replica su corazón -"Pero nunca lo superaste completamente". Y de esta forma, el Guerrero se da cuenta de que Allah lo está probando en Su Sendero Recto enviándole la repetición de la experiencia con un sólo propósito: enseñarle aquello que no quiso aprender la vez anterior.

         Un Guerrero sabe que sus enemigos existen para probar su fe, su coraje, su perseverancia, su habilidad para tomar decisiones y su paciencia. Sus enemigos están haciendo que él cumpla su papel y su deber ante Allah Todopoderoso.

         A veces un Guerrero es como la corriente de agua fluyendo a través de los obstáculos que encuentra a lo largo de su camino. A veces sucede que la resistencia conduce a una muerte inevitable, y entonces el Guerrero se adapta a las circunstancias. Sin quejarse y sin protesta alguna, sigue el curso rocoso serpenteando a lo largo del desfiladero de la montaña. Y su poder es semejante al del agua, pues nadie ha sido capaz de aplastarla con el martillo ni cortarla con el cuchillo. La espada más poderosa de la tierra es incapaz de dejar una herida en su superficie. Las aguas del río se adaptan a las posibilidades y obstáculos que encuentra a lo largo de su camino, pero siempre recuerda su objetivo último: el mar. La corriente más débil se hace fuerte a través de la suma de otras corrientes con las cuales se va uniendo a lo largo de su camino. Y llega el momento en el que el poder del río se hace insuperable.

         Un Guerrero se encontrará con mucha gente que tratará de mostrar su peor lado tan pronto tenga una oportunidad. Es su falta de confianza interior la que tratan de ocultar tras su conducta beligerante; ocultan su miedo a la soledad tras la máscara de la independencia. No creen en sus propias capacidades, pero pregonarán en todo rincón sus virtudes y valores. Un Guerrero ve estas características en muchos hombres y mujeres a quienes tiene que conocer. Pero nunca cae en la ilusión y nunca confía en la primera impresión. Pero si lo que quieren es aturdirlo o buscar su atención, él guardará silencio. El Guerrero aprovechará cualquier oportunidad para ver sus propios defectos, pues se contempla en los demás como si estos fueran su propio espejo.

         Un Guerrero conoce sus capacidades. No necesita fanfarronear sobre su talento y sus virtudes. Un Guerrero no malgasta sus días intentando desempeñar el papel que alguien le ha asignado. Un Guerrero no hace ningún esfuerzo para parecer lo que no es. ¡Él es tal como es!

         Para un Guerrero no existen conceptos como "mejor" o "peor", pues todo el mundo ante sus ojos ha sido obsequiado con la posibilidad de seguir el Camino Recto. Pero hay gente que no está satisfecha con este Camino e intentan herirle, insultarle, provocarle o llevar a cabo cualquier cosa con tal de volverlo loco. En esos momentos el corazón le dice al Guerrero: "Deja a un lado el insulto, pues ello no incrementará tus facultades. Tan solo malgastarás tus energías". Un Guerrero no desperdicia su tiempo cuando responde a un desafío, pues sabe que lo que fue prescrito por el Todopoderoso debe ser realizado.

         A veces el Guerrero no tiene donde dormir, nada que comer, ni siquiera armas ni municiones. A veces la enfermedad le abate y no encuentra asistencia médica. "Todo está bien", piensa, "Todo ello forma parte de mi trabajo. Nadie me obligó a tomar este camino. Fue una decisión mía". Estas palabras encierran todo su poder: él eligió su Camino, y para él no hay nada de lo que quejarse y nadie a quien lamentarse. Dijo el Profeta (asws): "A quien Allah le desea un bien, le pone a prueba".

         Un Guerrero aprendió hace ya mucho tiempo que Allah envía la soledad para enseñar al hombre el arte de la vida en común; que Allah utiliza la cólera para demostrar el infinito valor del mundo y que Él utiliza el aburrimiento para hacer comprender la importancia del riesgo y de la falta de egoísmo; que Allah usa el silencio para sugerir cuan de responsable ha de ser cada palabra; que el cansancio sirve para hacer deleitar y manifestar el descanso; que la enfermedad sirve para que percibamos la dicha de una salud plena; que con el fuego Allah nos da la idea del agua, con la tierra nos enseña qué es el aire y con la muerte Allah nos muestra cuán importante es la vida.

         Un Guerrero no malgastará su tiempo en criticar las decisiones de otros. Las cosas importantes permanecerán y las fútiles se desvanecerán. Para creer en tu Camino no hay necesidad de probar que alguien eligió el sendero incorrecto para sí mismo.

         El sabio chino Lao Tsé dijo: "El camino del Guerrero incluye el respeto hacia todo lo pequeño y frágil. Siempre intenta atrapar el momento correcto en el que debes dar los pasos apropiados. Aunque hubieras alcanzado la maestría en el arte del arco, aún así pon atención en como colocas la flecha y tensas el arco. Al final, el discípulo que se da cuenta plenamente cuáles son sus necesidades termina siendo más sabio que el sabio distraído. Concentrar el amor dentro de ti mismo significa felicidad; concentrar odio conlleva la desazón. Aquel que no puede discernir una dificultad deja la puerta abierta y da entrada a la calamidad. ¡Una batalla no tiene nada que ver con una reyerta!".

         Un Guerrero nunca acepta algo inaceptable. El Guerrero sabe que las palabras más importantes en todas las lenguas son las más cortas, Allah, Sí, Vida. Estas palabras, fáciles de pronunciar, llenan vastos espacios. Pero aún hay otra palabra, también corta, pero difícil de pronunciar para mucha gente: esta palabra es "no". Aquel que nunca dice "no" piensa que es magnánimo, bien educado, pues esta palabra tiene fama de ser dicha por aquellos que son egoístas, materialistas y poco espirituales. Pero el Guerrero nunca cae en esa trampa. Hay momentos en la vida en los que se dice "sí" a los demás, mientras que se dice "no" a sí mismo, y es por ello por lo que los labios del Guerrero nunca pronunciarán el "sí" cuando su corazón dice "no".


sábado, 13 de mayo de 2017

Imám Shamil: el héroe del Cáucaso Norte


El Imám Shamil apareció de forma repentina en la historia, aunque llegó a convertirse, para toda la región del Cáucaso, en ejemplo de la lucha heroica para detener el avance del Imperio ruso en el Cáucaso en el siglo XIX. Shamil nació en el seno de una familia humilde (no aristócrata) de Daguestán, en la aldea montañosa de Guirma, se supone que hacia 1797. Su nacimiento coincidió con el apogeo de la política rusa de someter, de una vez y por todas, el Cáucaso Norte.

Se hizo muy popular no sólo por su lucha heroica (pues luchas de este tipo ha habido muchas, aunque no todas sean conocidas), sino por haber conseguido unir a los pueblos del Cáucaso Norte para hacer frente a la política rusa de colonizar a los habitantes de las montañas. Esta fue su histórica misión. Inició su lucha en Daguestán y comprendió rápidamente que, por separado, los chechenos y los daguestanos no podrían plantar cara con éxito al ejército ruso. La derrota en la montaña daguestana de Ajulgo en 1839, propició la unión de los chechenos y daguestanos contra el ejército del emperador ruso. Según el mismo Imám Shamil, su modelo en la vida era el Sheykh checheno Mansur (fallecido en una cárcel rusa en 1794, después de ser capturado durante el asedio de la fortaleza de Anapa), quien fue durante cierto tiempo líder de los montañeses del Cáucaso Norte entre las décadas de 1770 y 1780. El ejemplo del Sheykh Mansur llevó al Imám Shamil a crear un estado capaz de resistir los embates del ejército imperial ruso durante veinte años (de 1840 hasta 1859). Shamil heredó el título de imán después de la muerte de Gamzat-Bek el mes de septiembre de 1834, convirtiéndose en el tercer imán del Daguestán (el primero fue Gazi-Magomed, muerto en combate en 1832). Así pues, seis años después, Shamil era Imám de Chechenia y Daguestán unidas (marzo de 1840).

Shamil fundó un estado clásico, con todos los atributos que le son propios: tesoro público, hacienda pública, poder judicial, poder ejecutivo, órgano consultivo del Imám, policía, policía secreta, ejército y una división territorial en circunscripciones territoriales, regiones, etc. Se trataba de un estado (un imamato, es decir, liderado por un Imám) teocrático, tanto en su forma como en su fondo. El líder del estado era el Imám, el único dirigente, pues en las circunstancias de su creación (durante la guerra con Rusia) no se habría podido hacer de otra manera.

El Imám Shamil no era uno de aquellos típicos dictadores orientales. Su gobierno priorizó la ley fundada en el derecho islámico, la sharia, que aplicaba tanto a sí mismo como a los miembros de su familia. Un ejemplo que dejó estupefacto a todo el mundo fue el castigo que infligió a su madre, a quien quería mucho. El Imám Shamil advirtió de que aquellos que le pidieran abandonar la lucha serían castigados. Una delegación chechena pensó que el imán no sería severo con su madre y pidieron a esta última que intercediese por ellos. El Imám Shamil castigó a su madre a recibir 100 latigazos en público en la plaza de Vedenó, y sólo cuando su madre perdió el sentido al sexto golpe, él ocupó su lugar para recibir los restantes 94 golpes. Después puso un sable desenvainado al lado del que ejecutaba el castigo y ordenó que fuese ejecutado en caso de que el imán considerase que no había golpeado con todas sus fuerzas. Otro ejemplo es cuando lo arrestaron: toda su riqueza se reducía a lo que llevaba encima, no poseía casas, ni tierras, ni oro; nada excepto lo que llevaba puesto. Sin embargo, también entendió que no podía ser tan estricto en el cumplimiento de las leyes islámicas y por ello permitió una serie de excepciones a los chechenos, como, por ejemplo, no consiguió prohibir a los chechenos bailar y cantar sus canciones. Consideraba que podía –y debía– tener en cuenta las características propias de cada pueblo.

Fue un capitán brillante que salió vencedor en toda una serie de batallas contra algunos de los generales más famosos del Imperio ruso de aquel período: 1842, campaña de Ichkeria (general P. Grabbe); 1845, campaña de Darguin (general M. Vorontzov), etc.

Llevó a cabo también una política exterior activa, aunque también comprendió que ninguna de las potencias mundiales del momento (ni occidentales ni orientales) tenía el menor interés por el Cáucaso. Durante la guerra de Crimea (1853-1856) no se alió con la coalición antirrusa. Mantenía correspondencia con el artífice de la lucha anticolonialista, el argelino Abdul Kadir, ya que pensaba que tenían mucho en común. Mantuvo una relación ambigua con el sultán turco. Podemos pensar que son de Shamil las palabras «no me importaría ejecutar en primer lugar al sultán turco». Desconfiando de la ayuda exterior, y debilitado tras 30 años de resistencia contra el Imperio ruso, tuvo que rendirse el 25 de agosto de 1859 durante el asedio al pueblo de Gunib, en Daguestán. Se convirtió en el prisionero más preciado del emperador, que lo desterró de por vida a la provincia rusa de Kaluga, desde donde en 1869 pidió que le dejasen peregrinar a la Meca donde estaba destinado a morir en 1871.

Sus contemporáneos en Occidente admiraban su lucha. Escribieron sobre él, representaron obras de teatro en París mientras aún vivía. Era considerado un Robin Hood que había luchado contra un imperio que, a principios del siglo XIX, había conquistado la mitad de Europa y se había erigido como el «policía» de Europa durante un decenio entero. Pero el Imám Shamil no era un romántico; esta imagen que tenían de él sus contemporáneos europeos quedaba lejos de la realidad. Fue sólo un patriota y un luchador que se opuso a la colonización de los pueblos de las montañas del Cáucaso. Y esta era una imagen muy incómoda para Rusia.

A pesar de haberse rendido, siguió siendo un ejemplo de combatiente heroico para todos los pueblos de las montañas del Cáucaso Norte. Muchos niños que nacen en el Cáucaso llevan su nombre y en Daguestán han puesto también su nombre a calles, plazas y han erigido monumentos en su honor.

El fondo circasiano en Turquía lleva su nombre. Este fondo fue creado por los descendientes de los pueblos caucasianos de las montañas que se vieron forzados a huir al Imperio turco después de la victoria de los rusos en el Cáucaso Norte. Y no es una casualidad que los montañeses caucasianos, vivan donde vivan en el mundo, relacionen su nombre con la historia bélica de sus antepasados. En su honor se escriben libros, poemas y versos. Durante la época soviética, la actitud hacia su persona y su legado político experimentó muchos cambios: de ser considerado un héroe en la lucha contra la colonización rusa, a ser acusado de ser un agente de los países occidentales o un protegido de Turquía, e, incluso, se propuso borrar su nombre del episodio de la historia que explica la entrada de los rusos en el Cáucaso. Alrededor de su nombre se libra una lucha de poder en la que todos los bandos procuran utilizar el nombre de Shamil a su favor.

miércoles, 5 de abril de 2017

De la espiritualidad del yihad... (parte 2)


Todo lo contrario al «ojo por ojo...»: el Emir Abd al-Qadir

El terrorismo es odio y este odio suele ser la desfigurada expresión de una denuncia, quizá incluso legítima. En la actualidad, pocos dudan que las injusticias cometidas a diario en Palestina y en otras partes del mundo musulmán no conlleven estas protestas, pero en el islam nada justifica el ataque y el asesinato de civiles, ni el exceso como resultado del odio, incluso si este se basa en denuncias legítimas. El objetivo de la justicia debe conseguirse de acuerdo con la justicia. El fin no puede justificar lo medios:

¡Oh vosotros que habéis llegado a creer! Sed firmes en vuestra lealtad a Dios, dando testimonio de la verdad con toda equidad; y que el odio hacia otros no os haga desviaros de la justicia. Sed justos: esto es lo más afín a la conciencia de Dios. (33)

Llegados a este punto, nos parece útil adentrarnos en una de las figuras más importantes de la historia reciente: el emir Abd al-Qadir, líder de los musulmanes argelinos en su heroica resistencia al colonialismo francés entre 1830 y 1847. Su conducta es un perfecto ejemplo del principio anunciado en el anterior versículo y, en general, todavía sigue siendo un poderoso antídoto para la gran mayoría de virus que intoxican el cuerpo político del mundo musulmán actual. Su respuesta a un verdadero y vil enemigo nunca estuvo incitada por la injusticia, todo lo contrario. Su impecable conducta frente a la traición, la mentira y la inenarrable crueldad de sus «civilizados» adversarios provoca que estos todavía aparezcan como más depravados. Su enemigo, los franceses, que iniciaron la agresión imperialista contra los musulmanes argelinos, fueron culpables de los crímenes más horribles en su «misión civilizadora», crímenes que incluso se reconocieron como tales por los arquitectos de esa misión, aunque justificados en base a la absoluta necesidad de imponer la «civilización» a los árabes. Este era un fin que justificaba cualquier medio, incluso el más salvaje. Bopichon, autor de dos libros sobre Argelia en la década de 1840, señala así el principio subyacente del proyecto colonial francés:

Poco importa que Francia, con su conducta, traspase los límites de la moral: lo esencial es que establezca una colonia estable y, como consecuencia de ello, imponga la civilización europea a esos países bárbaros. Cuando se lleva a cabo un proyecto que favorece a toda la humanidad, el camino más corto es el mejor. En estos momentos, es cierto que el camino más corto es el terror. (34)

«Terrorismo» es el término que mejor describe la política perpetrada por Francia, y abundan los testimonios de las atrocidades cometidas en ese proyecto. Un evidentemente arrepentido, por no decir traumatizado, Count dHérisson, explica en su libro La chasse à lhomme (La caza del hombre) lo siguiente: «Debíamos regresar con un barril lleno de orejas amputadas, por parejas, de los prisioneros, amigos o adversarios», causándoles «crueldades inimaginables». Las orejas de los árabes se recompensaban con diez francos el par, «y sus mujeres suponían un trofeo perfecto» (35). Los informes oficiales franceses registraron avergonzados estos actos monstruosos. La Comisión de Investigación Gubernamental admite, en su informe de 1883, lo siguiente:

Masacramos a gente que llevaban pases franceses, degollamos a poblaciones enteras que más tarde se comprobó que eran inocentes. Juzgamos a hombres famosos por su santidad en esas tierras, hombres venerables, porque habían tenido el valor suficiente para venir, conocer nuestro odio y así poder interceder en nombre de sus desafortunados paisanos. Eran hombres que fueron sentenciados, hombres civilizados a los que ejecutamos. (36)

¿Cómo respondió el emir Abd al-Qadir a estas salvajadas? Sin venganza ni rabia: con una conducta apropiada, desapasionada y fundamentada en los principios morales. En una época donde Francia mutilaba a los prisioneros árabes, masacraba indiscriminadamente a tribus enteras, quemaba vivos a hombres, mujeres y niños, y donde muchas cabezas argelinas se colgaban como trofeos de guerra, el emir manifestó su grandiosidad y su suscripción coherente a los principios islámicos y rechazó rebajarse al nivel de sus adversarios «civilizados» con el siguiente edicto:

Todo árabe que tenga en su posesión un francés debe tratarlo correctamente y llevarlo hasta el califa o al propio emir tan pronto como le sea posible. Si el prisionero denuncia malos tratos, el árabe no recibirá ninguna recompensa. (37)

Cuando se le preguntó cuál era la recompensa por una cabeza francesa, respondió: veinticinco golpes de bastón en las suelas de los pies. Se comprende de este modo por qué el general Bugeaud, gobernador-general de Argelia, lo describió no sólo como «un hombre de genio cuya historia debemos ponerla junto a Jugurtha», sino también como «una especie de profeta, la esperanza para todos los fervientes musulmanes» (38). Cuando finalmente fue derrotado y llevado a Francia, antes de exiliarse a Damasco, Abd al-Qadir recibió a cientos de admiradores franceses que habían oído hablar de su valentía y nobleza. Los visitantes, por los que él sintió un gran afecto, eran principalmente oficiales franceses que querían agradecerle el trato recibido mientras fueron sus prisioneros en Argelia (39).

Debemos repasar detalladamente el extraordinario cuidado que brindó el emir a sus prisioneros. No sólo procuró que se respetaran sus derechos frente a posibles venganzas por parte de quienes habían perdido a sus seres más queridos (brutalmente asesinados por los franceses), también manifestó especial interés por su bienestar espiritual e invitó a un cura cristiano para que atendiera las necesidades religiosas de sus prisioneros. En una carta a Dupuch, obispo de Argelia, con el que había entablado negociaciones sobre los presos en general, el emir escribe: «Enviad un sacerdote a mi campo, no le faltará de nada» (40).

Asimismo, a propósito de las mujeres detenidas, les dedicó el trato más sensible, y bajo el cuidado de su madre las colocó en una tienda permanentemente vigilada contra cualquier intruso (41). De todo ello no sorprende que muchos de estos prisioneros abrazaran el islam, mientras que otros, una vez liberados, decidieron permanecer junto al emir y ponerse a sus órdenes (42).

Este trato humano del emir fue mantenido en secreto por el ejército francés. Si se hubiera sabido, el resultado hubiera sido devastador para la moral de sus soldados, a quienes se les había dicho que estaban combatiendo en una guerra civilizadora, y que sus adversarios eran unos bárbaros. Como confirmó el coronel Gery al obispo de Argelia: «Nos obligaban a hacer todo lo posible para ocultar estas cosas el trato que los prisioneros franceses recibían. Si los soldados lo hubiera sabido, no habrían atacado con tanta rabia a Abd el-Kader» (43). Más de un siglo antes de la Convención de Ginebra, el emir demostró el significado no sólo de los derechos de los prisioneros de guerra, sino de la dignidad innata del ser humano, sea cual sea su creencia.

Probablemente, la historia más relevante de todas para el contexto que aquí nos ocupa fue su famosa defensa de los cristianos de Damasco, en 1860. Ya derrotado y en el exilio, Abd al-Qadir pasaba su tiempo pregonando y enseñando. Cuando empezó la guerra civil entre los drusos y los cristianos en el Líbano, el emir escuchó que había signos de un ataque inmediato a los cristianos de Damasco. Escribió cartas a todos los sheijs drusos, pidiéndoles que no llevaran a cabo «movimientos ofensivos contra un lugar cuyos habitantes nunca han sido enemigos». Nuevamente, expresa uno de los principios básicos del islam: no hay que iniciar nunca las hostilidades.

Y combatid por la causa de Dios a aquellos que os combatan, pero no cometáis agresión. Dios no ama a los agresores. (44)

Lamentablemente, sus cartas no surgieron efecto y cuando los drusos se acercaron a los barrios cristianos de la ciudad, el emir se enfrentó a ellos, pidiéndoles que se ciñeran a los principios islámicos.

—Tú, el gran azote de los cristianos —le gritaron. ¿Qué tienes que decirnos si ahora somos nosotros quienes luchamos? ¡Apártate!

—Cuando me enfrenté a los cristianos —respondió Abd al-Qadir— siempre lo hice fiel a nuestras leyes. Los cristianos me habían declarado la guerra y se habían alzado contra nuestra fe. (45)

Sin embargo, no logró que cambiaran de opinión. Ante la pasividad de las autoridades turcas, que no podían o no querían intervenir, empezaron los ataques a las zonas cristianas, y muchos fueron asesinados. El emir y su pequeño grupo de seguidores magrebíes buscaron a los aterrorizados cristianos y les ofrecieron refugio. Al conocer esta noticia, en la mañana del 10 de julio, una muchedumbre encolerizada se dirigió hasta la casa, exigiéndole que no protegiera a los cristianos. Solo, el emir salió y, sin miedo, les dijo:

—Hermanos, vuestra conducta es despreciable. Qué bajo habéis caído cuando veo vuestras manos musulmanas manchadas por la sangre de mujeres y niños. ¿Acaso no nos dice Al-láh: «Quien mate a un ser humano es como si hubiera matado a toda la humanidad»? ¿Y no dice también: «No cabe coacción en la religión. La guía recta se distingue claramente del extravío»?

Pero esto sólo enfureció todavía más a la gente allí reunida. Los líderes de esa masa le respondieron: «¡Oh, santo guerrero, no queremos tu opinión. ¿Por qué te inmiscuyes en nuestros asuntos? Tú, que solías combatir a los cristianos, ¿cómo puedes oponerte a que venguemos sus insultos? Infiel, entréganos a los que escondes en tu casa o recibirás el mismo castigo. Te reuniremos con tus hermanos».

Intercambiaron más palabras, donde el emir insistía: «No luché contra los cristianos, sino contra los agresores que se autodenominaban cristianos».

La rabia de la gente aumentaba y, llegados a este punto, el tono del emir cambió, sus ojos se enfurecieron, y le entraron ganas de pelearse por primera vez desde que abandonó Argelia. Lanzó una última advertencia a la gente, diciéndoles que los cristianos eran sus huéspedes, y que mientras uno sólo de sus soldados magrebíes viviera, los cristianos no serían entregados. A continuación, dirigiéndose a sus hombres, les dijo: «Y vosotros, mis magrebíes, que vuestros corazones se alegren, y pongo a Dios por testigo: ¡Lucharemos por una causa sagrada como lo hicimos antes!». Entonces, la muchedumbre se dispersó, atemorizada... (46)

Debemos observar detenidamente las palabras del emir a sus hombres, preparándoles para que dieran su vida en defensa de los cristianos. Les dijo que esta acción de defensa era tan sagrada como la guerra para proteger sus casas y familias de los colonos franceses en Argelia. Uno combate por lo que es justo, no por «nuestros» derechos, ya sea como individuos o como miembros de una familia, tribu o incluso creencia. Los principios de la religión dan prioridad a aquellos que se autodenominan «musulmanes», y estos principios se aplican en cualquier circunstancia, y especialmente cuando esta gente actúa de forma injusta. Su acción, junto al hecho de que pone a Dios por testigo, debe considerarse como una gráfica respuesta al siguiente requerimiento coránico:

¡Oh vosotros que habéis llegado a creer! Sed firmes en establecer la justicia, dando testimonio de la verdad por Dios, aunque sea en contra vuestra o de vuestros padres y parientes. Tanto si la persona es rica o pobre, el derecho de Dios está por encima de los derechos de ambos. No sigáis, pues, vuestros propios deseos, no sea que os apartéis de la justicia. (47)

El emir envió a doscientos de sus hombres a varias zonas de los barrios cristianos para que reunieran al máximo número de cristianos posible. También ofreció cincuenta piastras a quien le trajera un cristiano vivo. Su misión duró cinco días y cinco noches, durante las cuales no durmió ni descansó. Cuando la cantidad ascendió a varios miles, el emir los escoltó hasta la ciudadela de la ciudad. Se calcula que no menos de quince mil cristianos se salvaron gracias a esta acción. Es importante señalar que en esta cantidad se incluían a todos los embajadores y cónsules de las potencias europeas. Como apostilló prosaicamente Charles Henry Churchill, su biógrafo, pocos años después de lo acontecido:

Todos los representantes de las potencias cristianas que residen en Damasco, sin ninguna excepción, le deben la vida. Un destino extraño y poco equitativo... Un árabe ha protegido la atropellada majestad de Europa. Un descendiente del profeta ha amparado y protegido a la esposa de Cristo. (48)

El emir recibió los mayores honores de todas las potencias occidentales. El mismo cónsul francés, representante del Estado que había colonizado la tierra del emir, también se encontraba entre los que salvaron la vida gracias a este gesto. Para el auténtico combatiente islámico, no hay lugar para la rabia, el resentimiento ni la venganza, solamente el deber de proteger al inocente y a todas las «gentes del Libro» que viven pacíficamente en tierras del islam. Es patente el contraste radical entre esta conducta y la de los actuales mujahidin, quienes indiscriminadamente apuntan a Occidente como enemigo, cometiendo acciones ilegítimas. Pero el comportamiento de Abd al-Qadir nada tenía de extraordinario si nos fijamos en la cosmovisión islámica, ejemplificada en el siguiente versículo coránico:

En cuanto a aquellos que no os combaten por causa de vuestra religión, ni os expulsan de vuestros hogares, Dios no os prohíbe que seáis amables y equitativos con ellos. Realmente, Dios ama a quienes son equitativos. (49)

Cuando el obispo de Argelia, Louis Pavy, elogió la actuación del emir, éste le respondió: «Todo el bien que hemos hecho a los cristianos estábamos obligados a hacerlo por fidelidad a la ley islámica y su respeto por los derechos humanos. Todas las criaturas somos familia de Dios, y a quien más quiere Dios es al más beneficioso para su familia». A continuación, añadió el siguiente pasaje, que está claramente arraigado en la universalidad del mensaje coránico y en su «imperativo ontológico» de la compasión. La puesta en práctica de este universalismo y de esta compasión se refleja dramáticamente en el coraje del emir y en su sólida fidelidad a estos principios. No se trata de meras palabras, sino de valores espirituales primordiales por los que, si fuera necesario, se debe estar preparado para realizar el último de los sacrificios:

Todas las religiones traídas por los profetas, de Adán (as) a Muhámmad (sas), se fundamentan en dos principios: la exaltación de Dios y la compasión por sus criaturas. Además de estos dos principios, existen ramificaciones, cuyas divergencias no tienen importancia. Y la ley de Muhámmad es, entre todas las doctrinas, la que la que más respeta y está más vinculada a la compasión y la misericordia. Pero aquellos que creen en la religión de Muhámmad la han desviado. Es por eso que Dios ha dejado que se descarriaran. La recompensa ha sido de la misma naturaleza que su error. (50)

Lo que tenemos aquí es una diagnosis concisa e irrefutable de la actual enfermedad que padece el mundo islámico: desde que la compasión dejó de ser la base, esta gran religión permanece subordinada al odio y al rencor, y la misericordia de Dios ha sido eliminada de aquellos que «se han alejado». Esto está en concordancia con el conocido dicho del profeta: «Aquel que no muestre compasión, no recibirá compasión» (man lam yarham, lam yurham), así como en el siguiente versículo coránico: «En sus corazones hay enfermedad, y por eso Dios deja que aumente su enfermedad» (51). Esta enfermedad, que endurece los corazones, necesita un buen diagnóstico, y si nos guiamos por los grandes combatientes de nuestro reciente pasado, un ingrediente clave del medicamento es la compasión universal.

Es interesante señalar que otro gran combatiente islámico, el Imam Shamil de Daguestán, héroe de las guerras contra el imperialismo ruso (52), escribió una carta al emir Abd al-Qadir cuando tuvo noticias de su defensa de los cristianos. Lo alabó por su noble acción y agradeció a Dios que todavía quedaran musulmanes que se comportasen según el ideal islámico:

Mis oídos quedaron petrificados por lo más detestable de escuchar, algo odioso para la humanidad. Me refiero a los recientes acontecimientos en Damasco sobre cristianos y musulmanes, donde estos últimos decidieron emprender un desvío inaceptable para los seguidores del islam ..., un velo cubrió mi alma. Me dije a mí mismo: la corrupción ha hecho su aparición en la tierra y en el mar como consecuencia de lo que ha hecho la mano del hombre Corán 30:41. Quedé muy sorprendido por la ceguera de los soldados que han cometido este tipo de excesos, olvidando las palabras del Profeta, la paz y las bendiciones con él: «Quien quiera que sea injusto con un tributario (53), quien le haga comportarse incorrectamente, quien lo cargue con algo que no pueda soportar, y quien lo prive de cualquier cosa sin su consentimiento, seré yo mismo quien le acuse en el día del juicio». ¡Ah, qué palabras más hermosas! Pero cuando se me informó que os enfrentasteis a las gentes bajo las alas de la divinidad y la misericordia, que os opusisteis a aquellos que se encarecían a contrariar a Dios, el más grande ..., pedí a Dios que os tenga presentes el día en que de nada les servirán sus riquezas ni sus hijos Corán 3:10. En verdad, habéis puesto en práctica las palabras del gran mensajero de Dios, dando fe de la compasión por sus humildes criaturas y habéis alzado una barrera contra aquellos que han rechazado su gran ejemplo. ¡Qué Dios os mantenga alejados de quien quebranta Su ley! (54)

En respuesta a su carta, el emir escribió lo siguiente, donde expresa a la perfección la situación que persiste, incluso en un grado más precario, en nuestros días:

Cuando vemos que sólo unos cuántos siguen la religión real, cuán reducido es el número de defensores de la verdad, cuando vemos cómo los ignorantes imaginan los principios del islam como dificultad, severidad, extravagancia y barbarie, es el momento de repetir estas palabras: «La paciencia es bella y Al-láh es la fuente de toda ayuda» (Sabr jamîl, waLlâhul-mustaân) (Corán 12: 18). (55)

La paciencia y la compasión defendida por estos combatientes se encuentran lejos del derrotismo sentimental, y no se trata de la simple reivindicación de hacer de la necesidad virtud. En primer lugar, emerge de los principales valores que los empujaron a luchar contra la opresión, unos valores arraigados en el sutil espíritu del islam —rigurosidad combinada con generosidad, fuerza y compasión, resolución y resignación—, cualidades todas ellas complementarias con la propia naturaleza divina: jalal (majestuosidad) y jamal (belleza) (56). Si un combatiente abandona sus cualidades jalali pierde su virilidad; quien anula sus cualidades jamali pierde su humanidad. Tengamos también presente que en la tradición sufí, a la que tanto Abd al-Qadir como el Imam Shamil pertenecían, la realización espiritual sólo puede verse reflejada en el resplandor de la compasión. La realización del Absoluto es, inevitablemente, la radiación de la misericordia, pues, como ya hemos señalado, la misericordia y la compasión son la esencia de lo Real (57). Si la compasión es el sentido más completo que emana de la realización, esta misma realización es el fruto de la victoria en el «gran yihad», del que seguidamente hablaremos.

El gran yihad

Mientas que el emir Abd al-Qadir se opuso militarmente al colonialismo francés, años después otro gran maestro sufí de Argelia, el Shaykh Ahmad al-Alawi, prefirió resistir con una estrategia pacífica, aunque igualmente enmarcada en el yihad (en el sentido principal del término). Debemos recordar que el significado literal de la palabra «yihad» es «esfuerzo» o «lucha», y que el gran yihad (o yihad mayor) fue definido por el profeta como jihâd al-nafs, la guerra contra el yo. En cualquier discusión sobre el yihad, nunca debemos olvidar que la prioridad acordada al esfuerzo espiritual interior está por encima de los deberes exteriores. El combate físico es el yihad «menor», y únicamente tiene sentido en el contexto del combate sin fin que se desarrolla en el propio interior de cada cual, llamado «gran yihad».

Un maestro sufí contemporáneo contrasta claramente el tipo de lucha interior que caracteriza el verdadero «combatiente del espíritu» al de la mayoría de creyentes. Esta diferenciación la elabora vinculándola a la distinción coránica de aquellos que alcanzarán el Jardín, entre los compañeros de la derecha (ashab al-yamin) y el resto (as-sabiqun) (58):

Cada musulmán está en guerra contra el mal. Respecto a los de la derecha, sin embargo, esta lucha resulta poco metódica e intermitente, con numerosos armisticios y compromisos. Asimismo, el demonio es consciente que, como seres caídos, están dispuestos a dejarse convencer por él, aunque como por definición el demonio no tiene fe en la misericordia divina, no puede prever que escaparán de sus garras en la próxima vida. Pero en relación al resto, el demonio los confunde e incluso lleva la guerra a su territorio. El resultado es una terrible represalia. (59)

El esfuerzo moral y espiritual en este combate interno es una condición necesaria, pero no suficiente, para la victoria. Sólo con los medios revelados puede ganarse la batalla: los rituales, las meditaciones, los ensalmos, las invocaciones..., en definitiva, el recuerdo de Al-láh. En este sentido, podemos apreciar mucho mejor la estrategia del sheykh al-Alawi. Se trataba de anteponer lo primordial, concentrarse en lo «necesario» y dejar el resto en manos de Al-láh. Circunstancialmente, debe considerarse como una aplicación, en el plano de la sociedad, del siguiente principio esotérico anunciado por uno de sus seguidores espirituales, Mulay Ali al-Jamal:

El verdadero modo de combatir al enemigo es estar ocupado con el amor al Amado. Por otro lado, si te implicas en el combate contra el enemigo, este obtendrá lo que quería, y al mismo tiempo habrás perdido la oportunidad de amar al Amado. (60)

El sheykh al-Alawi se concentró en este amor al Amado, y en todos aquellos valores relacionados con este imperativo del recuerdo. Al hacerlo, excluyó otras formas de resistencia, política y militar, contra los franceses. El resplandor espiritual del sheykh no sólo alcanzó a unos cuantos discípulos, sino que a través de sus muchos muqaddams, cientos de miles de musulmanes se vieron enriquecidos inmensurablemente por esta piedad (61). Al sheykh no le importaban directamente los medios políticos para liberar su tierra del yugo francés, eso sólo era un aspecto secundario de la situación. El objetivo de la «misión civilizadora» colonial en Argelia era moldear la personalidad autóctona para encajarla en el imaginario cultural francés (62). Por consiguiente, el peligro real del colonialismo era cultural y psicológico y no sólo territorial y político, y la indomabilidad espiritual del sheykh y de sus muchos compañeros alcanzaba la dimensión de victoria. Los franceses no podían penetrar en una mentalidad que permanecía enraizada inseparablemente en la tradición espiritual islámica.

Aunque esta actitud pueda tacharse de quietismo incondicional, debemos señalar que al gran combatiente, como al propio emir, no le costará aceptar su validez, pues a pesar de que no se enfrenta al enemigo en el campo de batalla, nunca se distrae de su recuerdo del Amado.

Esta opción de no entrar en una guerra directa con el enemigo conlleva toda la dimensión interior: no se combate al mal que está en uno mismo con sus propios términos, empleando los mismos recursos limitados, sino que se le derrota mediante el recuerdo de Al-láh.

Aunque esta estrategia pueda verse, en el plano social, como una contradicción con la actividad militar o política, es perfectamente compatible con una posición activista, como la adoptada por el emir Abd al-Qadir. No hay ninguna contradicción, únicamente un cambio de énfasis, pero el principio subyacente permanece inalterado. Sólo cuando el esfuerzo exterior eclipsa, margina o niega el combate interno, este principio desaparece.

Abd al-Qadir combatió sin rabia ni odio, y esto explica la ausencia de cualquier resentimiento hacia los franceses cuando fue derrotado, sometiéndose al deseo de Dios con la misma resignación contemplativa que cuando estaba en el campo de batalla. Aquí encontramos expresado un ejemplo supremo del combatiente contemplativo, enfrentándose al enemigo sin apego, es decir, actuando sin encadenarse de ningún modo a los frutos de la acción.

Se nos puede acusar de romanticismo y de sobrevalorar la capacidad del emir de lidiar con las exigencias de una guerra brutal al mismo tiempo que se sumergía en las profundidades de la experiencia contemplativa. Por ello, nos parece apropiado presentar el siguiente relato, escrito por un francés, Léon Roche, que entró en el círculo íntimo del emir haciéndose pasar por un musulmán converso. Durante el cerco de Ayn Madi, en 1838, Roche, traumatizado por la lucha y las masacres, se dirigió a Abd al-Qadir, entró en su tienda y le pidió ayuda:

Me calmó y me ofreció una infusión de schiehh (una especie de absenta común en el desierto). Apoyó mi cabeza, que ya no podía mantener erguida, en sus rodillas. Su hospitalidad era a la manera árabe. Me encontraba tumbado a su lado. Colocó mis manos en mi cabeza, me sacó el haik y la chechia y con estas caricias me dormí. Me desperté en mitad de la noche, abrí los ojos y ya me sentía mucho mejor. La humeante mecha de una lámpara árabe apenas iluminaba la inmensa tienda del emir. Estaba a unos tres pasos de mí. Pensaba que yo todavía dormía. Mantenía sus dos brazos alzados a la altura de su cabeza, dejado ver su blanco haik que caía en espléndidos pliegues. Sus bellos ojos azules, tocados con negras pestañas, estaban abiertos. Sus labios, entreabiertos, parecían recitar una plegaria, pero sin embargo no se movían. Había alcanzado un estado estático. Sus aspiraciones hacia el cielo eran tales que parecía no tocar el suelo. En esa ocasión, fui bendecido con el honor de dormir en la tienda de Abd al-Kader, lo vi rezar y llevado por sus trances místicos. En esa noche representó para mí la imagen más rotunda de fe. Así debía ser cómo rezaban los grandes santos cristianos. (63)

De este relato podemos ver que la siguiente descripción «oficial» del emir, dada como conclusión a un panfleto que definía las regulaciones del ejército en 1839, no era simple propaganda:

Al Hadj Abdel Kader no le importa este mundo, y se aparta de él todo lo que sus ocupaciones le permiten. ... Se levanta en mitad de la noche para recomendar a su alma y a la de sus compañeros a Dios. Su principal placer es reza a Dios mediante el ayuno, y así sus pecados le serán perdonados. Cuando imparte justicia, escucha las alegaciones con la mayor de las paciencias. Cuando habla y aconseja, sus palabras humedecen los ojos de quienes le escuchan y logran abrir los corazones más tercos. (64)

Esta remarcable combinación de guerrero y santo, predicador y juez, nos hace recordar al que probablemente fue el mayor de los modelos de todo mujahidin, Ali ibn Abi Talib (ra), yerno y primo de Muhámmad (sas), cuarto califa del islam y primer imam chií, además de héroe sin igual en las primeras batallas del islam. Su importancia en el firmamento islámico queda reflejada en el siguiente hadiz del profeta: «Soy la ciudad del conocimiento y Ali es su puerta». También dijo, en un hadiz que alcanza el más alto nivel de autenticidad (mutawatir): «Quien me tenga por su maestro, Ali es su maestro (mawla)». Muhámmad (sas) también se refería a Ali (ra) como el mismo rango que Aarón (as) respecto a Moisés (as), excepto que Ali no era profeta. Este parangón de sabiduría espiritual e impecable virtud representa desde entonces al mayor combatiente en la tradición islámica. Como escribe Frithjof Schuon:

«Ali aparece por encima de todo como el "héroe solar", es el "león" de Dios; personifica la combinación del heroísmo físico en el campo de batalla con una santidad totalmente desvinculada de lo mundano. Es la personificación de la sabiduría, impasible y combativo, como enseña el Bhagavad-Gita». (65)

Una de las mayores lecciones de buen comportamiento en la batalla que impartió Ali (ra), de ese «combate en la senda de Dios», la inmortalizó Rumi en su interpretación poética del famoso incidente donde Ali enfundó su espada en lugar de terminar la faena con su derrotado enemigo, que en un último gesto de desafío le había escupido. Aunque el significado espiritual inmediato de la acción, claramente, es el rechazo de Ali de matar cegado por el odio (el guerrero debe desvincularse de sí mismo y combatir sólo para Dios), Rumi también nos proporciona un significado metafísico más profundo. En su Mathanawi, convierte lo acontecido en un sublime comentario del versículo coránico:

Y no obstante, no fuisteis vosotros quienes matasteis al enemigo, sino que fue Dios quien lo mató; y no fuiste tú (Muhámmad) quien lo arrojó, cuando lo arrojaste, sino que fue Dios quien lo arrojó. (8:17) (66)

La última parte del versículo se refiere al arrojamiento de un puñado de polvo en la dirección del enemigo antes de una batalla. Pero el versículo en su totalidad alude a la realidad de que el verdadero y ontológico responsable de todas las acciones es Dios. Las acciones del ser humano sólo son buenas si es consciente de Al-láh y, en la medida en que este se diluye en esta conciencia. Rumi pone las siguientes palabras en boca de Ali (ra), que responde a la cuestión del perplejo guerrero abatido en el suelo: «¿Por qué no me matas?». Ali le contesta:

Enfundo la espada por amor a Dios, soy el siervo de Dios, no estoy bajo las órdenes del cuerpo.
Soy el león de Dios, no soy el león de mi pasión. Mi acto refleja mi religión.
Sólo soy la espada manejada por el Sol (Divino).
Me he desprendido de mí mismo, todo lo que está fuera de Dios no existe.
Soy la sombra, el Sol es mi señor. Soy el chamberlán.
No soy el velo que impide acercarnos a Él.
Estoy cubierto con las perlas de la unión, como una espada enjoyada: en la batalla hago que los hombres vivan, no que perezcan. 67
La sangre no empaña mi espada: ¿cómo podría el viento eliminar las nubes?
Soy una montaña de autocontrol, paciencia y justicia: ¿cómo podría el viento, por más furioso que sea, arrasar la montaña? (68)

El auténtico combatiente islámico quiere degollar el cuello de su propio odio con la espada del autocontrol (69); el falso, sencillamente se ensaña con el enemigo con la espada de su ensalzado ego. Para el primero, el espíritu del islam determina el yihad. Para el segundo, el odio, disfrazado de yihad, determina su religión. El contraste entre ambos es evidente.

En relación con el irresistible ejemplo de la combinación de Ali de heroísmo y santidad, señalemos también la conexión crucial que establece entre, por un lado, la victoria en la guerra interna contra el enemigo en sí mismo y, por el otro, el principio de la compasión. Esto surge de la metáfora que da Ali (ra) de la batalla perpetrada en y para el alma: el intelecto, afirma, es el líder de las fuerzas de ar-Rahman (el Compasivo). Al-hawa (deseo, capricho) dirige las fuerzas de ash-shaytan (el demonio). El alma se encuentra entre ellos, sufriendo la atracción de ambos (mutajadhiba baynahuma). El alma «entra en el reino de cualquiera de los dos que triunfe» (70).

La energía fundamental del alma no se destruye, sino que se convierte y se redirige, lejos de los objetos transitorios del deseo individualista, alejada también de ash-Shaytan y dirigida hacia lo uno, el objeto verdadero expresado por ar-Rahman. Es la compasión y la misericordia las que prevalecen ante el enemigo, en no importa qué nivel, y el intelecto entiende esta compasión en su estado normativo. Cuando el intelecto se ve afectado por el capricho y la arbitrariedad, la compasión es reemplazada por la pasión, el rencor y el odio. El enemigo es entonces combatido con sus propios términos degradados y no mediante un principio más elevado. En lugar de recordar al «Amado», se da al enemigo la satisfacción de la victoria mediante los medios empleados en la batalla. Ya no se está combatiendo para Dios porque ya no se lucha en Dios.

Finalmente, señalemos también los siguientes dichos de Ali (ra), que nos ayudan a subrayar la prioridad que debe acordarse al combate espiritual por encima de la recompensa material:

La lucha contra el alma a través del conocimiento: este es el signo del intelecto.
Los más fuertes son aquellos que se muestran más fuertes contra sus almas.
En verdad, quien combate a su propio ego, en obediencia a Al-láh y sin contradecirlo, alcanza el rango del mártir recto ante Dios.
La última batalla es la del hombre contra su yo.
Quien conoce su alma la combate.
Ningún yihad es más excelente que el yihad contra el ego. (71)

* * *

Los episodios que hemos recopilado en este capítulo como ilustraciones del yihad auténtico no deben ser considerados como representantes de un sublime pero inalcanzable ideal, sino como una expresión de la norma sagrada en la tradición islámica sobre la guerra. Este comportamiento en el campo de batalla no se ha aplicado siempre, pero se ha mantenido como principio, y con mucha frecuencia ha dado como frutos el tipo de caballerismo, nobleza y heroísmo entre los cuales hemos destacado algunos de los más conocidos.

Esta norma sagrada destaca claramente y se arraiga en los valores e instituciones de la sociedad tradicional musulmana. A través de las nubes de pasión, y a pesar del prisma distorsionado de la ideología, todavía puede verse hoy en día.

No es casual que tanto el emir Abd al-Qadir como el Imam Shamil —por no mencionar otros nobles combatientes que resistieron a la agresión imperialista de Occidente, como Umar Mukhtar en Libia, el Mahdi en Sudán o Uthman dan Fodio en Nigeria— eran adeptos del sufismo. No se trata de afirmar que el sufismo abarca la espiritualidad islámica de un modo exclusivo, pero no podemos negar que los valores espirituales del islam, tradicionalmente, han sido cultivados y llevados a la práctica de un modo más efectivo y bello por los sufís. Y son estos valores espirituales que infunden las normas éticas —en cualquier ámbito— con las que vivificar la gracia, una gracia sin la cual los actos de heroísmo y nobleza que hemos visto aquí son apenas concebibles. El sufismo no inventa los valores espirituales del islam, sino que básicamente busca darles vida, de generación en generación. Una definición importante del tasawwuf la elaboró Ali al-Hujwiri (m. 456/1063) en su Kashf al-mahjub (La manifestación de lo velado), una de las primeras y más importantes obras del sufismo clásico: «Hoy en día, el sufismo es un nombre sin una realidad. Anteriormente fue una realidad sin nombre» (72). En otras palabras, los auténticos valores del sufismo se encuentran en la época de Muhámmad (sas) y sus compañeros, donde su realidad era vivida más que etiquetada. Tras darnos la definición, al-Hujwiri añade que quien niega el sufismo está, de hecho, negando «toda la ley del Enviado y sus alabadas cualidades» (73).

A algunos les puede sorprender que negar el sufismo equivale a la negación de la ley sagrada en su totalidad, por eso debemos hacer hincapié en la palabra «totalidad». Si reducimos el islam a una observación mecánica de reglas externas, no obtendremos una religión en el sentido completo: será una religión sin vida interior. En este sentido, encontramos al gran Al-Ghazali titulando uno de sus mayores tratados Recuperación de las ciencias de la religión. En sus escritos queda patente que los valores espirituales propios del sufismo provienen de esta vida interior de la religión.

Tradicionalmente, también son los sufís quienes han asimilado con más profundidad la universalidad propia del mensaje coránico. No es sorprendente, por consiguiente, que quienes más se adentran en el sufismo, más sensibles están a la santidad de la vida humana, a la innata santidad del ser humano, sea cual sea su religión. Y tampoco sorprende que quienes se muestran más hostiles contra el sufismo son aquellos que demuestran el más pésimo desprecio por la inviolabilidad de la vida.

Cada vez es más obvio para los observadores inteligentes del mundo musulmán que los que se inclinan por la violencia forman parte de los desviados, los takfiri (74), hijos de diversos movimientos radicales que no sólo son simplemente «ideológicos», sino que también se muestran contrarios al sufismo y a la mayoría de valores sagrados en la tradición espiritual islámica.

Ahora, esta oposición vehemente a la espiritualidad de la tradición sólo puede conllevar la desacralización de la religión. Y esto, inevitablemente, va de la mano con el rechazo de la santidad de otras tradiciones. El insulto político del «otro» religioso se da en un clima donde la integridad de lo sagrado en la propia tradición ya se ha deteriorado. Atacar lo sagrado en uno mismo es el primer paso para destruir las otras religiones. Los sufís, por el contrario, son muy conscientes no sólo de la santidad de las otras creencias, sino también de las manifestaciones sagradas en la religión del «otro». Abd al-Qadir, ante la iglesia de Madeleine, exclamó: «Cuando empecé mi combate contra los franceses, pensé que eran gente sin religión. ... Iglesias como esta me hacen ver lo equivocado que estaba» (75).

Hoy en día, somos testigos del resultado de un largo proceso de desacralización que se ha desarrollado en el cuerpo político del mundo musulmán: la falsa moral disfrazada de virtud, la beatería remplazando la santidad y el sacrilegio ocupando el lugar de la religión. Este es el panorama que, bajo el nombre del islam, ha pasado de ser un camino de salvación a un pretexto para una ideología política bajo la apariencia religiosa. La reducción resulta más evidente en esa pequeña minoría de extremistas políticos que afirma representar a la umma (comunidad) pero que, al mismo tiempo, manifiesta las consecuencias más violentas del declive espiritual de esta. Sin embargo, debemos señalar que la razón por la que los extremistas actúan en nombre de la religión se debe a que la mayoría de musulmanes son todavía «religiosos» en diversos grados. En otras palabras, el recurso extremista al vocabulario religioso para legitimar la ideología yihadista es un ejemplo de la importancia de la religión en el mundo musulmán.

En efecto, el cuerpo político del ámbito islámico ha sido contaminado por un veneno que conlleva disturbios. Al mismo tiempo, recibe, del exterior, asaltos violentos que agitan al cuerpo en su esfuerzo para eliminar el virus. Lo que necesitan los musulmanes es diagnosticar la enfermedad y mostrar que la tendencia de recurrir al terrorismo es un veneno que corroe el islam y no un producto de la esencia del islam. Lograr esta diagnosis forma parte de la lucha contra el terrorismo —la «guerra contra el terror» real ocurre en este campo y entre los propios musulmanes—. Los mayores combatientes en esta batalla son aquellos que luchan intelectualmente para recuperar el islam y reivindicarlo, para recibir sus más profundos y nobles ideales, en cuya luz la amplitud del actual descarrío tildado de «islámico» puede verse claramente. Pero los esfuerzos de estos musulmanes luchando con su intelecto por el auténtico islam, y haciéndolo en Dios, ciertamente no encuentra apoyos ni en Occidente ni en las políticas que exacerban, incluso de forma inconsciente, la demonización del proceso. Estas políticas sólo logran que el virus cobre más fuerza y debilite todavía más los anticuerpos.

Por ejemplo, Khaled Abou El-Fadl —una de las voces más concisas en Estados Unidos, que reivindica la tolerancia en el islam, rechaza toda forma de violencia y lo hace basándose en la propia tradición jurídica— ha sido tachado de traidor por muchos descerebrados musulmanes. Dicen que en un tiempo donde los musulmanes están siendo masacrados en todo el mundo (Chechenia, Cachemira, Palestina, Xinjiang, Iraq, etcétera), hablar de la necesidad de ser tolerantes no sólo es una broma pesada, también significa cerrar los ojos a la intolerancia de Occidente, y así ser cómplices de su tiranía. A esto, Abou El-Fadl responde valientemente que la tolerancia está en el corazón de la tradición ética islámica y que «si los musulmanes responden de una forma contradictoria con su moralidad, entonces es que algo mucho más importante que la revuelta política se ha perdido: han visto perecer su moral» (76).

Asimismo, aquellos que han perdido sus bases morales, y que consecuentemente recurren a la violencia en nombre del islam, sólo pueden hacerlo si reducen la esencia sagrada de la religión a sus formas externas. Este tipo de reducción de la esencia a la forma —paradójica pero inevitablemente— empobrece toda forma. Privados de la savia vivificante de sus fuentes sagradas, las formas se pudren —o se derrumban en sí mismas en una autodestrucción violenta: entra el terrorista suicida—.

El emir lamentó la escasez de «adalides de la verdad» en su época. En la nuestra, nos enfrentamos con un espectáculo todavía más grotesco: los adalides del yihad auténtico vuelan en pedazos por las bombas de los suicidas que se creen mártires de la fe. Uno de los grandes mujahidin verdaderos en la guerra contra los invasores soviéticos en Afganistán, Ahmed Shah Massoud, fue la víctima de un ataque a traición por parte de dos compañeros musulmanes, en lo que evidentemente fue el primer paso de la operación que destruyó el World Trade Center. Pero al margen de la política, la razón por la que Massoud era tan popular era precisamente por su fidelidad a los valores de la batalla noble en el islam. Y fue esta fidelidad a la tradición la que lo convirtió en el peligroso enemigo de los terroristas —más peligroso que ese abstracto enemigo llamado «Occidente»—. Para considerar el asesinato indiscriminado de civiles occidentales como «yihad», los valores del verdadero yihad necesitaban ser eliminados. Su asesinato fue doblemente simbólico: Massoud encarnaba el tradicional espíritu del yihad que debía ser erradicado por quienes deseaban apropiarse de su significado; y sólo a través del suicidio —subvirtiendo así su propia alma— esta destrucción, o mejor dicho, esta aparente destrucción, podía perpetrarse. La destrucción es sólo aparente ya que, por un lado:

Sólo se destruyen a sí mismos quienes preparan un foso de fuego que arde intensamente para todos los que han llegado a creer (77)

Y, por el otro:

No digáis de los que han caído luchando por la causa de Dios: «Están muertos». Al contrario, están vivos, pero no os dais cuenta. (78)

Finalmente, hemos de señalar que, si bien es cierto que al mártir se le ha prometido el paraíso, el mártir real (shahid) es aquella persona cuya muerte verdaderamente representa un «testimonio» (shahada) de la Verdad de Dios. Es la conciencia de la Verdad que debe articular el espíritu de quien «lucha en la senda de Dios». Si se combate por cualquier otro motivo, no puede llamarse yihad, del mismo modo que quien muere en estas circunstancias no puede llamarse mártir. Sólo es shahid quien diga, con toda sinceridad:

«Ciertamente, mi oración, todos mis actos de adoración, mi vida y mi muerte son sólo para Dios, el Sustentador de todos los mundos» (6:162).

Notas

33. Corán 5:8.
34. Citado en W.B. Quandt, Revolution and Political Leadership: Algeria, 1954–68 (Cambridge MA: MIT Press, 1969), 4.
35. Para esta y otras muchas descripciones oficiales de estas atrocidades véase Roger Garaudy, Un dialogue pour les civilisations (París: Denoël, 1977), 54–65. (Edición en español: Diálogo de civilizaciones, Cuadernos para el diálogo, Madrid, 1977.) Esto lo cita Rashid Messaoudi, «Algerian-French Relations, 1830–1991» en Algeria—Revolution Revisited, ed. Reza Shah-Kazemi (Londres: Islamic World Report, 1997), 6–46.
36. Ibid., p. 10.
37. Véase Mohamed Chérif Sahli, Abdelkader—Le Chevalier de la Foi (Argel: Entreprise algérienne de presse, 1967), 131–2. Véase también nuestro ensayo «From Sufism to Terrorism: The Distortion of Islam in the Political Culture of Algeria», en Algeria—Revolution Revisited, 160–92, donde elaboramos primeramente muchos de estos aspectos.
38. Citado en Michel Chodkiewicz, The Spiritual Writings of Amir ‘Abd al-Kader (Albany: State University of New York, 1995), 2. Esta selección de textos del Mawaqif del emir muestra perfectamente la otra cara de Abd al-Qadir: su vida espiritual como maestro sufí. En esta obra, el emir comenta los versículos coránicos y los hadices, así como los escritos de Ibn Arabi, haciéndolo desde una rigurosa perspectiva esotérica. Asimismo, el emir fue nombrado warith al-ulum al-akbariyya, heredero de las ciencias akbarís, es decir, pertenecientes al Shaykh al-Akbar (el gran maestro), Ibn Arabi. Véase páginas 20–24 por este aspecto desconocido de la función del emir.
39. Véase Charles Henry Churchill, The Life of Abdel Kader (Londres: Chapman and Hall, 1867), 295.
40. Citado por Benamar Aïd, «Le Geste de l’Emir: prisonniers de guerre» en Itinéraires—Revue semestrielle éditée par la Fondation Emir Abdelkader, 6 (2003): 31.
41. Ibid., 32.
42. Ibid., 33.
43. Citado por el Conde de Cirvy en su trabajo «Napoleon III et Abd el-Kader»; véase «Document: Un portrait de l’Emir par le Comte de Cirvy (1853)» en Itinéraires 5 (2001): 11.
44. Corán 2:190. Véase el importante tratado por el último sheij de al-Azhar, Mahmud Shaltut, donde el yihad en el islam se define únicamente en términos defensivos. Esta obra, Al-Qur’an wa’l-qital, fue publicada en El Cairo en 1948, y traducida al inglés por Peters con el título «A Modernist Interpretation of Jihad: Mahmud Shaltut’s Treatise, Koran and Fighting» en su libro Jihad in Classical and Modern Islam (Leiden: Brill, 1977), 59–101.
45. Churchill, Life, 314.
46. Este incidente lo documenta Boualem Bessaïeh en «Abdelkader à Damas et le sauvetage de douze mille chrétiens», Itinéraires 6 (2003): 90.
47. Corán 4:135.
48. Churchill, Life, 318.
49. Corán 60:8.
50. Citado por Henri Teissier (obispo de Argelia) en «Le sens du dialogue inter-religions», Itinéraires 6 (2003): 47.
51. Corán 2:10.
52. Al igual que el emir, el Imam Shamil fue respetado con devoción no sólo por sus seguidores, también por los rusos. Cuando finalmente fue vencido y llevado a Rusia, se le trató como a un héroe. El libro de Lesley Blanch Sabres of Paradise (Nueva York: Caroll and Graf, 1960), aunque en ocasiones envuelto de romanticismo, refleja adecuadamente el aspecto heroico de la resistencia de Shamil. Para una perspectiva más académica, véase Moshe Gammer, Muslim Resistance to the Tsar: Shamil and the Conquest of Chechnia and Daghestan (Londres: Frank Cass, 1994). Sobre Chechenia, véase nuestro libro Crisis in Chechnia—Russian Imperialism, Chechen Nationalism and Militant Sufism (Londres: Islamic World Report, 1995), donde se ofrece una panorámica a la lucha chechena por la independencia desde el siglo XVIII hasta mediados de 1990, con un particular hincapié en el papel de las cofradías sufís en esta reivindicación.
53. Es decir, un dhimmi, alguien no musulmán que recibe el dhimma, o «protección» del estado musulmán.
54. Citado por Bessaïeh, «Abdelkader à Damas», 91–2. Véase también Churchill, Life, 321–2.
55. Citado en Churchill, Life, 323.
56. Uno de los principales objetivos del sistema educativo que subyace en La República de Platón es la de enseñar a los «guardianes» del estado cómo comportarse con dureza frente al enemigo al mismo tiempo que se es gentil con el propio pueblo (como hemos señalado, los musulmanes son descritos como violentos contra los infieles y compasivos entre los suyos). Es por este motivo que artes como la música se imparten entre las disciplinas marciales. Los combatientes como el emir Abd al-Qadir o el Imam Shamil combinaron a la perfección estos roles, gracias a las virtudes equilibradas dignas del espíritu islámico. En la guerra moderna, al contrario, enfrentarse al «enemigo» parece imposible sin una ideología que lo deshumanice y demonice. De ahí las continuas atrocidades de nuestra era «postilustrada».
57. Hemos desarrollado este aspecto en el ensayo «Selfhood and Compassion: Jesus in the Qur’an—An Akbari Perspective» en The Journal of the Muhyiddin Ibn Arabi Society 29 (2001).
58. Véase Corán 56:8-10.
59. Abu Bakr Siraj ad-Din, The Book of Certainty (Cambridge: Islamic Texts Society, 1992), 80. (Edición en español: El libro de la certeza: doctrina sufí de la fe, la visión y la gnosis, José J. Olañeta editor, Mallorca, 2002.) Véase también el ensayo de S.H. Nasr, «The Spiritual Significance of Jihad», capítulo 1 de Traditional Islam in the Modern World (Londres: Kegan Paul International, 1987); y también la sección de este libro titulada «Traditional Islam and Modernism», que permanece como una de las principales críticas del pensamiento modernista y extremista en el islam.
60. Citado por el Shaykh al-Arabi ad-Darqawi, fundador de la rama Darqawi de la tariqa sufí Shadhiliyya. Véase Letters of a Sufi Master, trad. Titus Burckhardt (Bedfont, Middlesex: Perennial Books, 1969), 9. (Edición en español: Cartas de un maestro sufí, José J. Olañeta editor, Mallorca, 1991.)
61. Véase el ensayo de Omar Benaissa «Sufism in the Colonial Period» en Algeria: Revolution Revisited, ed. R. Shah-Kazemi (Londres: Islamic World Report, 1997), 47–68, para más detalles de esta influencia religiosa de la tariqa del sheij en la sociedad argelina.
62. Alexis de Tocqueville critica con contundencia la política asimilacionista de su gobierno en Argelia. En un informe parlamentario de 1847, escribe: «No debemos inclinarlos hacia nuestra civilización europea, sino hacia la suya. ... Hemos cerrado numerosas entidades caritativas o waqf, instituciones religiosas, hemos arrasado escuelas madrasas... el reclutamiento de los hombres religiosos y expertos en la sharia ha cesado. En otras palabras, hemos convertido la sociedad musulmana en más miserable, desorganizada, bárbara e ignorante que nunca». Citado en Charles-Robert Ageron, Modern Algeria, traducido al inglés por Michael Brett (Londres: Hurst, 1991), 21.
63. Léon Roche, Dix Ans à travers l’Islam (París: 1904), p.140–1. Citado en M. Chodkiewicz, Spiritual Writings, 4.
64. Citado en Churchill, Life, 137–8.
65. Frithjof Schuon, Islam and the Perennial Philosophy (Londres: World of Islam Festival, 1976), 101. Schuon también se refiere a Ali como el representante por excelencia del esoterismo islámico. Véase The Transcendent Unity of Religions (London: Faber and Faber, 1953), 59. (Edición en español: De la unidad transcendente de las religiones, José J. Olañeta editor, Mallorca, 2004.)
66. Corán 8:17.
67. Por ejemplo el siguiente versículo del Bhagavad-Gita: «Quien crea que pueda ser un asesino, quien crea que es asesinado, ambos no tienen derecho a saber: ni da muerte, ni es asesinado». En Hindu Scriptures, traducción al inglés de R.C. Zaehner (Londres: Dent, 1966), 256. (Existen numerosas ediciones en español de esta obra, como por ejemplo: Bhagavad Gita: cantar del glorioso señor, Olañeta, Mallorca, 2005; Bhagavad Gîtâ, el canto del Señor: diálogos entre Krishna y Arjuna, príncipe de la India, Luis Cárcamo ed., Madrid, 2006; Bhagavad gita: con los comentarios aduaita de Sánkara, Trotta, Madrid, 1997.)
68. The Mathnawi of Jalalu’ddin Rumi, traducción al inglés de R.A. Nicholson (Londres: Luzac, 1926), libro 1, p. 205, líneas 3787–3794. (Edición en español: Mathanawi, editorial Sufi, Madrid, 2003) Los paréntesis los insertó Nicholson. Véase los comentarios de Schleifer sobre la narración de Rumi sobre este episodio en «Jihad and Traditional Islamic Consciousness», 197–9.
69. Como dice Rumi, continuando con el discurso de Ali. Véase libro 1, p. 207, línea 3800.
70. Citado por Abd al-Wahid Amidi en su compilación de dichos de Ali, Ghurar al-hikam (Qom: Ansariyan Publications, 2000), 2:951, no.9. «El intelecto y la pasión son opuestos. El intelecto se mueve por el conocimiento, la pasión por el capricho. El ego (nafs) está entre ambos, empujado por ellos. Quien triunfe, tendrá el nafs a su lado». (Ibid., no. 10)
71. Ibid., 1:208–11, nos. 20, 17, 8, 23, 26, 28. En nuestra publicación Justice and Remembrance—Introducing the Spirituality of Imam Ali (Londres: IB Tauris, 2005), desarrollamos estos temas en el contexto del «espíritu del intelecto» en la perspectiva de Ali.
72. Ali al-Hujwiri, The Kashf al-Mahjub—The Oldest Persian Treatise on Sufism, trad. al inglés de R.A Nicholson (Lahore: Islamic Book Service, 1992), 44.
73. Ibid., p. 44.
74. Aquellos que cometen takfir, es decir la declaración de que alguien es kafir.
75. Churchill, Life, 295.
76. Khaled Abou El-Fadl, The Place of Tolerance in Islam (Boston: Beacon Press, 2002), 98.
77. Corán 85:4-5. Seguimos aquí la traducción de Muhammad Asad de estos elípticos versículos. Véase The Message of the Qur’an (Gibraltar: Dar al-Andalus, 1984), 942. Traducción al español: El mensaje del Qur’an, Córdoba, Junta Islámica, 2001. Esta traducción también es la que hemos utilizado en todas las citas coránicas de este capítulo. N. del T.

78. Corán 2:154.