Hace apenas un siglo, el Islam en su totalidad vivía
bajo la positiva influencia de la espiritualidad sufí. Directa o
indirectamente, la inmensa mayoría de los musulmanes mantenía vínculos con
maestros o métodos tradicionales que los iniciaban en la vivencia de los
orígenes más profundos del Islam. El sufismo (Tasawwuf) no es más que el
Islam en sus raíces. El Tasawwuf es la renovación constante del primer
instante del Islam.
Se
ha extendido una idea equivocada sobre la espiritualidad sufí. No es la
vocación mística de un sector de los musulmanes ni es una ‘secta secreta’ dentro
del Islam. El sufismo es la columna vertebral del Islam, el garante de su
fidelidad a sí mismo y el estructurador de su cultura y de su civilización. La
suposición de que se trata de un hecho aislable es lo que está en el origen de
una interpretación que lo desvincula de su propia realidad.
Pero
ese ‘aislamiento’ del sufismo fue la consecuencia de una hábil estrategia
colonial. Cuando se repasa la bibliografía occidental que hay sobre el tema, la
realizada por los militares ‘sobre el terreno’, se descubre con facilidad que
la desarticulación de las solidaridades sufíes era un objetivo prioritario. El
Islam era un mundo descentralizado en el que se amaba apasionadamente la
independencia, y su estructura tribal y acéfala traducía ese espíritu. Y frente
a cualquier agresión se ponía en funcionamiento los resortes indefinidos del
Yihâd, y todos entendían un lenguaje común no articulado en palabras que
movilizaba a la población, poniéndose a su cabeza los maestros sufíes, sabios
aglutinadores de esas aspiraciones. Con sus discípulos y la simpatía activa de
los musulmanes, los representantes de las escuelas sufíes encabezaron siempre
las luchas contra la empresa colonial de Occidente.
La
eficacia de ese entramado ‘secreto’ (porque era incomprensible para los
militares europeos, y ya lo es, por desgracia, para muchos musulmanes) era
enorme. Se aplastaba una sublevación, pero inmediatamente surgía otra, y la
anterior no tardaba en recuperarse, y así en una constante guerra que impedía
un asentamiento definitivo y desgastaba la moral de los agresores. Cuando se
descubrió que las fraternidades sufíes estaban invariablemente detrás de esa
tenaz resistencia y eran la clave de la combatividad de los musulmanes, se
elaboró la estrategia de desarticulación: elaboración de censos, clasificación,
corrupción de ‘jefes’, creación de ‘líderes’ sujetos a la obediencia colonial,
confiscación de bienes, clausuración de centros de reunión (las zawiyas),
reordenación del territorio, potenciación de las ciudades (más controlables),
y, sobre todo, una eficaz propaganda que perseguía desprestigiar el sufismo.
Es
muy interesante repasar esa bibliografía a la que hemos hecho referencia más
arriba (aconsejamos, por ejemplo, la lectura de Les Confréries Religieuses Musulmanes de M. Jules Cambon,
gobernador general de Argelia, publicado en París en 1897). En ella encontramos
todas las descalificaciones que aún se repiten contra el sufismo. Era la visión
de los militares y los misioneros, la cual ha arraigado profundamente, incluso
entre los propios musulmanes. Los militares vencieron y los misioneros
reeducaron a los ‘indígenas’, inoculándoles sus explicaciones. El rechazo a la
intervención colonial sólo podía deberse al oscurantismo, el espíritu
supersticioso y bárbaro de ‘sicarios’ envenenados por ‘santones’ sin
escrúpulos. La solidaridad era fanatismo. Los ‘misteriosos’ mecanismos que
ponían en pie contra Occidente a la población había que buscarlos en la
actuación de ‘logias secretas’ (las zawiyas), que eran la ‘masonería’ del Islam.
Su lenguaje, incomprensible, era ‘esoterismo’. Poco a poco se fue elaborando la
imagen del sufí como elemento aislable, y al que había que aislar y acusar de
todos los males, acabando así con todas las posibilidades de resistencia a la
dominación militar y a la evangelización.
Una
vez firmemente asentado el colonialismo, la desinformación programada se
mantuvo constante, y a una o dos generaciones enteras de musulmanes se les
enseñó que el sufismo era oscurantismo y superstición, que los maestros sufíes
eran traidores a los intereses de los musulmanes (bien porque se oponían a la
modernización, bien porque se hubieran aliado al colonialismo, de lo que había
muchos ejemplos entre los ‘líderes’ artificiales). El sufismo -espíritu del
Islam- fue así diferenciado y separado, y los musulmanes podían renunciar a él
‘sin dejar de ser musulmanes’. Para ellos, renunciar al sufismo era renunciar
al atraso y la decadencia, mientras que en realidad era renunciar, sin saberlo,
a sí mismos.
El
‘Islam’ se trasladó a las ciudades. En ellas se crearía el ‘Islam oficial’ que
gozaría de todos los privilegios y tendría acceso a los nuevos y eficaces
circuitos de divulgación. Ese Islam adocenado y modernizado se habilitó a sí
mismo como ideología o como religión de Estado, según los casos. Occidente
prefiere ese Islam oficial, válido como interlocutor o enemigo, y no ese otro
Islam tradicional de perfiles indefinidos, escurridizo en esencia.
El
Islam oficial fue el resultado del amplio movimiento reformador (el Islâh)
al que aludíamos en el artículo anterior. Los intelectuales musulmanes urbanos,
acostumbrados ya a una realidad que nada tenía que ver con la que había sido la
de sus antepasados, reinterpretarían el Islam desde claves adquiridas en el
contacto con Occidente y bosquejarían un nuevo Islam, más ‘civilizado’ y
‘aséptico’, muy moralista y dogmático, a semejanza del modelo que se les
ofrecía: el cristianismo pujante.
No
obstante, entre los reformadores prevalecía una actitud moderada. Será el
wahhabismo el que, apropiándose del aspecto salafí de la Reforma (el deseo de
retorno a las fuentes del Islam, pasando por alto siglos de historia del Islam
-siglos de decadencia y superstición, dirían haciéndose eco de sus maestros
orientalistas-) el que ensombrecería definitivamente el panorama. El wahhabismo
fue hábilmente empleado para intentar aniquilar cualquier posibilidad para el
sufismo, que por supuesto seguía muy vivo entre amplios sectores de la
población, aunque ya sin prestigio ni márgenes para su influencia social. Las
proporciones que ha adquirido el wahhabismo en la actualidad no son casuales:
su alianza con la dinastía saudí y la riqueza del petróleo ha contribuido
poderosamente en el triunfo de una ideología criminal y agresiva que no hubiera
dejado de ser anecdótica y sin futuro en un desarrollo normal del Islam.
Con
el wahhabismo ya no hay una simple renuncia al sufismo, sino un rechazo
frontal. Junto a los chiítas y las mujeres, los sufíes son los grandes
pesadillas de esa monstruosidad a la que se da el nombre de wahhabismo. El
wahhabismo fue también resultado de las estrategias coloniales. Con esa
ideología ramplona, los ingleses consiguieron que el Yihâd se volviera contra
los musulmanes. Lo primero que hicieron los wahhabíes fue declararse en
exclusiva los únicos musulmanes puros y luchar contra los que habían dejado de
serlo (el resto del mundo musulmán): los chiítas eran apostatas, los sufíes son
adoradores de tumbas, las mujeres se han quitado el velo y han perdido el
pudor, etc. Fueron enmarañándose en sus obsesiones hasta convertirse en
auténticos enemigos de los musulmanes. Así fue como el colonialismo consiguió
tener a los musulmanes entretenidos entre ellos disputando bizantinamente sobre
nimiedades en la mayoría de los casos.
Por
su parte, desvinculado del Islam, algunos aspectos del sufismo comenzaron a ser
interesantes para algunos europeos. El esoterismo que se le atribuye, su
supuesto carácter de conveniente sólo para iniciados, podía ser del gusto de
algunos sectores elitistas. Después, la proliferación en Occidente de sectas de
todo tipo se acompañó de la elaboración de un sufismo ‘universalista’,
‘amoroso’, ‘poético’, muy a lo New Age, para el crecimiento personal y esas
cosas. Algunos europeos y también algunos ‘indígenas’ avispados aprovechan la
ocasión y se hacen gurús del neo-sufismo de El
Principito.
Muy
poco de ello tiene que ver con los muÿâhidîn que lucharon contra los ejércitos
coloniales. El aislamiento, los tópicos, las simplificaciones, las
generalizaciones, el que los verdaderos sufíes sean absolutamente indiferentes
a esas movidas, todo ello hay ido configurando lo que la gente entiende hoy por
sufismo, ya sea en los niveles ‘académicos’ o en el seno de las sectas
amorosas.
No obstante, el sufismo ni mucho
menos ha desparecido. Al contrario, en medio de contradicciones, da muestras de
recuperación. Hay todavía una gran cantidad de maestros vivos, de la talla de
los genios de la época clásica del Islam. Ese Islam es el menos accesible para
los europeos, pero sigue vertebrando a una gran parte de la Nación musulmana.
En cualquier caso, el Islam está más allá incluso del sufismo, porque en sí es
un ‘secreto’, algo para lo que no hay palabras, ni tan siquiera la de los
sufíes, que son meras aproximaciones. Ese Islam que está en las raíces, es
inextinguible porque es la esencia de la vida misma, y vibra incluso en los
musulmanes más alejados de sus ‘fuentes’. Es ahí donde está la clave indecible
del futuro del Islam, wa llâhu walíyu
t-tawfîq, wal-hámdu lillâhi rábbi l-‘âlamîn.
Fuente: Musulmanes Andaluces.