jueves, 16 de febrero de 2012

El Califato Otomano y la cuestión Palestina

-por Hayy Abdalhasib Castiñeira

Bismillahi Rahmani Rahim

El gobierno justo de los musulmanes y la organización social según el modelo profético pasó a los turcos desde la conquista de Estambul en 1457 y ha permanecido con ellos hasta la entrega del Califato en 1909, al ser depuesto Sultán Abdulhamid II, que Allah esté satisfecho con él.

La autoridad islámica está desde entonces en suspenso a la espera de que alguien, en algún punto de la tierra, vuelva a tomar los sellos del Califato entregados por Sultán Abdulhamid II y restaure el grandioso legado de una sociedad donde el Din sea restablecido en su totalidad.

Los Otomanos tenían tres principios, tres metas como civilización: Din, Daulet, Rakyat; la salvaguarda del Din, el gobierno justo y el bien del pueblo. Qué admirable civilización. Qué espléndida la sociedad civil de los Otomanos y qué triste y mezquino el ulterior devenir de las naciones surgidas por la traición contra el Califa de los musulmanes por la intriga de los conspiradores colonialistas.

La grandeza y enorme poderío de los Otomanos, tenía su fundamento en el complejo y perfecto orden social, la defensa vigorosa del Din del Islam ante los ataques de los enemigos, fueran quienes fueran, y el estricto sentido de la justicia de los Califas Otomanos. Estas nobles cualidades se desvanecieron con la caída de los Osmanli y con ellas la fuerza imponente de una era gloriosa de poder islámico.

Palestina fue entregada a los judíos, que empezaron su emigración masiva inmediatamente después de la disolución del Califato en Estambul.

Su reclamación de la mítica tierra prometida no tenía, ni tiene, ningún fundamento histórico, pues 700 años antes de la conquista de Jerusalén por Umar Ibn Al Jattab, que Allah esté complacido con él, ocurrida en el año 15 de la Hégira (año 636 de la era cristiana) la presencia de los judíos en Palestina ya era minoritaria; y el Sham había sido sucesivamente Griego y después Romano. Jesús de Nazaret, Isa Ibn Maryam, la Paz con él, nació y vivió en una provincia romana, cuyo gobernador era Poncio Pilato.                                              

El ‘Emir al-Muminin’, Umar Ibn Al Jattab, que Allah esté satisfecho con él, recibió las llaves de la ciudad de Jerusalén de manos de Sifronius, el patricio romano de Jerusalén.

Con el poder en manos de los Sultanes Otomanos de Estambul y especialmente con el último de ellos, Abdulhamid II, que Allah esté satisfecho con él, cualquier trato con los sionistas y cualquier maniobra para arrebatar la tierra de Palestina a los musulmanes era imposible.

La tierra que Allah menciona en Su Libro como “La tierra que hemos bendecido” y la Mezquita, primera Qibla de los musulmanes, y nombrada por el Creador como Masyid Al-Aqsa en el Corán, en la cual tuvo lugar el Isra' y el Miray (la Ascensión a los cielos y el Viaje Nocturno), en cuya explanada rezó el Sello y Último de todos los Mensajeros de Allah, Paz y bendiciones de Allah con él, como Imam dirigiendo el Salat de todos ellos; en cuyos cielos se ordenó a los hombres la obligación de la Oración cinco veces al día. Ésa tierra que fue declarada Waqf (fundación benéfica, inalienable hasta el fin de los días) desde el mar hasta el río y por lo tanto inviolable e innegociable, jamás hubiera sido entregada por los Sultanes musulmanes de Estambul que la gobernaron y la defendieron durante cinco siglos.

Todos los países árabes modernos, con la única excepción de Marruecos, que restableció tras el paréntesis colonial sus ancestrales instituciones islámicas y su antigua monarquía han surgido, o bien de la rebelión contra el Califa, o bien de la intriga, desde dentro, de agentes subversivos de las potencias coloniales.

La traición al Califato fue minuciosamente orquestada por las potencias europeas de la época, por Gran Bretaña principalmente, con Lawrence de Arabia a la cabeza de los desleales beduinos del Najd.

La intriga y la subversión de todos los valores e instituciones del Islam comenzó en los albores del siglo XX dJ. por una nueva casta, deslumbrada por Europa, infiltrada en todos los centros intelectuales y de influencia política y religiosa del mundo árabe. En Egipto primero, después en Turquía, en Túnez, en Iraq, en Siria y en Líbano.

El desmembramiento del poder Otomano dió lugar a la más patética serie de reinos, repúblicas y dictaduras que se haya visto en la historia; regímenes laicos que han traído sufrimiento y humillación a los musulmanes, y han sido serviles, sin excepción, a los intereses económicos (usureros) de las instituciones financieras occidentales.

Los Sultanes Otomanos, incluso en su período de mayor decadencia, durante el “Tanzimat”, ostentaban el fundamento del auténtico poder musulmán en la Tierra; y sus cimientos eran legítimos. Desde el comienzo mismo de la expansión Otomana, los Emires eran conscientes de que ellos eran la punta de lanza del Islam, y sabían que la responsabilidad del Califato recaía naturalmente sobre sus hombros.

Cuando Murad I, que Allah esté complacido con él, el tercer Sultán Otomano (que gobernó desde 1362 hasta 1389 dJ., año de su muerte como shahid en la batalla de Kosovo) estableció su capital en Bursa dió a ésta ciudad el título de “Dar al Jilafah”, Sede del Califato. No obstante, el Sultán Yavuz Selim, fué quién al conquistar Egipto a los Mamelucos en el año 1517 dJ., regresó a Estambul por barco con las “Amanaat al Muqadasaat” (La espada y el manto del Profeta Muhammad, Paz y bendiciones de Allah con él, y otras reliquias) que aún se conservan en el Palacio Topkapi de Estambul y recibió formal y legítimamente, el título de ‘Califa de Rasulullah’ (Representante del Mensajero de Allah) título que ostentaron todos y cada uno de los Sultanes Otomanos, recibido de sus antecesores de mano en mano, hasta Abdul Hamid II.-

Qué Allah les recompense a todos y a cada uno de ellos por cada Mezquita y cada Madrasa, por cada fuente que brindaba agua al viandante, y por cada Imaret que ofrecía comida y hospedaje gratuito a los viajeros y a los indigentes; por cada hospital con atención médica y medicamentos gratuitos para todos; por sus Caravanserai esparcidos por todas las rutas comerciales, que daban cobijo a los mercaderes, a sus bestias de carga y a sus mercancías, proporcionándoles escalas cada noche, con hospedaje y alimentación gratuita durante tres días y servicios tan útiles como zapatos nuevos para los comerciantes pobres, que los traían destrozados por el viaje. Por cada hospital para enfermos mentales, donde eran curados mediante la audición de música interpretada por orquestas con melodías y tonos adecuados a cada dolencia (musicoterapia); por cada batalla en la tierra y en el mar para proteger a los musulmanes de cualquier región, no sólo a los turcos, ante cualquier agresión o amenaza. Por cada Kulliyah construida en torno a las Mezquitas, que incluía un Hammam (baños), escuela, orfanato, Zawiyyah para los Sufis, hospital, comedor, biblioteca y, muchas veces, escuela coránica y escuela de Hadiz; fundaciones benéficas todas ellas sufragadas por diferentes Awqaf y sin cargo para los beneficiarios, que formaban un entramado de asistencia social que cubría todas las esferas de la vida, favoreciendo la educación, el comercio, la salud y el bienestar de todos los ciudadanos, musulmanes y no musulmanes.

¡Qué Allah les bendiga y restablezca esta generosidad y ésa grandeza por mano de una autoridad poderosa que levante la bandera del Islam!

Qué contraste tan desalentador el de los estados árabes actuales comparados con la sociedad Otomana. El poder alcanzado por medio de la traición y la rebeldía en contra del Califa de los musulmanes carecía de legitimidad islámica y, consecuentemente, no contaba ni cuenta con la báraka ni con la protección divinas, por muchas súplicas y plegarias que se alcen al cielo, lo que explica las calamidades sucesivas que aún sufren las naciones desmembradas de la Umma del Islam.

La emigración forzosa de más de cinco millones de palestinos expulsados de su tierra, la guerra de los siete días en 1967, las matanzas de Sabra y Chatila en Líbano, la masacre continuada de la población civil en Palestina, las matanzas de Homs y Hama, la devastadora guerra entre Irán e Iraq, instigada desde Washington, la entrada de las tropas americanas en la península arábiga -y su estacionamiento permanente en ella-, y en los últimos años del siglo XX dJ. las bandas de terroristas criminales con apelativo de “islámico”, que son entrenadas ideológicamente en Saudi-América y financiadas económicamente con el dinero de los petrodólares; son sólo algunas de las desgracias que han arrasado, como una calamidad natural, a los musulmanes en el breve periodo transcurrido desde la supresión del Califato Islámico de Estambul.

Lo ocurrido en Europa en Bosnia, Kosovo y Chechenia, no hubiera podido ocurrir con un poder islámico fuerte en Estambul.

La única respuesta de los líderes árabes a estos crímenes horrendos es convocar una reunión urgente, varias semanas -y a veces meses- después del hecho, cuando ya no sirve para nada, y a su conclusión emitir una declaración conjunta pidiendo a las instituciones y a la entelequia denominada “Comunidad Internacional” que intervenga para parar tanta barbarie, cuando sabemos perfectamente que es esa misma “Comunidad Internacional” quien la tolera y es, en gran medida, responsable de la situación. Después vuelven a sus palacios y despachos, hasta la próxima, manteniendo con ello una actitud cobarde y de despreciable hipocresía.

En la península árabe de los saudís, la sumisión mansa y servil a los EE.UU. y a Gran Bretaña ha creado un modelo de sociedad de castas donde el ejecutivo europeo y americano disfruta de todos los derechos, libertades y privilegios; el trabajador musulmán, árabe o asiático, vive en condiciones de libertad vigilada con ingresos míseros; y una élite de nativos, con la extensísima familia reinante a la cabeza, goza de los beneficios del petróleo, amasa fortunas desvergonzadas y es indulgente con un estilo de vida ostentoso, de indecoroso despilfarro.

De este modo han invertido completamente el noble y generoso modelo de la sociedad Otomana, heredera del modelo de justicia social de Umar Ibn Al Khattab y Umar Ibn AbdulAziz, que Allah esté complacido con ambos, que favorecía y protegía el bienestar de los musulmanes; sometía al impuesto de la Yiziah a los judíos y cristianos, brindándoles a cambio protección y liberándoles de las responsabilidades de la guerra. Donde el gobernante se mantenía en constante contacto con el pueblo y atento a sus necesidades y donde un cierto grado de austeridad y simplicidad reinaba en el entorno del Sultán.

Sultán AbdulHamid II, que Allah esté complacido con él, abandonó la decadente ostentación del Palacio rococó de Dolmabaçe a las orillas del Bósforo y se construyó su propia residencia en la colina de Yildiz, hecha en gran parte de madera pues él era carpintero.

Pero ya era demasiado tarde. El inexorable viento del Destino soplaba en contra y el ejemplo, radiante de integridad, de firmeza y de sabiduría que fue su vida, no pudo evitar el inminente cataclismo.

El modelo europeo de Nación-Estado, con su identidad histórica, su himno, su bandera y sus instituciones fabricadas apresuradamente de espaldas a la realidad histórica del Califato y de la realidad luminosa de la Sharia (la Ley Revelada), se propagó como un virus infeccioso, inyectado por los europeos, en todos los territorios del Islam.

El lamento y la queja no tienen ninguna función ni utilidad y no es el propósito de estas reflexiones una crítica, que por otra parte ya está de sobra formulada por todos -los propios árabes los primeros- dado que lamentarse y quejarse conduce a la impotencia y a la pasividad, por el contrario, es mi convicción que el amor y el respeto por los Califas Otomanos y el conocimiento de su historia -que ha llegado hasta el siglo XX dJ.- de su modo de gobierno y de sus muchos y admirables logros; y la defensa de su buen nombre contra quienes les difaman, es el camino que hará resurgir el deseo por el retorno del Califato y la inspiración que mostrará la forma para lograrlo. InshaAllah.


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