El Imperio otomano (mejor sería
hablar de Califato otomano) fue la última gran potencia musulmana (desde el año
1365 al 1924). Su larga existencia acabó en una grave crisis en medio del auge
del colonialismo occidental, que desmembró la unidad islámica representada y
mantenida por los otomanos, se repartió sus territorios y dio origen a la
actual Turquía.
El Imperio era un extraordinario crisol de culturas, y en él
convivían gentes de todas las razas y credos. Blasco Ibáñez visitó Estambul en
1907, poco antes de los drásticos cambios que darían al traste con el Imperio
otomano, y dijo: “Por interesante que sea el futuro, no llegará a serlo
tanto como el presente. La Europa occidental, con sus ciudades cómodas y
uniformes, no podrá borrar de mi memoria el recuerdo de esta aglomeración de
razas, lenguas, colores, libertades inauditas y despotismos irresistibles, que
ofrece la metrópoli del Bósforo“.
Sin embargo, una de las excusas enarboladas por las
potencias europeas para disimular los intereses y ambiciones que las empujaban
a rivalizar por ocupar los territorios del Islam fue el supuesto mal trato que
las minorías recibían entre los musulmanes. Fue la misma justificación que
estuvo en el origen de las Cruzadas, y durante siglos fue alimentada a base de mentiras.
La capital del Imperio, Estambul, era un espejo de su
conjunto, un Estado islámico que abarcaba, todavía en el siglo XIX, extensos
territorios en el norte de África, en las costas de Arabia, las del Caspio y el
Mar Negro, los Balcanes, y prácticamente todo el Próximo Oriente desde el
Mediterráneo hasta la frontera con Irán, a más de su territorio central: la
península de Anatolia.
Sin embargo, este Imperio o Estado se estaba desintegrando y
desarticulando desde el siglo XVII, perdiendo poco a poco la coherencia entre
sus partes, la fuerza del conjunto, la organización que lo caracterizó en los
siglos anteriores y le permitió ser el último de los imperios
mediterráneo-asiáticos. Mientras el Imperio otomano establecía alianzas
cambiantes con los principales Estados del continente europeo, y éstos se
vigilaban unos a otros para evitar el dominio de cualquiera de ellos -el
Imperio austrohúngaro, Alemania, Francia, el Imperio ruso-, se iba forjando la
fuerza económica, militar y política de Inglaterra y de los Estados Unidos, y
el ritmo de los intercambios oceánicos dejaba al Imperio afro-euro-asiáticos de
los otomanos en una especie de cerco, hasta su caída final, entre 1908 y 1924.
Y el reparto de su herencia.
La decadencia del Mediterráneo
desde el siglo XVII
El Imperio otomano (h. 1365-1924) fue una gran potencia en
el Mediterráneo hasta comienzos del siglo XVII. Entonces empieza su lento y
progresivo debilitamiento, debido sobre todo al auge que toma el comercio
atlántico y al proyecto de economía mundial que diseñan y siguen los países
nórdicos dueños de las rutas atlánticas. A ellos se suman luego, cada vez con
más fuerza, los Estados Unidos de América del Norte. El Mediterráneo se
convierte, tras los Grandes Descubrimientos geográficos, en un espacio
secundario, y permanecerá como tal a partir de entonces. Pero sólo esto no
explica la gran decadencia de los países del área mediterránea, que afectó
incluso a España y a su Imperio. En realidad, el mundo mediterráneo, a partir
de los años 1570, fue hostigado, atropellado y saqueado por navíos y mercaderes
nórdicos, los cuales no construyeron su primera fortuna gracias a las Compañías
de Indias o a sus aventuras por los siete mares del mundo. Se volcaron primero
sobre las riquezas existentes en el Mediterráneo y se apoderaron de ellas
empelando todos los medios, mejores y peores. Inundaron, por ejemplo, el
Mediterráneo de productos baratos, a menudo mercancías de mala calidad pero que
imitaban a conciencia los excelentes tejidos del Sur, adornándolos incluso con
sellos venecianos universalmente famosos a fin de vender este ‘label’ en los
mercados ordinarios de Venecia. A causa de esto la industria mediterránea
perdía simultáneamente su clientela y su reputación.
Por eso, la historiografía que analiza la batalla de Lepanto
(1571), en que la flota otomana sufrió una importante derrota, como un motivo
de satisfacción para Europa, actualmente reconsidera todas las implicaciones
que el debilitamiento de las principales fuerzas mediterráneas tenía para el conjunto
de ellas, a la luz de lo antes señalado.
La gran expansión otomana, por el Danubio, el Mar Negro y el
Cáucaso, y por los países árabes, se produce a lo largo del siglo XVI,
ampliándose en el XVII por territorios iraníes. El Imperio otomano ofrecía,
pues, un amplísimo mercado que atrajo a los comerciantes europeos.
Las concepciones y prácticas del comercio eran muy
distintas, ya en el siglo XVII, entre el Imperio otomano y los países
mercantilistas. En el primero se recibían los productos extranjeros con
satisfacción y se procuraba no exportar lo propio, sino mantenerlo para consumo
dentro del Estado. Se trataba de conservar lo que se tenía dentro, de mantener
estable el sistema de artesanía, agricultura, con sus gremios y grupos, y se
favorecía a los comerciantes y mercaderes extranjeros mediante licencias y
facilidades, que podrán ser retiradas cuando sus productos no interesaban. En
general, la actitud otomana respecto a los comerciantes extranjeros era
sumamente abierta y liberal, como en ningún otro Estado del mundo.
Las capitulaciones y la
protección de las minorías
Lo que había sido política comercial controlada por el
estado otomano se convierte en una situación de creciente dependencia
económico-político-social desde 1774. La paz de Künük Kainardyi imponía
inusitadas condiciones al Imperio tras la derrota de éste ante los rusos: los
zares adquirían el derecho a proteger a la Iglesia ortodoxa en el territorio
del Imperio otomano. Tras la siguiente guerra, en 1806, la protección a la Iglesia
ortodoxa se convirtió en protección a los cristianos ortodoxos.
El término protección debe ser entendido en el
contexto político en que se produce. No se trata de un término vago, de
implicaciones espirituales, culturales, ni una actitud de reacción ante
posibles injusticias o peligros. Se trata de eliminar uno de los fundamentos
del Estado otomano, de su constitución como Estado islámico. El estado islámico
que es el otomano, los no musulmanes son súbditos del Estado, y están bajo la protección
de éste, precisamente teniendo en cuenta su carácter minoritario. El Estado
confesional islámico es, en este sentido, un Estado para musulmanes y no
musulmanes. Y el Imperio otomano era así un Estado que gobernaba a creyentes y
no creyentes, y que a todos ellos les otorgaba la nacionalidad otomana.
La sustracción de los cristianos ortodoxos a la protección
otomana era una forma de atacar al Estado en sus mismos fundamentos políticos.
Si, además, tenemos en cuenta que gran parte de los cristianos se dedicaban tradicionalmente
al comercio con Europa, podemos ver que el sistema de licencias comerciales
desaparecía, sustituido por las llamadas capitulaciones, es decir, el
reconocimiento a las potencias europeas de derechos indefinidos temporalmente,
en el plano político-comercial-confesional.
Comienza aquí una etapa de desarticulación del Imperio, de
penetración confesional-político-comercial europea, de ambiciones ilimitadas,
como el propio mercantilismo. Ese fue el régimen moderno que rigió las
relaciones internacionales con el Imperio otomano.
Las pretensiones proteccionistas, en el sentido
señalado, venían de Estados en los cuales la pluralidad religiosa era
prácticamente desconocida, o había sido desarraigada por métodos generalmente
violentos. La ideología que sustentaba sus reclamaciones de protección a los
cristianos del Imperio otomano -los otomanos cristianos- era un proyección de
sus propias actitudes negativas ante las gentes de distinta confesión
religiosa. En esta época se fomenta, por parte de los Estados europeos, la idea
de que el Estado otomano, y en general los estados islámicos, dejan fuera de la
ciudadanía a los no musulmanes, como si se tratara de una especie de elemento
apátrida inserto en el conjunto, o como si fueran extranjeros.
Así, el zar Nicolás I de Rusia intentó extender los derechos
de protección a todos los cristianos, ortodoxos o no, del Imperio, de las
zonas danubianas o de cualquier otra.
Muy pronto desarrollaron una política semejante otras
potencias. Francia, por ejemplo, se presentaba desde el siglo XVIII como
protectora de los católicos, y Gran Bretaña y los Estados Unidos lo hacían como
protectoras de los protestantes. Los drusos -según Gran Bretaña en especial
situación de inferioridad entre la mayoría de musulmanes- debían ser protegidos
por los británicos. Los judíos, que en el Imperio ruso eran perseguidos, fueron
protegidos en el Imperio otomano por los zares. Los judíos otomanos -los
otomanos judíos- gozaban de mayor consideración en el estado islámico que en
cualquier Estado europeo, sin haber sido objeto de persecuciones o expulsiones,
pero poco a poco fueron objeto de interés de la protección combinada de
gran Bretaña, Rusia, Francia y los Estados Unidos.
Muchos de los judíos otomanos ocupaban, como los cristianos,
importantes puestos en la Administración, y tenían las riendas de los contactos
directos con los importadores europeos.
La protección se combinaba con las capitulaciones,
que en turco y en árabe se llamaron imtiyâzât, es decir, privilegios o
prerrogativas. Consistían en que los comerciantes, traductores, ayudantes
diversos, de nacionalidad otomana (cristianos, judíos y, a veces, musulmanes)
que trabajaban con o para los europeos podían ser juzgados según las leyes de
éstos, y no según las leyes otomanas. A tal efecto se constituyeron tribunales
especiales, en el Imperio otomano, tanto en cuestiones económicas como en las
criminales y otras. Y estos tribunales, que juzgaban sobre propiedades, actos,
sucesos que pertenecían al ámbito estatal otomano, podían llegar a ser
constituidos únicamente por abogados y jueces extranjeros. En otras ocasiones,
si el juicio afectaba a ciudadanos protegidos por europeos, y a
ciudadanos que no entraban en dicho ámbito, se formaban tribunales mixtos.
La desarticulación político-social introducida mediante
estas capitulaciones es una de las causas de la caída del Imperio otomano.
Desde su introducción fue en aumento el número de súbditos otomanos que se
cogía a la protección extranjera, eludiendo así obligaciones impositivas
y responsabilidades ante el Estado otomano, y participando de los beneficios
económicos generados por el mercantilismo europeo en Oriente. Siendo la mayor
parte de estos intermediarios comerciales, burocráticos y políticos, no
musulmanes, entonces sí empezó una relación de hostilidad por parte de los
musulmanes otomanos de las capas más débiles hacia esos compatriotas que
gozaban de privilegios dentro del Imperio. Los fuertes choques habidos entre
musulmanes, drusos y cristianos desde el siglo XIX aparecen como un fenómeno
sin precedentes en la historia otomana, y son más bien el resultado del régimen
de capitulaciones.
La historiografía contemporánea y posterior, desarrollada
predominantemente bajo la ideología europea colonial, ha tendido a convertir en
causa lo que, en términos histórico-cronológicos, era un efecto. Así, el
conjunto de los enfrentamientos entre cristianos, musulmanes y drusos, dentro
del Líbano y Siria, entre 1840 y 1860, fue presentado en Europa como una guerra
de religión, de ancestrales motivaciones, que justificaría la intervención
armada de Francia y otras potencias europeas, para proteger a los cristianos, o
a los drusos, o para ponerles de acuerdo. En cambio, una historiografía más
atenta al desarrollo real de los hechos muestra los conflictos antes señalados
como resultantes, principalmente, de la intervención extranjera en la sociedad
mediante el sistema de capitulaciones, que se extiende desde el último cuarto
del siglo XVIII.
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