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sábado, 12 de agosto de 2017

Pastunes, pueblo de Afganistán


Los pastunes o patanes son un pueblo etnolingüístico emplazado mayoritariamente en Afganistán, y en las regiones tribales del oeste de Pakistán. Los pastunes tienen como señas de identidad el uso de la lengua pastún y la práctica del código Pastunwali, un antiguo y tradicional código de conducta y honor.
La sociedad pastún consta de muchas tribus y clanes que raramente estuvieron unidos a lo largo de la historia, hasta la emergencia del imperio Durrani, en el año 1747. Durante la rivalidad anglo-rusa (conocida como El Gran Juego), desempeñaron un papel vital porque el límite de ambos imperios coincidía con su área de asentamiento. Durante 250 años, los pastunes fueron el grupo dominante en Afganistán, y concitaron la atención mundial con la invasión soviética del país (1979) y con el ascenso y caída de los talibanes, ya que de su etnia procede el principal contingente del movimiento integrista. Los pastunes son también una comunidad importante en Pakistán, donde suponen el segundo mayor grupo étnico.
La población total pastún es, según las estimaciones, de unos 42 millones de personas, pero no existe un censo oficial en Afganistán desde el año 1979. Hay unas 60 tribus importantes y, dentro de ellas, más de 400 subclanes.

Demografía. La gran mayoría de los pastunes habitan una franja que va desde el sureste de Afganistán al noroeste de Pakistán. También hay pastunes en las áreas norteñas paquistaníes y en el este de Irán. Tienen una pequeña presencia en la India, mientras que en los últimos años han aparecido pequeñas comunidades de emigrantes en Europa, América del Norte y la Península Arábiga. Los centros metropolitanos más importantes son Kandahar, Jalalabad y Swat. Peshawar, Quetta, Kabul y Kunduz son ciudades étnicamente variadas, aunque con una gran presencia de población pastún. En Karachi viven 3,5 millones de pastunes.
La etnia supone el 15,42 por ciento de la población de Pakistán, unos 25,6 millones de personas. En Afganistán, según estimaciones, el 42 por ciento de la población es pastún, unos 13,3 millones de personas. Entre los 1,7 millones de refugiados afganos en Pakistán, la mayoría son pastunes. Una suma acumulada de los pastunes en la región arroja un total de 42 millones de personas.

Historia y orígenes. La historia de los pastunes sigue sin contar con investigaciones fiables. Desde el segundo milenio antes de Cristo, las ciudades de la región han sido objeto de invasiones y migraciones. Visitadas por pueblos indo-iraníes, indo-arios, medas, persas, mauryas, escitas, kushans, heptalitas, griegos, árabes, turcos, mongoles, británicos, rusos y, más recientemente, los Estados Unidos de América. Varias teorías –tanto académicas como populares- chocan respecto al origen de los pastunes

Referencias antiguas. Existen varios grupos antiguos con epónimos similares a los pastunes, que han sido contemplados como los posibles ancestros de los modernos pastunes. El historiador griego Herodoto mencionó al pueblo “pactiano”, en la frontera oriental de la satrapía Persia Aracosia, ya en el primer milenio antes de Cristo. Su conexión con los pastunes no está clara. Y de modo similar, el Rig Veda menciona a la tribu “paktha” (en la región de Pakhat), es decir, el actual este afgano. Algunos académicos han propuesto una conexión con los modernos pastunes, pero se trata de una especulación.
En la Edad Media, hasta el advenimiento del moderno estado de Afganistán, en 1747, y la división del territorio pastún por la Línea Durand, del año 1893, los pastunes recibían meramente el nombre de “afganos”. Ese gentilicio aparece por primera vez en la historia en el Hudud-al-Alam, en el año 982 de nuestra era; se refería a un antepasado común y legendario de los pastunes, conocido como Afghana.
El sabio Alberuni se refiere a los afganos como un conjunto de tribus que viven en las montañas fronterizas entre la vieja India y Persia. En esta localización geográfica, los pastunes tuvieron un estrecho contacto con las tribus indias e iraníes, como atestigua el famoso viajero marroquí Ibn Battuta, en el transcurso de una visita a Kabul del año 1333: “Viajamos hasta Kabul, anteriormente una vasta ciudad, cuyo lugar está ahora ocupado por una tribu de persas llamados ‘afganos”.

Antropología y lingüística. Los orígenes de los pastunes están en el este de Irán. La lengua pertenece a la sub-rama iraní de la familia de lenguas indo-europeas. Los pastunes están clasificados como iraníes, posiblemente como descendientes de los bactrianos y escitas. Las viejas tribus iraníes que se expandieron a los largo de la meseta iraní fueron tempranos precursores de los pastunes. Al igual que otros pueblos iraníes, muchos pastunes se han mezclado con invasores varios, grupos vecinos y emigrantes. En términos de fenotipo, los pastunes son predominantemente un grupo mediterráneo, de forma que el cabello claro y la piel pálida no son infrecuentes, sobre todo entre tribus de montañas remotas.

Tradiciones orales. Algunos antropólogos dan crédito a las tradiciones orales míticas de las propias tribus pastunes. Por ejemplo, según la Enciclopedia del Islam, la teoría de la descendencia israelí de los pastunes está originada en Maghzan-e-Afghani, quien compiló una historia durante el reinado del emperador mongol Jehangir, en el siglo XVII.
Otro libro histórico, el Taaqati-Nasiri, mantiene que en el siglo VII un pueblo llamado Bani Israel se asentó en Ghor, al sureste de Herat, y más tarde emigró al sur y al este. Esas referencias casan con una común visión de la tradición oral pastún, de que cuando las doce tribus de Israel se dispersaron, la tribu de José se asentó en la región. El nombre pastún “Yusuf Zai” se traduce como “los hijos de José”.
Otras tribus pastunes mantienen que descienden de los árabes; y hay hasta quien reivindica (los sayyids) que Muhammad (asws) está entre sus antecesores. Algunos grupos de Peshawar y Kandahar (afridis, khattaks y sadozais) se dicen descendientes de los antiguos griegos que llegaron al territorio con Alejandro Magno.

Edad Moderna. Los pastunes están íntimamente ligados a la historia del moderno Afganistán y el Pakistán occidental. Tras las conquistas arabo-turcas de los siglos VII-XI, los ghazis (guerreros de la fe) pastunes invadieron y conquistaron buena parte del noroeste de la India. Su pasado reciente discurre por la dinastía Hotaki y más tarde el imperio Durrani. Los Hotaki derrotaron a la dinastía Safavida de Persia y tomaron bajo control gran parte del imperio persa entre 1722 y 1738. Esta campaña fue seguida por las conquistas de Ahmad Shah Durrani, un antiguo alto comandante bajo el Nadir Shah de Persia. Fundó el imperio Durrani, sobre una gran parte de lo que hoy es Afganistán, Pakistán, Cachemira, el Punjab indio y la provincia de Khorasan (Irán). Tras la caída del imperio Durrani, en 1818, el clan Barakzai se hizo con el control de Afganistán. El país quedó en manos del sub-clan Mohammedzai, desde el año 1826 y hasta el fin del reinado de Mohammed Zahir Shah, en 1973. Este legado continúa en el presente: Hamid Karzai procede de la tribu pastún Popalzai, en Kandahar.
Los pastunes afganos se resistieron al diseño británico de su territorio y mantuvieron a raya a los rusos durante el llamado Gran Juego. Pese a la rivalidad de los dos imperios, Afganistán se mantuvo como estado independiente y gozó de alguna autonomía. Pero durante el reinado de Abdur Rahman Khan (1880-1901), las regiones pastunes quedaron divididas por la línea Durand, y lo que es hoy el oeste de Pakistán fue cedido a la India británica en 1893. En el siglo XX, muchos líderes pastunes políticamente activos y viviendo en la provincia británica de la Frontera Noroeste apoyaron la independencia de la India, y se inspiraron en el movimiento pacifista del Mahatma Gandhi. Su región quedó encajada en el recién creado Pakistán.
Los pastunes afganos, sin embargo, alcanzaron la independencia completa de la intervención británica durante el reinado del rey Amanullah Khan, tras la tercera guerra anglo-afgana. La monarquía llegó a su fin en el año 1973, tras un golpe de estado ejecutado por Sardar Daud Khan. Esto abrió la puerta a la intervención soviética, que quedó culminada por la Revolución Saur, en el año 1978. Muchos pastunes se unieron a la oposición muyahiddín contra la intervención soviética. Esto sembró la semilla de los modernos talibanes, un movimiento religioso con origen en el sur de Afganistán. A finales de 2001, el gobierno talibán fue depuesto por una nueva invasión, esta vez liderada por los Estados Unidos.

Quiénes son los pastunes. Entre los historiadores, los antropólogos y los propios pastunes está activo el debate acerca de quién compone este pueblo. Entre las distintas definiciones, destaca la etnolingüística, que mantiene como pastunes a quienes se mueven en los parámetros de un origen étnico del este de Irán, tienen una lengua, cultura e historia compartidas, viven en proximidad geográfica y se reconocen como miembros de ese pueblo. Las tribus que hablan dialectos muy distintos del pastún, por ejemplo, se reconocen como miembros del cuerpo común.
Otra definición, más estricta, se refiere a un componente cultural. Requiere de los pastunes que sean musulmanes y respeten el código Pastunwali. Esta es la visión prevalente entre los líderes tribales más conservadores, que niegan el estatus pastún a los judíos, incluso si ellos mismos reivindican tener antepasados de esa religión. La sociedad pastún no es homogénea, en el capítulo religioso: la mayoría son musulmanes suníes, pero hay núcleos chiíes en la Provincia de la Frontera Noroeste, de Pakistán. Los judíos paquistaníes y afganos, que un día se contaron por miles, viven hoy en Israel y los Estados Unidos.
Una tercera definición se refiere al componente ancestral y patrilinear, basado en una importante ley del Pastunwali, según la cual sólo son pastunes quienes tienen un padre pastún. Esta definición pone menos énfasis en la lengua de cada uno. Por ejemplo, los pastunes indios han perdido su lengua y también muchas costumbres, pero se siguen considerando pastunes, como ocurre con el actor de Bollywood Shahrukh Khan, de antepasados de esa etnia.

Cultura. La cultura pastún se asentó en el transcurso de muchos siglos. Las tradiciones pre-islámicas, probablemente ya presentes durante la conquista de Alejandro en el 330 antes de Cristo, sobrevivieron como danzas tradicionales, mientras que los estilos literarios y la música reflejan todavía una fuerte influencia de la tradición persa. La cultura pastún es una mezcla única de costumbres nativas y fuertes influencias del oeste, este y sur de Asia.

Religión. La gran mayoría de los pastunes sigue el Islam suní, sobre todo de la escuela Hanafi. Una proporción significativa de los pastunes son chiíes, principalmente en el este de Afganistán y el noroeste paquistaní. Existen fuertes enlaces entre la afiliación tribal y la membresía de la comunidad islámica. La mayoría de los pastunes creen ser descendientes de Qais Abdur Rashid, un temprano converso del Islam que llevó la fe a la población pastún. Algunos historiadores creen que los pastunes pudieron ser zoroastrianos, hindúes, judíos o chamanistas antes de la llegada del Islam. Algunos pudieron practicar el budismo. Sin embargo, todo esto es por el momento una conjetura y no existen pruebas concluyentes.

Pastunwali. El término “pakhto” o “pastún” del que los pastunes toman su nombre no sólo se refiere a la lengua, sino al código de honor pre-islámico conocido como Pastunwali. Se cree que su origen está en un tiempo pagano y que, de muchas formas, acabó por fusionarse con las creencias islámicas. El Pastunwali gobierna y regula casi todos los aspectos de la vida, desde los asuntos tribales al comportamiento individual y de honor.
El Pastunwali influye en el comportamiento social de los pastunes. Unos de los principios más conocidos es la Melmastia, el deber de hospitalidad y asilo para todos los invitados que piden ayuda. La injusticia percibida requiere el Badal, la venganza. “La venganza es un plato que se sirve frío” fue tomado en estas tierras por los británicos y luego popularizado en Occidente. Los hombres están obligados a proteger Zan, Zar y Zameen, las mujeres, el dinero y la tierra. Algunos aspectos promueven la coexistencia pacífica, como el Nanawati, la humilde admisión de culpa por un mal cometido, lo cual debería resultar en el perdón automático por parte de la parte ofendida. Otros aspectos del Pastunwali han sido objeto de duras críticas, sobre todo en lo referente a los derechos de las mujeres y los crímenes de honor. El Pastunwali continúa vigente entre muchos pastunes, especialmente en las áreas rurales.

Literatura y medios pastunes. A lo largo de la historia pastún, hubo poetas, profetas, guerreros y reyes que fueron reverenciados. Pero la literatura no desempeñó un papel destacado, principalmente porque el persa era la lengua franca de los países vecinos y dominaba las letras escritas. Los primeros registros del pastún escrito vienen del siglo XVI y describen la conquista del valle de Swat por parte de Sheik Mali. En el siglo XX, la literatura en pastún ganó prominencia gracias a los trabajos de Amir Hamza Shinwari, que cultivó los ghazals. En 1919, Mahmud Tarzi empezó a publicar el primer periódico de Afganistán: Seraj-al-Akhbar.
Con bajísimas tasas de alfabetismo, muchos pastunes continúan aferrándose a las tradiciones orales. Los hombres siguen reuniéndose en los chai khaanas –teterías-, para escuchar relatos orales, historias de valentía y coraje. Pese a que la tradición de los cuentacuentos está dominada por hombres, la sociedad pastún también está marcada por ciertas tendencias matriarcales. Los cuentos relacionados con la reverencia hacia la madre son comunes y pasan de padres a hijos, como la mayoría de la herencia pastún, mediante una rica tradición oral que ha sobrevivido a lo largo del tiempo.

Deporte. Los deportes tradicionales incluyen el naiza bazi, lo que incluye jinetes que compiten en lanzamiento de lanzas. El polo también es un deporte tradicional de la región y es popular entre algunas de las tribus. Los pastunes también participan del buzkashí y de la lucha, a menudo parte de las reuniones deportivas. El críquet quedó como legado del dominio británico sobre Pakistán y la India, países que tienen hoy a algunos pastunes entre sus mejores jugadores.
Artes escénicas. El pastún es un pueblo que participa en variadas formas de expresión, como la danza, la lucha con espadas y otras actividades físicas. La forma más común de expresión artística puede verse en las distintas formas de danzas. Una de las más prominentes es el atán, que tiene viejas raíces paganas. Modificada por el misticismo islámico, hoy es la danza nacional de Afganistán.
El atán se baila acompañado de varios instrumentos tradicionales, como el tambor, la tabla, el rubab o la tula (flauta de madera). Con un rápido movimiento circular, los bailarines danzan hasta que no queda nadie bailando. La mayoría de los bailes son masculinos, aunque hay algunas excepciones como el Spin Takray y el tumbal, una especie de tamborada realizada por las chicas de los pueblos cuando alguna de ellas se casa.
La música tradicional pastún tiene lazos con la música afgana tradicional, a su vez inspirada por la del Hindustán. Formas populares incluyen el ghazal (poesía cantada) y la música qawali sufí. Los tópicos giran en torno al amor y la introspección religiosa. La moderna música pastún tiene como eje la ciudad de Peshawar, debido a las guerras afganas, y tiene a combinar técnicas propias con rasgos persas y la música india de Bollywood.

Tribus. Una característica destacada del pueblo pastún es su intrincado sistema de tribus. Los pastunes son predominantemente un pueblo tribal, pero la urbanización del mundo ha comenzado a alterar la sociedad pastún: ciudades como Peshawar, Quetta o Kabul están creciendo rápidamente debido al flujo de pastunes rurales y la llegada de refugiados. Pese al desarrollo urbano, muchas personas se identifican todavía con varios clanes.
El sistema tribal tiene varios niveles de organización: la tribu (tabar) está dividida en grupos de parentesco llamados khels, a su vez divididos en grupos más pequeños (pllarina), formados a su vez por varias familias extendidas llamadas kahols. Las tribus pastunes están clasificadas en cuatro grandes grupos tribales: los sarbanes, los batianos, los ghurghushtos y los karlanes.

Otra prominente institución pastún es la Jirga o Senado, compuesto por lugareños veteranos. La mayoría de las decisiones en la vida tribal son tomadas por los miembros del consejo, que es la principal autoridad que reconocen los igualitarios pastunes como cuerpo viable de Gobierno.

sábado, 13 de mayo de 2017

Imám Shamil: el héroe del Cáucaso Norte


El Imám Shamil apareció de forma repentina en la historia, aunque llegó a convertirse, para toda la región del Cáucaso, en ejemplo de la lucha heroica para detener el avance del Imperio ruso en el Cáucaso en el siglo XIX. Shamil nació en el seno de una familia humilde (no aristócrata) de Daguestán, en la aldea montañosa de Guirma, se supone que hacia 1797. Su nacimiento coincidió con el apogeo de la política rusa de someter, de una vez y por todas, el Cáucaso Norte.

Se hizo muy popular no sólo por su lucha heroica (pues luchas de este tipo ha habido muchas, aunque no todas sean conocidas), sino por haber conseguido unir a los pueblos del Cáucaso Norte para hacer frente a la política rusa de colonizar a los habitantes de las montañas. Esta fue su histórica misión. Inició su lucha en Daguestán y comprendió rápidamente que, por separado, los chechenos y los daguestanos no podrían plantar cara con éxito al ejército ruso. La derrota en la montaña daguestana de Ajulgo en 1839, propició la unión de los chechenos y daguestanos contra el ejército del emperador ruso. Según el mismo Imám Shamil, su modelo en la vida era el Sheykh checheno Mansur (fallecido en una cárcel rusa en 1794, después de ser capturado durante el asedio de la fortaleza de Anapa), quien fue durante cierto tiempo líder de los montañeses del Cáucaso Norte entre las décadas de 1770 y 1780. El ejemplo del Sheykh Mansur llevó al Imám Shamil a crear un estado capaz de resistir los embates del ejército imperial ruso durante veinte años (de 1840 hasta 1859). Shamil heredó el título de imán después de la muerte de Gamzat-Bek el mes de septiembre de 1834, convirtiéndose en el tercer imán del Daguestán (el primero fue Gazi-Magomed, muerto en combate en 1832). Así pues, seis años después, Shamil era Imám de Chechenia y Daguestán unidas (marzo de 1840).

Shamil fundó un estado clásico, con todos los atributos que le son propios: tesoro público, hacienda pública, poder judicial, poder ejecutivo, órgano consultivo del Imám, policía, policía secreta, ejército y una división territorial en circunscripciones territoriales, regiones, etc. Se trataba de un estado (un imamato, es decir, liderado por un Imám) teocrático, tanto en su forma como en su fondo. El líder del estado era el Imám, el único dirigente, pues en las circunstancias de su creación (durante la guerra con Rusia) no se habría podido hacer de otra manera.

El Imám Shamil no era uno de aquellos típicos dictadores orientales. Su gobierno priorizó la ley fundada en el derecho islámico, la sharia, que aplicaba tanto a sí mismo como a los miembros de su familia. Un ejemplo que dejó estupefacto a todo el mundo fue el castigo que infligió a su madre, a quien quería mucho. El Imám Shamil advirtió de que aquellos que le pidieran abandonar la lucha serían castigados. Una delegación chechena pensó que el imán no sería severo con su madre y pidieron a esta última que intercediese por ellos. El Imám Shamil castigó a su madre a recibir 100 latigazos en público en la plaza de Vedenó, y sólo cuando su madre perdió el sentido al sexto golpe, él ocupó su lugar para recibir los restantes 94 golpes. Después puso un sable desenvainado al lado del que ejecutaba el castigo y ordenó que fuese ejecutado en caso de que el imán considerase que no había golpeado con todas sus fuerzas. Otro ejemplo es cuando lo arrestaron: toda su riqueza se reducía a lo que llevaba encima, no poseía casas, ni tierras, ni oro; nada excepto lo que llevaba puesto. Sin embargo, también entendió que no podía ser tan estricto en el cumplimiento de las leyes islámicas y por ello permitió una serie de excepciones a los chechenos, como, por ejemplo, no consiguió prohibir a los chechenos bailar y cantar sus canciones. Consideraba que podía –y debía– tener en cuenta las características propias de cada pueblo.

Fue un capitán brillante que salió vencedor en toda una serie de batallas contra algunos de los generales más famosos del Imperio ruso de aquel período: 1842, campaña de Ichkeria (general P. Grabbe); 1845, campaña de Darguin (general M. Vorontzov), etc.

Llevó a cabo también una política exterior activa, aunque también comprendió que ninguna de las potencias mundiales del momento (ni occidentales ni orientales) tenía el menor interés por el Cáucaso. Durante la guerra de Crimea (1853-1856) no se alió con la coalición antirrusa. Mantenía correspondencia con el artífice de la lucha anticolonialista, el argelino Abdul Kadir, ya que pensaba que tenían mucho en común. Mantuvo una relación ambigua con el sultán turco. Podemos pensar que son de Shamil las palabras «no me importaría ejecutar en primer lugar al sultán turco». Desconfiando de la ayuda exterior, y debilitado tras 30 años de resistencia contra el Imperio ruso, tuvo que rendirse el 25 de agosto de 1859 durante el asedio al pueblo de Gunib, en Daguestán. Se convirtió en el prisionero más preciado del emperador, que lo desterró de por vida a la provincia rusa de Kaluga, desde donde en 1869 pidió que le dejasen peregrinar a la Meca donde estaba destinado a morir en 1871.

Sus contemporáneos en Occidente admiraban su lucha. Escribieron sobre él, representaron obras de teatro en París mientras aún vivía. Era considerado un Robin Hood que había luchado contra un imperio que, a principios del siglo XIX, había conquistado la mitad de Europa y se había erigido como el «policía» de Europa durante un decenio entero. Pero el Imám Shamil no era un romántico; esta imagen que tenían de él sus contemporáneos europeos quedaba lejos de la realidad. Fue sólo un patriota y un luchador que se opuso a la colonización de los pueblos de las montañas del Cáucaso. Y esta era una imagen muy incómoda para Rusia.

A pesar de haberse rendido, siguió siendo un ejemplo de combatiente heroico para todos los pueblos de las montañas del Cáucaso Norte. Muchos niños que nacen en el Cáucaso llevan su nombre y en Daguestán han puesto también su nombre a calles, plazas y han erigido monumentos en su honor.

El fondo circasiano en Turquía lleva su nombre. Este fondo fue creado por los descendientes de los pueblos caucasianos de las montañas que se vieron forzados a huir al Imperio turco después de la victoria de los rusos en el Cáucaso Norte. Y no es una casualidad que los montañeses caucasianos, vivan donde vivan en el mundo, relacionen su nombre con la historia bélica de sus antepasados. En su honor se escriben libros, poemas y versos. Durante la época soviética, la actitud hacia su persona y su legado político experimentó muchos cambios: de ser considerado un héroe en la lucha contra la colonización rusa, a ser acusado de ser un agente de los países occidentales o un protegido de Turquía, e, incluso, se propuso borrar su nombre del episodio de la historia que explica la entrada de los rusos en el Cáucaso. Alrededor de su nombre se libra una lucha de poder en la que todos los bandos procuran utilizar el nombre de Shamil a su favor.

miércoles, 5 de abril de 2017

De la espiritualidad del yihad... (parte 2)


Todo lo contrario al «ojo por ojo...»: el Emir Abd al-Qadir

El terrorismo es odio y este odio suele ser la desfigurada expresión de una denuncia, quizá incluso legítima. En la actualidad, pocos dudan que las injusticias cometidas a diario en Palestina y en otras partes del mundo musulmán no conlleven estas protestas, pero en el islam nada justifica el ataque y el asesinato de civiles, ni el exceso como resultado del odio, incluso si este se basa en denuncias legítimas. El objetivo de la justicia debe conseguirse de acuerdo con la justicia. El fin no puede justificar lo medios:

¡Oh vosotros que habéis llegado a creer! Sed firmes en vuestra lealtad a Dios, dando testimonio de la verdad con toda equidad; y que el odio hacia otros no os haga desviaros de la justicia. Sed justos: esto es lo más afín a la conciencia de Dios. (33)

Llegados a este punto, nos parece útil adentrarnos en una de las figuras más importantes de la historia reciente: el emir Abd al-Qadir, líder de los musulmanes argelinos en su heroica resistencia al colonialismo francés entre 1830 y 1847. Su conducta es un perfecto ejemplo del principio anunciado en el anterior versículo y, en general, todavía sigue siendo un poderoso antídoto para la gran mayoría de virus que intoxican el cuerpo político del mundo musulmán actual. Su respuesta a un verdadero y vil enemigo nunca estuvo incitada por la injusticia, todo lo contrario. Su impecable conducta frente a la traición, la mentira y la inenarrable crueldad de sus «civilizados» adversarios provoca que estos todavía aparezcan como más depravados. Su enemigo, los franceses, que iniciaron la agresión imperialista contra los musulmanes argelinos, fueron culpables de los crímenes más horribles en su «misión civilizadora», crímenes que incluso se reconocieron como tales por los arquitectos de esa misión, aunque justificados en base a la absoluta necesidad de imponer la «civilización» a los árabes. Este era un fin que justificaba cualquier medio, incluso el más salvaje. Bopichon, autor de dos libros sobre Argelia en la década de 1840, señala así el principio subyacente del proyecto colonial francés:

Poco importa que Francia, con su conducta, traspase los límites de la moral: lo esencial es que establezca una colonia estable y, como consecuencia de ello, imponga la civilización europea a esos países bárbaros. Cuando se lleva a cabo un proyecto que favorece a toda la humanidad, el camino más corto es el mejor. En estos momentos, es cierto que el camino más corto es el terror. (34)

«Terrorismo» es el término que mejor describe la política perpetrada por Francia, y abundan los testimonios de las atrocidades cometidas en ese proyecto. Un evidentemente arrepentido, por no decir traumatizado, Count dHérisson, explica en su libro La chasse à lhomme (La caza del hombre) lo siguiente: «Debíamos regresar con un barril lleno de orejas amputadas, por parejas, de los prisioneros, amigos o adversarios», causándoles «crueldades inimaginables». Las orejas de los árabes se recompensaban con diez francos el par, «y sus mujeres suponían un trofeo perfecto» (35). Los informes oficiales franceses registraron avergonzados estos actos monstruosos. La Comisión de Investigación Gubernamental admite, en su informe de 1883, lo siguiente:

Masacramos a gente que llevaban pases franceses, degollamos a poblaciones enteras que más tarde se comprobó que eran inocentes. Juzgamos a hombres famosos por su santidad en esas tierras, hombres venerables, porque habían tenido el valor suficiente para venir, conocer nuestro odio y así poder interceder en nombre de sus desafortunados paisanos. Eran hombres que fueron sentenciados, hombres civilizados a los que ejecutamos. (36)

¿Cómo respondió el emir Abd al-Qadir a estas salvajadas? Sin venganza ni rabia: con una conducta apropiada, desapasionada y fundamentada en los principios morales. En una época donde Francia mutilaba a los prisioneros árabes, masacraba indiscriminadamente a tribus enteras, quemaba vivos a hombres, mujeres y niños, y donde muchas cabezas argelinas se colgaban como trofeos de guerra, el emir manifestó su grandiosidad y su suscripción coherente a los principios islámicos y rechazó rebajarse al nivel de sus adversarios «civilizados» con el siguiente edicto:

Todo árabe que tenga en su posesión un francés debe tratarlo correctamente y llevarlo hasta el califa o al propio emir tan pronto como le sea posible. Si el prisionero denuncia malos tratos, el árabe no recibirá ninguna recompensa. (37)

Cuando se le preguntó cuál era la recompensa por una cabeza francesa, respondió: veinticinco golpes de bastón en las suelas de los pies. Se comprende de este modo por qué el general Bugeaud, gobernador-general de Argelia, lo describió no sólo como «un hombre de genio cuya historia debemos ponerla junto a Jugurtha», sino también como «una especie de profeta, la esperanza para todos los fervientes musulmanes» (38). Cuando finalmente fue derrotado y llevado a Francia, antes de exiliarse a Damasco, Abd al-Qadir recibió a cientos de admiradores franceses que habían oído hablar de su valentía y nobleza. Los visitantes, por los que él sintió un gran afecto, eran principalmente oficiales franceses que querían agradecerle el trato recibido mientras fueron sus prisioneros en Argelia (39).

Debemos repasar detalladamente el extraordinario cuidado que brindó el emir a sus prisioneros. No sólo procuró que se respetaran sus derechos frente a posibles venganzas por parte de quienes habían perdido a sus seres más queridos (brutalmente asesinados por los franceses), también manifestó especial interés por su bienestar espiritual e invitó a un cura cristiano para que atendiera las necesidades religiosas de sus prisioneros. En una carta a Dupuch, obispo de Argelia, con el que había entablado negociaciones sobre los presos en general, el emir escribe: «Enviad un sacerdote a mi campo, no le faltará de nada» (40).

Asimismo, a propósito de las mujeres detenidas, les dedicó el trato más sensible, y bajo el cuidado de su madre las colocó en una tienda permanentemente vigilada contra cualquier intruso (41). De todo ello no sorprende que muchos de estos prisioneros abrazaran el islam, mientras que otros, una vez liberados, decidieron permanecer junto al emir y ponerse a sus órdenes (42).

Este trato humano del emir fue mantenido en secreto por el ejército francés. Si se hubiera sabido, el resultado hubiera sido devastador para la moral de sus soldados, a quienes se les había dicho que estaban combatiendo en una guerra civilizadora, y que sus adversarios eran unos bárbaros. Como confirmó el coronel Gery al obispo de Argelia: «Nos obligaban a hacer todo lo posible para ocultar estas cosas el trato que los prisioneros franceses recibían. Si los soldados lo hubiera sabido, no habrían atacado con tanta rabia a Abd el-Kader» (43). Más de un siglo antes de la Convención de Ginebra, el emir demostró el significado no sólo de los derechos de los prisioneros de guerra, sino de la dignidad innata del ser humano, sea cual sea su creencia.

Probablemente, la historia más relevante de todas para el contexto que aquí nos ocupa fue su famosa defensa de los cristianos de Damasco, en 1860. Ya derrotado y en el exilio, Abd al-Qadir pasaba su tiempo pregonando y enseñando. Cuando empezó la guerra civil entre los drusos y los cristianos en el Líbano, el emir escuchó que había signos de un ataque inmediato a los cristianos de Damasco. Escribió cartas a todos los sheijs drusos, pidiéndoles que no llevaran a cabo «movimientos ofensivos contra un lugar cuyos habitantes nunca han sido enemigos». Nuevamente, expresa uno de los principios básicos del islam: no hay que iniciar nunca las hostilidades.

Y combatid por la causa de Dios a aquellos que os combatan, pero no cometáis agresión. Dios no ama a los agresores. (44)

Lamentablemente, sus cartas no surgieron efecto y cuando los drusos se acercaron a los barrios cristianos de la ciudad, el emir se enfrentó a ellos, pidiéndoles que se ciñeran a los principios islámicos.

—Tú, el gran azote de los cristianos —le gritaron. ¿Qué tienes que decirnos si ahora somos nosotros quienes luchamos? ¡Apártate!

—Cuando me enfrenté a los cristianos —respondió Abd al-Qadir— siempre lo hice fiel a nuestras leyes. Los cristianos me habían declarado la guerra y se habían alzado contra nuestra fe. (45)

Sin embargo, no logró que cambiaran de opinión. Ante la pasividad de las autoridades turcas, que no podían o no querían intervenir, empezaron los ataques a las zonas cristianas, y muchos fueron asesinados. El emir y su pequeño grupo de seguidores magrebíes buscaron a los aterrorizados cristianos y les ofrecieron refugio. Al conocer esta noticia, en la mañana del 10 de julio, una muchedumbre encolerizada se dirigió hasta la casa, exigiéndole que no protegiera a los cristianos. Solo, el emir salió y, sin miedo, les dijo:

—Hermanos, vuestra conducta es despreciable. Qué bajo habéis caído cuando veo vuestras manos musulmanas manchadas por la sangre de mujeres y niños. ¿Acaso no nos dice Al-láh: «Quien mate a un ser humano es como si hubiera matado a toda la humanidad»? ¿Y no dice también: «No cabe coacción en la religión. La guía recta se distingue claramente del extravío»?

Pero esto sólo enfureció todavía más a la gente allí reunida. Los líderes de esa masa le respondieron: «¡Oh, santo guerrero, no queremos tu opinión. ¿Por qué te inmiscuyes en nuestros asuntos? Tú, que solías combatir a los cristianos, ¿cómo puedes oponerte a que venguemos sus insultos? Infiel, entréganos a los que escondes en tu casa o recibirás el mismo castigo. Te reuniremos con tus hermanos».

Intercambiaron más palabras, donde el emir insistía: «No luché contra los cristianos, sino contra los agresores que se autodenominaban cristianos».

La rabia de la gente aumentaba y, llegados a este punto, el tono del emir cambió, sus ojos se enfurecieron, y le entraron ganas de pelearse por primera vez desde que abandonó Argelia. Lanzó una última advertencia a la gente, diciéndoles que los cristianos eran sus huéspedes, y que mientras uno sólo de sus soldados magrebíes viviera, los cristianos no serían entregados. A continuación, dirigiéndose a sus hombres, les dijo: «Y vosotros, mis magrebíes, que vuestros corazones se alegren, y pongo a Dios por testigo: ¡Lucharemos por una causa sagrada como lo hicimos antes!». Entonces, la muchedumbre se dispersó, atemorizada... (46)

Debemos observar detenidamente las palabras del emir a sus hombres, preparándoles para que dieran su vida en defensa de los cristianos. Les dijo que esta acción de defensa era tan sagrada como la guerra para proteger sus casas y familias de los colonos franceses en Argelia. Uno combate por lo que es justo, no por «nuestros» derechos, ya sea como individuos o como miembros de una familia, tribu o incluso creencia. Los principios de la religión dan prioridad a aquellos que se autodenominan «musulmanes», y estos principios se aplican en cualquier circunstancia, y especialmente cuando esta gente actúa de forma injusta. Su acción, junto al hecho de que pone a Dios por testigo, debe considerarse como una gráfica respuesta al siguiente requerimiento coránico:

¡Oh vosotros que habéis llegado a creer! Sed firmes en establecer la justicia, dando testimonio de la verdad por Dios, aunque sea en contra vuestra o de vuestros padres y parientes. Tanto si la persona es rica o pobre, el derecho de Dios está por encima de los derechos de ambos. No sigáis, pues, vuestros propios deseos, no sea que os apartéis de la justicia. (47)

El emir envió a doscientos de sus hombres a varias zonas de los barrios cristianos para que reunieran al máximo número de cristianos posible. También ofreció cincuenta piastras a quien le trajera un cristiano vivo. Su misión duró cinco días y cinco noches, durante las cuales no durmió ni descansó. Cuando la cantidad ascendió a varios miles, el emir los escoltó hasta la ciudadela de la ciudad. Se calcula que no menos de quince mil cristianos se salvaron gracias a esta acción. Es importante señalar que en esta cantidad se incluían a todos los embajadores y cónsules de las potencias europeas. Como apostilló prosaicamente Charles Henry Churchill, su biógrafo, pocos años después de lo acontecido:

Todos los representantes de las potencias cristianas que residen en Damasco, sin ninguna excepción, le deben la vida. Un destino extraño y poco equitativo... Un árabe ha protegido la atropellada majestad de Europa. Un descendiente del profeta ha amparado y protegido a la esposa de Cristo. (48)

El emir recibió los mayores honores de todas las potencias occidentales. El mismo cónsul francés, representante del Estado que había colonizado la tierra del emir, también se encontraba entre los que salvaron la vida gracias a este gesto. Para el auténtico combatiente islámico, no hay lugar para la rabia, el resentimiento ni la venganza, solamente el deber de proteger al inocente y a todas las «gentes del Libro» que viven pacíficamente en tierras del islam. Es patente el contraste radical entre esta conducta y la de los actuales mujahidin, quienes indiscriminadamente apuntan a Occidente como enemigo, cometiendo acciones ilegítimas. Pero el comportamiento de Abd al-Qadir nada tenía de extraordinario si nos fijamos en la cosmovisión islámica, ejemplificada en el siguiente versículo coránico:

En cuanto a aquellos que no os combaten por causa de vuestra religión, ni os expulsan de vuestros hogares, Dios no os prohíbe que seáis amables y equitativos con ellos. Realmente, Dios ama a quienes son equitativos. (49)

Cuando el obispo de Argelia, Louis Pavy, elogió la actuación del emir, éste le respondió: «Todo el bien que hemos hecho a los cristianos estábamos obligados a hacerlo por fidelidad a la ley islámica y su respeto por los derechos humanos. Todas las criaturas somos familia de Dios, y a quien más quiere Dios es al más beneficioso para su familia». A continuación, añadió el siguiente pasaje, que está claramente arraigado en la universalidad del mensaje coránico y en su «imperativo ontológico» de la compasión. La puesta en práctica de este universalismo y de esta compasión se refleja dramáticamente en el coraje del emir y en su sólida fidelidad a estos principios. No se trata de meras palabras, sino de valores espirituales primordiales por los que, si fuera necesario, se debe estar preparado para realizar el último de los sacrificios:

Todas las religiones traídas por los profetas, de Adán (as) a Muhámmad (sas), se fundamentan en dos principios: la exaltación de Dios y la compasión por sus criaturas. Además de estos dos principios, existen ramificaciones, cuyas divergencias no tienen importancia. Y la ley de Muhámmad es, entre todas las doctrinas, la que la que más respeta y está más vinculada a la compasión y la misericordia. Pero aquellos que creen en la religión de Muhámmad la han desviado. Es por eso que Dios ha dejado que se descarriaran. La recompensa ha sido de la misma naturaleza que su error. (50)

Lo que tenemos aquí es una diagnosis concisa e irrefutable de la actual enfermedad que padece el mundo islámico: desde que la compasión dejó de ser la base, esta gran religión permanece subordinada al odio y al rencor, y la misericordia de Dios ha sido eliminada de aquellos que «se han alejado». Esto está en concordancia con el conocido dicho del profeta: «Aquel que no muestre compasión, no recibirá compasión» (man lam yarham, lam yurham), así como en el siguiente versículo coránico: «En sus corazones hay enfermedad, y por eso Dios deja que aumente su enfermedad» (51). Esta enfermedad, que endurece los corazones, necesita un buen diagnóstico, y si nos guiamos por los grandes combatientes de nuestro reciente pasado, un ingrediente clave del medicamento es la compasión universal.

Es interesante señalar que otro gran combatiente islámico, el Imam Shamil de Daguestán, héroe de las guerras contra el imperialismo ruso (52), escribió una carta al emir Abd al-Qadir cuando tuvo noticias de su defensa de los cristianos. Lo alabó por su noble acción y agradeció a Dios que todavía quedaran musulmanes que se comportasen según el ideal islámico:

Mis oídos quedaron petrificados por lo más detestable de escuchar, algo odioso para la humanidad. Me refiero a los recientes acontecimientos en Damasco sobre cristianos y musulmanes, donde estos últimos decidieron emprender un desvío inaceptable para los seguidores del islam ..., un velo cubrió mi alma. Me dije a mí mismo: la corrupción ha hecho su aparición en la tierra y en el mar como consecuencia de lo que ha hecho la mano del hombre Corán 30:41. Quedé muy sorprendido por la ceguera de los soldados que han cometido este tipo de excesos, olvidando las palabras del Profeta, la paz y las bendiciones con él: «Quien quiera que sea injusto con un tributario (53), quien le haga comportarse incorrectamente, quien lo cargue con algo que no pueda soportar, y quien lo prive de cualquier cosa sin su consentimiento, seré yo mismo quien le acuse en el día del juicio». ¡Ah, qué palabras más hermosas! Pero cuando se me informó que os enfrentasteis a las gentes bajo las alas de la divinidad y la misericordia, que os opusisteis a aquellos que se encarecían a contrariar a Dios, el más grande ..., pedí a Dios que os tenga presentes el día en que de nada les servirán sus riquezas ni sus hijos Corán 3:10. En verdad, habéis puesto en práctica las palabras del gran mensajero de Dios, dando fe de la compasión por sus humildes criaturas y habéis alzado una barrera contra aquellos que han rechazado su gran ejemplo. ¡Qué Dios os mantenga alejados de quien quebranta Su ley! (54)

En respuesta a su carta, el emir escribió lo siguiente, donde expresa a la perfección la situación que persiste, incluso en un grado más precario, en nuestros días:

Cuando vemos que sólo unos cuántos siguen la religión real, cuán reducido es el número de defensores de la verdad, cuando vemos cómo los ignorantes imaginan los principios del islam como dificultad, severidad, extravagancia y barbarie, es el momento de repetir estas palabras: «La paciencia es bella y Al-láh es la fuente de toda ayuda» (Sabr jamîl, waLlâhul-mustaân) (Corán 12: 18). (55)

La paciencia y la compasión defendida por estos combatientes se encuentran lejos del derrotismo sentimental, y no se trata de la simple reivindicación de hacer de la necesidad virtud. En primer lugar, emerge de los principales valores que los empujaron a luchar contra la opresión, unos valores arraigados en el sutil espíritu del islam —rigurosidad combinada con generosidad, fuerza y compasión, resolución y resignación—, cualidades todas ellas complementarias con la propia naturaleza divina: jalal (majestuosidad) y jamal (belleza) (56). Si un combatiente abandona sus cualidades jalali pierde su virilidad; quien anula sus cualidades jamali pierde su humanidad. Tengamos también presente que en la tradición sufí, a la que tanto Abd al-Qadir como el Imam Shamil pertenecían, la realización espiritual sólo puede verse reflejada en el resplandor de la compasión. La realización del Absoluto es, inevitablemente, la radiación de la misericordia, pues, como ya hemos señalado, la misericordia y la compasión son la esencia de lo Real (57). Si la compasión es el sentido más completo que emana de la realización, esta misma realización es el fruto de la victoria en el «gran yihad», del que seguidamente hablaremos.

El gran yihad

Mientas que el emir Abd al-Qadir se opuso militarmente al colonialismo francés, años después otro gran maestro sufí de Argelia, el Shaykh Ahmad al-Alawi, prefirió resistir con una estrategia pacífica, aunque igualmente enmarcada en el yihad (en el sentido principal del término). Debemos recordar que el significado literal de la palabra «yihad» es «esfuerzo» o «lucha», y que el gran yihad (o yihad mayor) fue definido por el profeta como jihâd al-nafs, la guerra contra el yo. En cualquier discusión sobre el yihad, nunca debemos olvidar que la prioridad acordada al esfuerzo espiritual interior está por encima de los deberes exteriores. El combate físico es el yihad «menor», y únicamente tiene sentido en el contexto del combate sin fin que se desarrolla en el propio interior de cada cual, llamado «gran yihad».

Un maestro sufí contemporáneo contrasta claramente el tipo de lucha interior que caracteriza el verdadero «combatiente del espíritu» al de la mayoría de creyentes. Esta diferenciación la elabora vinculándola a la distinción coránica de aquellos que alcanzarán el Jardín, entre los compañeros de la derecha (ashab al-yamin) y el resto (as-sabiqun) (58):

Cada musulmán está en guerra contra el mal. Respecto a los de la derecha, sin embargo, esta lucha resulta poco metódica e intermitente, con numerosos armisticios y compromisos. Asimismo, el demonio es consciente que, como seres caídos, están dispuestos a dejarse convencer por él, aunque como por definición el demonio no tiene fe en la misericordia divina, no puede prever que escaparán de sus garras en la próxima vida. Pero en relación al resto, el demonio los confunde e incluso lleva la guerra a su territorio. El resultado es una terrible represalia. (59)

El esfuerzo moral y espiritual en este combate interno es una condición necesaria, pero no suficiente, para la victoria. Sólo con los medios revelados puede ganarse la batalla: los rituales, las meditaciones, los ensalmos, las invocaciones..., en definitiva, el recuerdo de Al-láh. En este sentido, podemos apreciar mucho mejor la estrategia del sheykh al-Alawi. Se trataba de anteponer lo primordial, concentrarse en lo «necesario» y dejar el resto en manos de Al-láh. Circunstancialmente, debe considerarse como una aplicación, en el plano de la sociedad, del siguiente principio esotérico anunciado por uno de sus seguidores espirituales, Mulay Ali al-Jamal:

El verdadero modo de combatir al enemigo es estar ocupado con el amor al Amado. Por otro lado, si te implicas en el combate contra el enemigo, este obtendrá lo que quería, y al mismo tiempo habrás perdido la oportunidad de amar al Amado. (60)

El sheykh al-Alawi se concentró en este amor al Amado, y en todos aquellos valores relacionados con este imperativo del recuerdo. Al hacerlo, excluyó otras formas de resistencia, política y militar, contra los franceses. El resplandor espiritual del sheykh no sólo alcanzó a unos cuantos discípulos, sino que a través de sus muchos muqaddams, cientos de miles de musulmanes se vieron enriquecidos inmensurablemente por esta piedad (61). Al sheykh no le importaban directamente los medios políticos para liberar su tierra del yugo francés, eso sólo era un aspecto secundario de la situación. El objetivo de la «misión civilizadora» colonial en Argelia era moldear la personalidad autóctona para encajarla en el imaginario cultural francés (62). Por consiguiente, el peligro real del colonialismo era cultural y psicológico y no sólo territorial y político, y la indomabilidad espiritual del sheykh y de sus muchos compañeros alcanzaba la dimensión de victoria. Los franceses no podían penetrar en una mentalidad que permanecía enraizada inseparablemente en la tradición espiritual islámica.

Aunque esta actitud pueda tacharse de quietismo incondicional, debemos señalar que al gran combatiente, como al propio emir, no le costará aceptar su validez, pues a pesar de que no se enfrenta al enemigo en el campo de batalla, nunca se distrae de su recuerdo del Amado.

Esta opción de no entrar en una guerra directa con el enemigo conlleva toda la dimensión interior: no se combate al mal que está en uno mismo con sus propios términos, empleando los mismos recursos limitados, sino que se le derrota mediante el recuerdo de Al-láh.

Aunque esta estrategia pueda verse, en el plano social, como una contradicción con la actividad militar o política, es perfectamente compatible con una posición activista, como la adoptada por el emir Abd al-Qadir. No hay ninguna contradicción, únicamente un cambio de énfasis, pero el principio subyacente permanece inalterado. Sólo cuando el esfuerzo exterior eclipsa, margina o niega el combate interno, este principio desaparece.

Abd al-Qadir combatió sin rabia ni odio, y esto explica la ausencia de cualquier resentimiento hacia los franceses cuando fue derrotado, sometiéndose al deseo de Dios con la misma resignación contemplativa que cuando estaba en el campo de batalla. Aquí encontramos expresado un ejemplo supremo del combatiente contemplativo, enfrentándose al enemigo sin apego, es decir, actuando sin encadenarse de ningún modo a los frutos de la acción.

Se nos puede acusar de romanticismo y de sobrevalorar la capacidad del emir de lidiar con las exigencias de una guerra brutal al mismo tiempo que se sumergía en las profundidades de la experiencia contemplativa. Por ello, nos parece apropiado presentar el siguiente relato, escrito por un francés, Léon Roche, que entró en el círculo íntimo del emir haciéndose pasar por un musulmán converso. Durante el cerco de Ayn Madi, en 1838, Roche, traumatizado por la lucha y las masacres, se dirigió a Abd al-Qadir, entró en su tienda y le pidió ayuda:

Me calmó y me ofreció una infusión de schiehh (una especie de absenta común en el desierto). Apoyó mi cabeza, que ya no podía mantener erguida, en sus rodillas. Su hospitalidad era a la manera árabe. Me encontraba tumbado a su lado. Colocó mis manos en mi cabeza, me sacó el haik y la chechia y con estas caricias me dormí. Me desperté en mitad de la noche, abrí los ojos y ya me sentía mucho mejor. La humeante mecha de una lámpara árabe apenas iluminaba la inmensa tienda del emir. Estaba a unos tres pasos de mí. Pensaba que yo todavía dormía. Mantenía sus dos brazos alzados a la altura de su cabeza, dejado ver su blanco haik que caía en espléndidos pliegues. Sus bellos ojos azules, tocados con negras pestañas, estaban abiertos. Sus labios, entreabiertos, parecían recitar una plegaria, pero sin embargo no se movían. Había alcanzado un estado estático. Sus aspiraciones hacia el cielo eran tales que parecía no tocar el suelo. En esa ocasión, fui bendecido con el honor de dormir en la tienda de Abd al-Kader, lo vi rezar y llevado por sus trances místicos. En esa noche representó para mí la imagen más rotunda de fe. Así debía ser cómo rezaban los grandes santos cristianos. (63)

De este relato podemos ver que la siguiente descripción «oficial» del emir, dada como conclusión a un panfleto que definía las regulaciones del ejército en 1839, no era simple propaganda:

Al Hadj Abdel Kader no le importa este mundo, y se aparta de él todo lo que sus ocupaciones le permiten. ... Se levanta en mitad de la noche para recomendar a su alma y a la de sus compañeros a Dios. Su principal placer es reza a Dios mediante el ayuno, y así sus pecados le serán perdonados. Cuando imparte justicia, escucha las alegaciones con la mayor de las paciencias. Cuando habla y aconseja, sus palabras humedecen los ojos de quienes le escuchan y logran abrir los corazones más tercos. (64)

Esta remarcable combinación de guerrero y santo, predicador y juez, nos hace recordar al que probablemente fue el mayor de los modelos de todo mujahidin, Ali ibn Abi Talib (ra), yerno y primo de Muhámmad (sas), cuarto califa del islam y primer imam chií, además de héroe sin igual en las primeras batallas del islam. Su importancia en el firmamento islámico queda reflejada en el siguiente hadiz del profeta: «Soy la ciudad del conocimiento y Ali es su puerta». También dijo, en un hadiz que alcanza el más alto nivel de autenticidad (mutawatir): «Quien me tenga por su maestro, Ali es su maestro (mawla)». Muhámmad (sas) también se refería a Ali (ra) como el mismo rango que Aarón (as) respecto a Moisés (as), excepto que Ali no era profeta. Este parangón de sabiduría espiritual e impecable virtud representa desde entonces al mayor combatiente en la tradición islámica. Como escribe Frithjof Schuon:

«Ali aparece por encima de todo como el "héroe solar", es el "león" de Dios; personifica la combinación del heroísmo físico en el campo de batalla con una santidad totalmente desvinculada de lo mundano. Es la personificación de la sabiduría, impasible y combativo, como enseña el Bhagavad-Gita». (65)

Una de las mayores lecciones de buen comportamiento en la batalla que impartió Ali (ra), de ese «combate en la senda de Dios», la inmortalizó Rumi en su interpretación poética del famoso incidente donde Ali enfundó su espada en lugar de terminar la faena con su derrotado enemigo, que en un último gesto de desafío le había escupido. Aunque el significado espiritual inmediato de la acción, claramente, es el rechazo de Ali de matar cegado por el odio (el guerrero debe desvincularse de sí mismo y combatir sólo para Dios), Rumi también nos proporciona un significado metafísico más profundo. En su Mathanawi, convierte lo acontecido en un sublime comentario del versículo coránico:

Y no obstante, no fuisteis vosotros quienes matasteis al enemigo, sino que fue Dios quien lo mató; y no fuiste tú (Muhámmad) quien lo arrojó, cuando lo arrojaste, sino que fue Dios quien lo arrojó. (8:17) (66)

La última parte del versículo se refiere al arrojamiento de un puñado de polvo en la dirección del enemigo antes de una batalla. Pero el versículo en su totalidad alude a la realidad de que el verdadero y ontológico responsable de todas las acciones es Dios. Las acciones del ser humano sólo son buenas si es consciente de Al-láh y, en la medida en que este se diluye en esta conciencia. Rumi pone las siguientes palabras en boca de Ali (ra), que responde a la cuestión del perplejo guerrero abatido en el suelo: «¿Por qué no me matas?». Ali le contesta:

Enfundo la espada por amor a Dios, soy el siervo de Dios, no estoy bajo las órdenes del cuerpo.
Soy el león de Dios, no soy el león de mi pasión. Mi acto refleja mi religión.
Sólo soy la espada manejada por el Sol (Divino).
Me he desprendido de mí mismo, todo lo que está fuera de Dios no existe.
Soy la sombra, el Sol es mi señor. Soy el chamberlán.
No soy el velo que impide acercarnos a Él.
Estoy cubierto con las perlas de la unión, como una espada enjoyada: en la batalla hago que los hombres vivan, no que perezcan. 67
La sangre no empaña mi espada: ¿cómo podría el viento eliminar las nubes?
Soy una montaña de autocontrol, paciencia y justicia: ¿cómo podría el viento, por más furioso que sea, arrasar la montaña? (68)

El auténtico combatiente islámico quiere degollar el cuello de su propio odio con la espada del autocontrol (69); el falso, sencillamente se ensaña con el enemigo con la espada de su ensalzado ego. Para el primero, el espíritu del islam determina el yihad. Para el segundo, el odio, disfrazado de yihad, determina su religión. El contraste entre ambos es evidente.

En relación con el irresistible ejemplo de la combinación de Ali de heroísmo y santidad, señalemos también la conexión crucial que establece entre, por un lado, la victoria en la guerra interna contra el enemigo en sí mismo y, por el otro, el principio de la compasión. Esto surge de la metáfora que da Ali (ra) de la batalla perpetrada en y para el alma: el intelecto, afirma, es el líder de las fuerzas de ar-Rahman (el Compasivo). Al-hawa (deseo, capricho) dirige las fuerzas de ash-shaytan (el demonio). El alma se encuentra entre ellos, sufriendo la atracción de ambos (mutajadhiba baynahuma). El alma «entra en el reino de cualquiera de los dos que triunfe» (70).

La energía fundamental del alma no se destruye, sino que se convierte y se redirige, lejos de los objetos transitorios del deseo individualista, alejada también de ash-Shaytan y dirigida hacia lo uno, el objeto verdadero expresado por ar-Rahman. Es la compasión y la misericordia las que prevalecen ante el enemigo, en no importa qué nivel, y el intelecto entiende esta compasión en su estado normativo. Cuando el intelecto se ve afectado por el capricho y la arbitrariedad, la compasión es reemplazada por la pasión, el rencor y el odio. El enemigo es entonces combatido con sus propios términos degradados y no mediante un principio más elevado. En lugar de recordar al «Amado», se da al enemigo la satisfacción de la victoria mediante los medios empleados en la batalla. Ya no se está combatiendo para Dios porque ya no se lucha en Dios.

Finalmente, señalemos también los siguientes dichos de Ali (ra), que nos ayudan a subrayar la prioridad que debe acordarse al combate espiritual por encima de la recompensa material:

La lucha contra el alma a través del conocimiento: este es el signo del intelecto.
Los más fuertes son aquellos que se muestran más fuertes contra sus almas.
En verdad, quien combate a su propio ego, en obediencia a Al-láh y sin contradecirlo, alcanza el rango del mártir recto ante Dios.
La última batalla es la del hombre contra su yo.
Quien conoce su alma la combate.
Ningún yihad es más excelente que el yihad contra el ego. (71)

* * *

Los episodios que hemos recopilado en este capítulo como ilustraciones del yihad auténtico no deben ser considerados como representantes de un sublime pero inalcanzable ideal, sino como una expresión de la norma sagrada en la tradición islámica sobre la guerra. Este comportamiento en el campo de batalla no se ha aplicado siempre, pero se ha mantenido como principio, y con mucha frecuencia ha dado como frutos el tipo de caballerismo, nobleza y heroísmo entre los cuales hemos destacado algunos de los más conocidos.

Esta norma sagrada destaca claramente y se arraiga en los valores e instituciones de la sociedad tradicional musulmana. A través de las nubes de pasión, y a pesar del prisma distorsionado de la ideología, todavía puede verse hoy en día.

No es casual que tanto el emir Abd al-Qadir como el Imam Shamil —por no mencionar otros nobles combatientes que resistieron a la agresión imperialista de Occidente, como Umar Mukhtar en Libia, el Mahdi en Sudán o Uthman dan Fodio en Nigeria— eran adeptos del sufismo. No se trata de afirmar que el sufismo abarca la espiritualidad islámica de un modo exclusivo, pero no podemos negar que los valores espirituales del islam, tradicionalmente, han sido cultivados y llevados a la práctica de un modo más efectivo y bello por los sufís. Y son estos valores espirituales que infunden las normas éticas —en cualquier ámbito— con las que vivificar la gracia, una gracia sin la cual los actos de heroísmo y nobleza que hemos visto aquí son apenas concebibles. El sufismo no inventa los valores espirituales del islam, sino que básicamente busca darles vida, de generación en generación. Una definición importante del tasawwuf la elaboró Ali al-Hujwiri (m. 456/1063) en su Kashf al-mahjub (La manifestación de lo velado), una de las primeras y más importantes obras del sufismo clásico: «Hoy en día, el sufismo es un nombre sin una realidad. Anteriormente fue una realidad sin nombre» (72). En otras palabras, los auténticos valores del sufismo se encuentran en la época de Muhámmad (sas) y sus compañeros, donde su realidad era vivida más que etiquetada. Tras darnos la definición, al-Hujwiri añade que quien niega el sufismo está, de hecho, negando «toda la ley del Enviado y sus alabadas cualidades» (73).

A algunos les puede sorprender que negar el sufismo equivale a la negación de la ley sagrada en su totalidad, por eso debemos hacer hincapié en la palabra «totalidad». Si reducimos el islam a una observación mecánica de reglas externas, no obtendremos una religión en el sentido completo: será una religión sin vida interior. En este sentido, encontramos al gran Al-Ghazali titulando uno de sus mayores tratados Recuperación de las ciencias de la religión. En sus escritos queda patente que los valores espirituales propios del sufismo provienen de esta vida interior de la religión.

Tradicionalmente, también son los sufís quienes han asimilado con más profundidad la universalidad propia del mensaje coránico. No es sorprendente, por consiguiente, que quienes más se adentran en el sufismo, más sensibles están a la santidad de la vida humana, a la innata santidad del ser humano, sea cual sea su religión. Y tampoco sorprende que quienes se muestran más hostiles contra el sufismo son aquellos que demuestran el más pésimo desprecio por la inviolabilidad de la vida.

Cada vez es más obvio para los observadores inteligentes del mundo musulmán que los que se inclinan por la violencia forman parte de los desviados, los takfiri (74), hijos de diversos movimientos radicales que no sólo son simplemente «ideológicos», sino que también se muestran contrarios al sufismo y a la mayoría de valores sagrados en la tradición espiritual islámica.

Ahora, esta oposición vehemente a la espiritualidad de la tradición sólo puede conllevar la desacralización de la religión. Y esto, inevitablemente, va de la mano con el rechazo de la santidad de otras tradiciones. El insulto político del «otro» religioso se da en un clima donde la integridad de lo sagrado en la propia tradición ya se ha deteriorado. Atacar lo sagrado en uno mismo es el primer paso para destruir las otras religiones. Los sufís, por el contrario, son muy conscientes no sólo de la santidad de las otras creencias, sino también de las manifestaciones sagradas en la religión del «otro». Abd al-Qadir, ante la iglesia de Madeleine, exclamó: «Cuando empecé mi combate contra los franceses, pensé que eran gente sin religión. ... Iglesias como esta me hacen ver lo equivocado que estaba» (75).

Hoy en día, somos testigos del resultado de un largo proceso de desacralización que se ha desarrollado en el cuerpo político del mundo musulmán: la falsa moral disfrazada de virtud, la beatería remplazando la santidad y el sacrilegio ocupando el lugar de la religión. Este es el panorama que, bajo el nombre del islam, ha pasado de ser un camino de salvación a un pretexto para una ideología política bajo la apariencia religiosa. La reducción resulta más evidente en esa pequeña minoría de extremistas políticos que afirma representar a la umma (comunidad) pero que, al mismo tiempo, manifiesta las consecuencias más violentas del declive espiritual de esta. Sin embargo, debemos señalar que la razón por la que los extremistas actúan en nombre de la religión se debe a que la mayoría de musulmanes son todavía «religiosos» en diversos grados. En otras palabras, el recurso extremista al vocabulario religioso para legitimar la ideología yihadista es un ejemplo de la importancia de la religión en el mundo musulmán.

En efecto, el cuerpo político del ámbito islámico ha sido contaminado por un veneno que conlleva disturbios. Al mismo tiempo, recibe, del exterior, asaltos violentos que agitan al cuerpo en su esfuerzo para eliminar el virus. Lo que necesitan los musulmanes es diagnosticar la enfermedad y mostrar que la tendencia de recurrir al terrorismo es un veneno que corroe el islam y no un producto de la esencia del islam. Lograr esta diagnosis forma parte de la lucha contra el terrorismo —la «guerra contra el terror» real ocurre en este campo y entre los propios musulmanes—. Los mayores combatientes en esta batalla son aquellos que luchan intelectualmente para recuperar el islam y reivindicarlo, para recibir sus más profundos y nobles ideales, en cuya luz la amplitud del actual descarrío tildado de «islámico» puede verse claramente. Pero los esfuerzos de estos musulmanes luchando con su intelecto por el auténtico islam, y haciéndolo en Dios, ciertamente no encuentra apoyos ni en Occidente ni en las políticas que exacerban, incluso de forma inconsciente, la demonización del proceso. Estas políticas sólo logran que el virus cobre más fuerza y debilite todavía más los anticuerpos.

Por ejemplo, Khaled Abou El-Fadl —una de las voces más concisas en Estados Unidos, que reivindica la tolerancia en el islam, rechaza toda forma de violencia y lo hace basándose en la propia tradición jurídica— ha sido tachado de traidor por muchos descerebrados musulmanes. Dicen que en un tiempo donde los musulmanes están siendo masacrados en todo el mundo (Chechenia, Cachemira, Palestina, Xinjiang, Iraq, etcétera), hablar de la necesidad de ser tolerantes no sólo es una broma pesada, también significa cerrar los ojos a la intolerancia de Occidente, y así ser cómplices de su tiranía. A esto, Abou El-Fadl responde valientemente que la tolerancia está en el corazón de la tradición ética islámica y que «si los musulmanes responden de una forma contradictoria con su moralidad, entonces es que algo mucho más importante que la revuelta política se ha perdido: han visto perecer su moral» (76).

Asimismo, aquellos que han perdido sus bases morales, y que consecuentemente recurren a la violencia en nombre del islam, sólo pueden hacerlo si reducen la esencia sagrada de la religión a sus formas externas. Este tipo de reducción de la esencia a la forma —paradójica pero inevitablemente— empobrece toda forma. Privados de la savia vivificante de sus fuentes sagradas, las formas se pudren —o se derrumban en sí mismas en una autodestrucción violenta: entra el terrorista suicida—.

El emir lamentó la escasez de «adalides de la verdad» en su época. En la nuestra, nos enfrentamos con un espectáculo todavía más grotesco: los adalides del yihad auténtico vuelan en pedazos por las bombas de los suicidas que se creen mártires de la fe. Uno de los grandes mujahidin verdaderos en la guerra contra los invasores soviéticos en Afganistán, Ahmed Shah Massoud, fue la víctima de un ataque a traición por parte de dos compañeros musulmanes, en lo que evidentemente fue el primer paso de la operación que destruyó el World Trade Center. Pero al margen de la política, la razón por la que Massoud era tan popular era precisamente por su fidelidad a los valores de la batalla noble en el islam. Y fue esta fidelidad a la tradición la que lo convirtió en el peligroso enemigo de los terroristas —más peligroso que ese abstracto enemigo llamado «Occidente»—. Para considerar el asesinato indiscriminado de civiles occidentales como «yihad», los valores del verdadero yihad necesitaban ser eliminados. Su asesinato fue doblemente simbólico: Massoud encarnaba el tradicional espíritu del yihad que debía ser erradicado por quienes deseaban apropiarse de su significado; y sólo a través del suicidio —subvirtiendo así su propia alma— esta destrucción, o mejor dicho, esta aparente destrucción, podía perpetrarse. La destrucción es sólo aparente ya que, por un lado:

Sólo se destruyen a sí mismos quienes preparan un foso de fuego que arde intensamente para todos los que han llegado a creer (77)

Y, por el otro:

No digáis de los que han caído luchando por la causa de Dios: «Están muertos». Al contrario, están vivos, pero no os dais cuenta. (78)

Finalmente, hemos de señalar que, si bien es cierto que al mártir se le ha prometido el paraíso, el mártir real (shahid) es aquella persona cuya muerte verdaderamente representa un «testimonio» (shahada) de la Verdad de Dios. Es la conciencia de la Verdad que debe articular el espíritu de quien «lucha en la senda de Dios». Si se combate por cualquier otro motivo, no puede llamarse yihad, del mismo modo que quien muere en estas circunstancias no puede llamarse mártir. Sólo es shahid quien diga, con toda sinceridad:

«Ciertamente, mi oración, todos mis actos de adoración, mi vida y mi muerte son sólo para Dios, el Sustentador de todos los mundos» (6:162).

Notas

33. Corán 5:8.
34. Citado en W.B. Quandt, Revolution and Political Leadership: Algeria, 1954–68 (Cambridge MA: MIT Press, 1969), 4.
35. Para esta y otras muchas descripciones oficiales de estas atrocidades véase Roger Garaudy, Un dialogue pour les civilisations (París: Denoël, 1977), 54–65. (Edición en español: Diálogo de civilizaciones, Cuadernos para el diálogo, Madrid, 1977.) Esto lo cita Rashid Messaoudi, «Algerian-French Relations, 1830–1991» en Algeria—Revolution Revisited, ed. Reza Shah-Kazemi (Londres: Islamic World Report, 1997), 6–46.
36. Ibid., p. 10.
37. Véase Mohamed Chérif Sahli, Abdelkader—Le Chevalier de la Foi (Argel: Entreprise algérienne de presse, 1967), 131–2. Véase también nuestro ensayo «From Sufism to Terrorism: The Distortion of Islam in the Political Culture of Algeria», en Algeria—Revolution Revisited, 160–92, donde elaboramos primeramente muchos de estos aspectos.
38. Citado en Michel Chodkiewicz, The Spiritual Writings of Amir ‘Abd al-Kader (Albany: State University of New York, 1995), 2. Esta selección de textos del Mawaqif del emir muestra perfectamente la otra cara de Abd al-Qadir: su vida espiritual como maestro sufí. En esta obra, el emir comenta los versículos coránicos y los hadices, así como los escritos de Ibn Arabi, haciéndolo desde una rigurosa perspectiva esotérica. Asimismo, el emir fue nombrado warith al-ulum al-akbariyya, heredero de las ciencias akbarís, es decir, pertenecientes al Shaykh al-Akbar (el gran maestro), Ibn Arabi. Véase páginas 20–24 por este aspecto desconocido de la función del emir.
39. Véase Charles Henry Churchill, The Life of Abdel Kader (Londres: Chapman and Hall, 1867), 295.
40. Citado por Benamar Aïd, «Le Geste de l’Emir: prisonniers de guerre» en Itinéraires—Revue semestrielle éditée par la Fondation Emir Abdelkader, 6 (2003): 31.
41. Ibid., 32.
42. Ibid., 33.
43. Citado por el Conde de Cirvy en su trabajo «Napoleon III et Abd el-Kader»; véase «Document: Un portrait de l’Emir par le Comte de Cirvy (1853)» en Itinéraires 5 (2001): 11.
44. Corán 2:190. Véase el importante tratado por el último sheij de al-Azhar, Mahmud Shaltut, donde el yihad en el islam se define únicamente en términos defensivos. Esta obra, Al-Qur’an wa’l-qital, fue publicada en El Cairo en 1948, y traducida al inglés por Peters con el título «A Modernist Interpretation of Jihad: Mahmud Shaltut’s Treatise, Koran and Fighting» en su libro Jihad in Classical and Modern Islam (Leiden: Brill, 1977), 59–101.
45. Churchill, Life, 314.
46. Este incidente lo documenta Boualem Bessaïeh en «Abdelkader à Damas et le sauvetage de douze mille chrétiens», Itinéraires 6 (2003): 90.
47. Corán 4:135.
48. Churchill, Life, 318.
49. Corán 60:8.
50. Citado por Henri Teissier (obispo de Argelia) en «Le sens du dialogue inter-religions», Itinéraires 6 (2003): 47.
51. Corán 2:10.
52. Al igual que el emir, el Imam Shamil fue respetado con devoción no sólo por sus seguidores, también por los rusos. Cuando finalmente fue vencido y llevado a Rusia, se le trató como a un héroe. El libro de Lesley Blanch Sabres of Paradise (Nueva York: Caroll and Graf, 1960), aunque en ocasiones envuelto de romanticismo, refleja adecuadamente el aspecto heroico de la resistencia de Shamil. Para una perspectiva más académica, véase Moshe Gammer, Muslim Resistance to the Tsar: Shamil and the Conquest of Chechnia and Daghestan (Londres: Frank Cass, 1994). Sobre Chechenia, véase nuestro libro Crisis in Chechnia—Russian Imperialism, Chechen Nationalism and Militant Sufism (Londres: Islamic World Report, 1995), donde se ofrece una panorámica a la lucha chechena por la independencia desde el siglo XVIII hasta mediados de 1990, con un particular hincapié en el papel de las cofradías sufís en esta reivindicación.
53. Es decir, un dhimmi, alguien no musulmán que recibe el dhimma, o «protección» del estado musulmán.
54. Citado por Bessaïeh, «Abdelkader à Damas», 91–2. Véase también Churchill, Life, 321–2.
55. Citado en Churchill, Life, 323.
56. Uno de los principales objetivos del sistema educativo que subyace en La República de Platón es la de enseñar a los «guardianes» del estado cómo comportarse con dureza frente al enemigo al mismo tiempo que se es gentil con el propio pueblo (como hemos señalado, los musulmanes son descritos como violentos contra los infieles y compasivos entre los suyos). Es por este motivo que artes como la música se imparten entre las disciplinas marciales. Los combatientes como el emir Abd al-Qadir o el Imam Shamil combinaron a la perfección estos roles, gracias a las virtudes equilibradas dignas del espíritu islámico. En la guerra moderna, al contrario, enfrentarse al «enemigo» parece imposible sin una ideología que lo deshumanice y demonice. De ahí las continuas atrocidades de nuestra era «postilustrada».
57. Hemos desarrollado este aspecto en el ensayo «Selfhood and Compassion: Jesus in the Qur’an—An Akbari Perspective» en The Journal of the Muhyiddin Ibn Arabi Society 29 (2001).
58. Véase Corán 56:8-10.
59. Abu Bakr Siraj ad-Din, The Book of Certainty (Cambridge: Islamic Texts Society, 1992), 80. (Edición en español: El libro de la certeza: doctrina sufí de la fe, la visión y la gnosis, José J. Olañeta editor, Mallorca, 2002.) Véase también el ensayo de S.H. Nasr, «The Spiritual Significance of Jihad», capítulo 1 de Traditional Islam in the Modern World (Londres: Kegan Paul International, 1987); y también la sección de este libro titulada «Traditional Islam and Modernism», que permanece como una de las principales críticas del pensamiento modernista y extremista en el islam.
60. Citado por el Shaykh al-Arabi ad-Darqawi, fundador de la rama Darqawi de la tariqa sufí Shadhiliyya. Véase Letters of a Sufi Master, trad. Titus Burckhardt (Bedfont, Middlesex: Perennial Books, 1969), 9. (Edición en español: Cartas de un maestro sufí, José J. Olañeta editor, Mallorca, 1991.)
61. Véase el ensayo de Omar Benaissa «Sufism in the Colonial Period» en Algeria: Revolution Revisited, ed. R. Shah-Kazemi (Londres: Islamic World Report, 1997), 47–68, para más detalles de esta influencia religiosa de la tariqa del sheij en la sociedad argelina.
62. Alexis de Tocqueville critica con contundencia la política asimilacionista de su gobierno en Argelia. En un informe parlamentario de 1847, escribe: «No debemos inclinarlos hacia nuestra civilización europea, sino hacia la suya. ... Hemos cerrado numerosas entidades caritativas o waqf, instituciones religiosas, hemos arrasado escuelas madrasas... el reclutamiento de los hombres religiosos y expertos en la sharia ha cesado. En otras palabras, hemos convertido la sociedad musulmana en más miserable, desorganizada, bárbara e ignorante que nunca». Citado en Charles-Robert Ageron, Modern Algeria, traducido al inglés por Michael Brett (Londres: Hurst, 1991), 21.
63. Léon Roche, Dix Ans à travers l’Islam (París: 1904), p.140–1. Citado en M. Chodkiewicz, Spiritual Writings, 4.
64. Citado en Churchill, Life, 137–8.
65. Frithjof Schuon, Islam and the Perennial Philosophy (Londres: World of Islam Festival, 1976), 101. Schuon también se refiere a Ali como el representante por excelencia del esoterismo islámico. Véase The Transcendent Unity of Religions (London: Faber and Faber, 1953), 59. (Edición en español: De la unidad transcendente de las religiones, José J. Olañeta editor, Mallorca, 2004.)
66. Corán 8:17.
67. Por ejemplo el siguiente versículo del Bhagavad-Gita: «Quien crea que pueda ser un asesino, quien crea que es asesinado, ambos no tienen derecho a saber: ni da muerte, ni es asesinado». En Hindu Scriptures, traducción al inglés de R.C. Zaehner (Londres: Dent, 1966), 256. (Existen numerosas ediciones en español de esta obra, como por ejemplo: Bhagavad Gita: cantar del glorioso señor, Olañeta, Mallorca, 2005; Bhagavad Gîtâ, el canto del Señor: diálogos entre Krishna y Arjuna, príncipe de la India, Luis Cárcamo ed., Madrid, 2006; Bhagavad gita: con los comentarios aduaita de Sánkara, Trotta, Madrid, 1997.)
68. The Mathnawi of Jalalu’ddin Rumi, traducción al inglés de R.A. Nicholson (Londres: Luzac, 1926), libro 1, p. 205, líneas 3787–3794. (Edición en español: Mathanawi, editorial Sufi, Madrid, 2003) Los paréntesis los insertó Nicholson. Véase los comentarios de Schleifer sobre la narración de Rumi sobre este episodio en «Jihad and Traditional Islamic Consciousness», 197–9.
69. Como dice Rumi, continuando con el discurso de Ali. Véase libro 1, p. 207, línea 3800.
70. Citado por Abd al-Wahid Amidi en su compilación de dichos de Ali, Ghurar al-hikam (Qom: Ansariyan Publications, 2000), 2:951, no.9. «El intelecto y la pasión son opuestos. El intelecto se mueve por el conocimiento, la pasión por el capricho. El ego (nafs) está entre ambos, empujado por ellos. Quien triunfe, tendrá el nafs a su lado». (Ibid., no. 10)
71. Ibid., 1:208–11, nos. 20, 17, 8, 23, 26, 28. En nuestra publicación Justice and Remembrance—Introducing the Spirituality of Imam Ali (Londres: IB Tauris, 2005), desarrollamos estos temas en el contexto del «espíritu del intelecto» en la perspectiva de Ali.
72. Ali al-Hujwiri, The Kashf al-Mahjub—The Oldest Persian Treatise on Sufism, trad. al inglés de R.A Nicholson (Lahore: Islamic Book Service, 1992), 44.
73. Ibid., p. 44.
74. Aquellos que cometen takfir, es decir la declaración de que alguien es kafir.
75. Churchill, Life, 295.
76. Khaled Abou El-Fadl, The Place of Tolerance in Islam (Boston: Beacon Press, 2002), 98.
77. Corán 85:4-5. Seguimos aquí la traducción de Muhammad Asad de estos elípticos versículos. Véase The Message of the Qur’an (Gibraltar: Dar al-Andalus, 1984), 942. Traducción al español: El mensaje del Qur’an, Córdoba, Junta Islámica, 2001. Esta traducción también es la que hemos utilizado en todas las citas coránicas de este capítulo. N. del T.

78. Corán 2:154.