Hamza ud Din |
Cuenta
una vieja leyenda oriental que, en cierta ocasión, un músico de reconocida
reputación fue conducido una noche, muy a su pesar, a una reunión cortesana, a
fin de amenizar la velada con su arte musical, al parecer sublime. Para
comenzar, aquel músico, cuya identidad luego revelaremos, interpretó ciertas
melodías que causaron la hilaridad de un auditorio fatuo y jactancioso. Más
tarde, atacó unos sones tan tristes que consiguieron arrancar el llanto de los
allí presentes. Finalmente, concluyó con algunas piezas selectas que durmieron
al respetable, momento éste que el músico, verdadero mago del sonido, aprovechó
para desaparecer sin ser visto de aquella reunión de gentes intrigantes, envanecidas
por la celebridad.
La
leyenda, cuyo protagonista no es otro que el célebre filósofo -a parte de
excelente músico, como ha quedado visto- Abú Nasr al-Farabí (m. 960), autor de
Kitâb-ul-musîqa-l-kabîr, El gran libro de la música, subraya la influencia que
la música puede llegar a ejercer sobre el ser humano en un momento dado. La
música no constituye un mero entretenimiento, ni es tampoco un medio de
comunicación o de transmisión de significaciones, de ahí que muchas veces sea
más importante el cómo se dice -o canta- que el qué se dice -o canta-. La
estética musical en tierras del Islam siempre ha estado muy alejada de la
concepción europea del arte por el arte. El primer grado de la música pensada y
hecha por musulmanes hace referencia a las emociones, a los sentimientos, a los
afectos. Para los teóricos árabopersas de la música, ésta posee una gran
capacidad movilizadora -¿acaso emoción no significa poner en movimiento?-. Es,
en este sentido, en el que hablamos de la música sufí en tanto que tibbu-l-aruah
o verdadera medicina de las almas.
El poder
de la música, incluido su poder terapéutico, es una cuestión que ha suscitado
una amplia reflexión intelectual desde fechas bien tempranas. Ya los antiguos
griegos, de Pitágoras y su fecunda escuela de seguidores, a Platón -la
formación musical constituye uno de los temas recurrentes de La república- y
Aristóteles, realizaron notables aportaciones a propósito de de la naturaleza
del sonido y sus efectos sobre las emociones, el carácter, el comportamiento y
también, por supuesto, la salud.
Pero, si
hoy tenemos noticia de dicho legado clásico es gracias a la intervención
mediadora de los hombres de ciencia del Islam medieval, árabes y persas en su
gran mayoría. Durante la Edad Media, la música comienza a adquirir valor en
tanto que objeto relevante de interés intelectual a medida que van vertiéndose
al árabe, la lengua de conocimiento entonces, el viejo saber musical griego a
pique de perderse.
Con todo,
la labor de los sabios musulmanes no se limitó, en modo alguno, a una función
de mera traslación mimética de todo cuanto recibieron de los griegos,
principalmente, pero también de otros pueblos, como a veces se ha afirmado un
tanto injustamente. Muy al contrario, aumentaron, modificaron, corrigieron y,
en muchos casos incluso, arrojaron nueva luz sobre determinadas disciplinas del
saber, como es el caso, precisamente, de la teoría musical, tal como bien ha
apuntado el musicólogo Amnon Shiloah.
El
advenimiento del Islam y su posterior contacto con otras tradiciones tanto
antiguas como contemporáneas, implicará una nueva concepción general del saber.
Las denominadas ciencias de los antiguos, también consideradas ciencias
mundanas, incluían, entre otras, la lógica, las matemáticas, la medicina, la
física y, por supuesto, la música. Sin embargo, en la práctica generalidad del
contexto islámico medieval, con la única excepción del polígrafo andalusí Ibn
Hazm de Córdoba, tanto en la clasificación de las ciencias del citado
al-Farabí, como en Ibn Sina o en los Hermanos de la Pureza (Ijuán as-safâ),
la música no aparece como un saber independiente, sino que está incluida
siempre en la ciencia matemática. Efectivamente, así como la poesía se enmarca
en el campo más amplio de las ciencias del lenguaje, la música, que une destreza
técnica e influencia en el psiquismo humano, forma parte de las matemáticas,
junto a la aritmética -¡la ciencia del ritmo!, la geometría y la astronomía.
Pero, a
pesar de todo lo dicho, no podemos ocultar la ambivalencia que el arte y la
ciencia musicales han tenido y tienen en el ámbito del Islam. En efecto, la
oposición al hecho musical por parte de un buen número de juristas de ayer -y
también de hoy- ha sido frontal. De hecho, la polémica en torno a la licitud o
no de la música ha sido y es un tema recurrente desde los albores mismos del
Islam. Quizás el más conocido entre los detractores de la música sea el teólogo
Ibn Taymiyya (m. 1328), quien recogió sus diatribas antimusicales en su
hiriente Kitâbu-s-samâ ua-r-raqs (El libro de la audición y de la danza),
un duro alegato contra las prácticas musicales y psicofísicas empleadas por
algunas escuelas sufíes. Pero también la literatura apologética ha tenido sus
ilustres representantes, como es el caso del místico sufí Abd-ul-Ganí
an-Nabulusí (m. 1731), cuya obra Prueba convincente de que es permisible
escuchar instrumentos musicales constituye toda una defensa de las
prácticas de la tariqa maulauiyya de los derviches danzantes, inspirada por el
poeta persa Hazrat Maulaná Rumí (m. 1273).
Es,
precisamente, Rumí quien nos dice en uno de sus hermosos poemas:
“En el
sama -o audición espiritual- los derviches escuchan otro sonido
que proviene del trono divino.
Tú sólo oyes la forma de la música,pero ellos poseen otro oído”.
que proviene del trono divino.
Tú sólo oyes la forma de la música,pero ellos poseen otro oído”.
Será
también Rumí quien afirme: “la música es el sonido de las puertas del
paraíso al abrirse”.
Los
músicos y su arte, esa verdadera medicina del alma, han hallado refugio frente
al rigorismo de los fanáticos, hombres de corazón seco y oreja dura -¡y nunca
mejor dicho!- en dos espacios: en primer lugar, en el ámbito íntimo de las
janaqas derviches, lugares donde se comparte una misma pasión por la divinidad,
y también, en el palacio, al amparo de príncipes melómanos.
Sin ánimo
de ofender y tampoco de exagerar, me atrevería a decir que no hay espiritualidad
sin música. Toda búsqueda trascendente pasa por el corazón, ese lugar
insondable donde mejor y más fuerte late el pulso de Allah. Y a la habitación
del corazón se entra por la puerta del oído.
Jalil Bárcena es Director del Institut
d’Estudis Sufís de Barcelona.
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