lunes, 29 de abril de 2013

Conociendo nuestra Historia. Parte II: La Renuncia al Sufismo.

Bismillahi Rahmani Rahim

Hace apenas un siglo, el Islam en su totalidad vivía bajo la positiva influencia de la espiritualidad sufí. Directa o indirectamente, la inmensa mayoría de los musulmanes mantenía vínculos con maestros o métodos tradicionales que los iniciaban en la vivencia de los orígenes más profundos del Islam. El sufismo (Tasawwuf) no es más que el Islam en sus raíces. El Tasawwuf es la renovación constante del primer instante del Islam.
            Se ha extendido una idea equivocada sobre la espiritualidad sufí. No es la vocación mística de un sector de los musulmanes ni es una ‘secta secreta’ dentro del Islam. El sufismo es la columna vertebral del Islam, el garante de su fidelidad a sí mismo y el estructurador de su cultura y de su civilización. La suposición de que se trata de un hecho aislable es lo que está en el origen de una interpretación que lo desvincula de su propia realidad.
            Pero ese ‘aislamiento’ del sufismo fue la consecuencia de una hábil estrategia colonial. Cuando se repasa la bibliografía occidental que hay sobre el tema, la realizada por los militares ‘sobre el terreno’, se descubre con facilidad que la desarticulación de las solidaridades sufíes era un objetivo prioritario. El Islam era un mundo descentralizado en el que se amaba apasionadamente la independencia, y su estructura tribal y acéfala traducía ese espíritu. Y frente a cualquier agresión se ponía en funcionamiento los resortes indefinidos del Yihâd, y todos entendían un lenguaje común no articulado en palabras que movilizaba a la población, poniéndose a su cabeza los maestros sufíes, sabios aglutinadores de esas aspiraciones. Con sus discípulos y la simpatía activa de los musulmanes, los representantes de las escuelas sufíes encabezaron siempre las luchas contra la empresa colonial de Occidente.
            La eficacia de ese entramado ‘secreto’ (porque era incomprensible para los militares europeos, y ya lo es, por desgracia, para muchos musulmanes) era enorme. Se aplastaba una sublevación, pero inmediatamente surgía otra, y la anterior no tardaba en recuperarse, y así en una constante guerra que impedía un asentamiento definitivo y desgastaba la moral de los agresores. Cuando se descubrió que las fraternidades sufíes estaban invariablemente detrás de esa tenaz resistencia y eran la clave de la combatividad de los musulmanes, se elaboró la estrategia de desarticulación: elaboración de censos, clasificación, corrupción de ‘jefes’, creación de ‘líderes’ sujetos a la obediencia colonial, confiscación de bienes, clausuración de centros de reunión (las zawiyas), reordenación del territorio, potenciación de las ciudades (más controlables), y, sobre todo, una eficaz propaganda que perseguía desprestigiar el sufismo.
            Es muy interesante repasar esa bibliografía a la que hemos hecho referencia más arriba (aconsejamos, por ejemplo, la lectura de Les Confréries Religieuses Musulmanes de M. Jules Cambon, gobernador general de Argelia, publicado en París en 1897). En ella encontramos todas las descalificaciones que aún se repiten contra el sufismo. Era la visión de los militares y los misioneros, la cual ha arraigado profundamente, incluso entre los propios musulmanes. Los militares vencieron y los misioneros reeducaron a los ‘indígenas’, inoculándoles sus explicaciones. El rechazo a la intervención colonial sólo podía deberse al oscurantismo, el espíritu supersticioso y bárbaro de ‘sicarios’ envenenados por ‘santones’ sin escrúpulos. La solidaridad era fanatismo. Los ‘misteriosos’ mecanismos que ponían en pie contra Occidente a la población había que buscarlos en la actuación de ‘logias secretas’ (las zawiyas), que eran la ‘masonería’ del Islam. Su lenguaje, incomprensible, era ‘esoterismo’. Poco a poco se fue elaborando la imagen del sufí como elemento aislable, y al que había que aislar y acusar de todos los males, acabando así con todas las posibilidades de resistencia a la dominación militar y a la evangelización.
            Una vez firmemente asentado el colonialismo, la desinformación programada se mantuvo constante, y a una o dos generaciones enteras de musulmanes se les enseñó que el sufismo era oscurantismo y superstición, que los maestros sufíes eran traidores a los intereses de los musulmanes (bien porque se oponían a la modernización, bien porque se hubieran aliado al colonialismo, de lo que había muchos ejemplos entre los ‘líderes’ artificiales). El sufismo -espíritu del Islam- fue así diferenciado y separado, y los musulmanes podían renunciar a él ‘sin dejar de ser musulmanes’. Para ellos, renunciar al sufismo era renunciar al atraso y la decadencia, mientras que en realidad era renunciar, sin saberlo, a sí mismos.
            El ‘Islam’ se trasladó a las ciudades. En ellas se crearía el ‘Islam oficial’ que gozaría de todos los privilegios y tendría acceso a los nuevos y eficaces circuitos de divulgación. Ese Islam adocenado y modernizado se habilitó a sí mismo como ideología o como religión de Estado, según los casos. Occidente prefiere ese Islam oficial, válido como interlocutor o enemigo, y no ese otro Islam tradicional de perfiles indefinidos, escurridizo en esencia.
            El Islam oficial fue el resultado del amplio movimiento reformador (el Ish) al que aludíamos en el artículo anterior. Los intelectuales musulmanes urbanos, acostumbrados ya a una realidad que nada tenía que ver con la que había sido la de sus antepasados, reinterpretarían el Islam desde claves adquiridas en el contacto con Occidente y bosquejarían un nuevo Islam, más ‘civilizado’ y ‘aséptico’, muy moralista y dogmático, a semejanza del modelo que se les ofrecía: el cristianismo pujante.
            No obstante, entre los reformadores prevalecía una actitud moderada. Será el wahhabismo el que, apropiándose del aspecto salafí de la Reforma (el deseo de retorno a las fuentes del Islam, pasando por alto siglos de historia del Islam -siglos de decadencia y superstición, dirían haciéndose eco de sus maestros orientalistas-) el que ensombrecería definitivamente el panorama. El wahhabismo fue hábilmente empleado para intentar aniquilar cualquier posibilidad para el sufismo, que por supuesto seguía muy vivo entre amplios sectores de la población, aunque ya sin prestigio ni márgenes para su influencia social. Las proporciones que ha adquirido el wahhabismo en la actualidad no son casuales: su alianza con la dinastía saudí y la riqueza del petróleo ha contribuido poderosamente en el triunfo de una ideología criminal y agresiva que no hubiera dejado de ser anecdótica y sin futuro en un desarrollo normal del Islam.
            Con el wahhabismo ya no hay una simple renuncia al sufismo, sino un rechazo frontal. Junto a los chiítas y las mujeres, los sufíes son los grandes pesadillas de esa monstruosidad a la que se da el nombre de wahhabismo. El wahhabismo fue también resultado de las estrategias coloniales. Con esa ideología ramplona, los ingleses consiguieron que el Yihâd se volviera contra los musulmanes. Lo primero que hicieron los wahhabíes fue declararse en exclusiva los únicos musulmanes puros y luchar contra los que habían dejado de serlo (el resto del mundo musulmán): los chiítas eran apostatas, los sufíes son adoradores de tumbas, las mujeres se han quitado el velo y han perdido el pudor, etc. Fueron enmarañándose en sus obsesiones hasta convertirse en auténticos enemigos de los musulmanes. Así fue como el colonialismo consiguió tener a los musulmanes entretenidos entre ellos disputando bizantinamente sobre nimiedades en la mayoría de los casos.
            Por su parte, desvinculado del Islam, algunos aspectos del sufismo comenzaron a ser interesantes para algunos europeos. El esoterismo que se le atribuye, su supuesto carácter de conveniente sólo para iniciados, podía ser del gusto de algunos sectores elitistas. Después, la proliferación en Occidente de sectas de todo tipo se acompañó de la elaboración de un sufismo ‘universalista’, ‘amoroso’, ‘poético’, muy a lo New Age, para el crecimiento personal y esas cosas. Algunos europeos y también algunos ‘indígenas’ avispados aprovechan la ocasión y se hacen gurús del neo-sufismo de El Principito.
            Muy poco de ello tiene que ver con los muÿâhidîn que lucharon contra los ejércitos coloniales. El aislamiento, los tópicos, las simplificaciones, las generalizaciones, el que los verdaderos sufíes sean absolutamente indiferentes a esas movidas, todo ello hay ido configurando lo que la gente entiende hoy por sufismo, ya sea en los niveles ‘académicos’ o en el seno de las sectas amorosas.
            No obstante, el sufismo ni mucho menos ha desparecido. Al contrario, en medio de contradicciones, da muestras de recuperación. Hay todavía una gran cantidad de maestros vivos, de la talla de los genios de la época clásica del Islam. Ese Islam es el menos accesible para los europeos, pero sigue vertebrando a una gran parte de la Nación musulmana. En cualquier caso, el Islam está más allá incluso del sufismo, porque en sí es un ‘secreto’, algo para lo que no hay palabras, ni tan siquiera la de los sufíes, que son meras aproximaciones. Ese Islam que está en las raíces, es inextinguible porque es la esencia de la vida misma, y vibra incluso en los musulmanes más alejados de sus ‘fuentes’. Es ahí donde está la clave indecible del futuro del Islam, wa llâhu walíyu t-tawfîq, wal-hámdu lillâhi rábbi l-‘âlamîn.
 
Fuente: Musulmanes Andaluces.

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