lunes, 28 de enero de 2013

La Identidad Amazigh del Magreb


   El Norte de África presenta unas situaciones curiosas. En principio, dos etnias, la bereber y la árabe, comparten, con frecuencia mezcladas, una vasta geografía, pero cada una de ellas es identificada por su función en el desarrollo de un drama que enfrenta de modo ambiguo a dos mundos. Dos lenguas, el árabe y el bereber, poseen, cada una de ellas, distintos estatutos; mientras que el árabe goza del carácter de lengua nacional y oficial y disfruta de todos los parabienes, el bereber es relegado prácticamente a la marginalidad y cualquier intento por revitalizarlo se realiza casi de modo clandestino. Esta dualidad es explicada en términos de dominación: los bereberes autóctonos son considerados a veces una especie de reliquia del pasado pre-islámico de la región en trance de desaparecer ante el predominio en todos los terrenos de lo árabe. Los bereberes, o imazighen, herederos de una lengua antiquísima y una cultura milenaria son presentados muchas veces como las víctimas históricas de la agresividad del Islam. El irredentismo bereber, moderado o radical, encuentra fácilmente simpatía en determinados medios, y con frecuencia es utilizado como arma política en distintos debates y contextos.

   Lo árabe, en Marruecos y Argelia, está normalmente vinculado a las ciudades y a los poderes establecidos. El árabe es la lengua del Estado, y su cultura orientalizante es reivindicada en exclusiva como seña de identidad y como proyección. Por su lado, lo bereber, eminentemente rural y con reminiscencias ancestrales, decae ante la evolución de una sociedad que se orienta en una dirección que niega o desprecia sus valores. Mientras que lo árabe se asocia a lo nacional, la intelectualidad bereber es vigilada como enemiga del Estado y potencial germen desarticulador de la unidad histórica y política de la región, y por lo tanto, es una intelectualidad vigilada y bajo sospecha continua de posible traición a los intereses del Estado y del orden público. Esta situación permite interpretaciones maniqueístas que funcionan bien, pero la realidad es bastante más compleja.

   Y es compleja la situación porque lo verdaderamente decisivo, favorecido, privilegiado y poderoso en la región es lo francés. La cultura que realmente es predominante y agresiva es la francesa. La supuesta rivalidad árabo-bereber se desarrolla en un escenario presidido por un juez extranjero que reparte papeles y sentencia según las conveniencias del momento. En los debates entorno a la llamada cuestión bereber casi siempre se olvida que lo que se disputan las partes en conflicto es un papel secundario en un mundo en el que ambos han perdido el protagonismo y la perspectiva. La hegemonía de lo francés en prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana apenas es cuestionada, mientras que la famosa oposición árabo-bereber es presentada como problema que necesita de una urgente solución.

   En esta conferencia, que será necesariamente sumaria, quisiera destacar sólo algunos aspectos de las relaciones que existen entre lo árabe y lo bereber, dibujar un poco el perfil de los actores de este drama y ver las interferencias que ha habido entre dos mundos condenados a ser complementarios en el Norte de África, entre dos mundos que son, en el fondo, un mismo e idéntico mundo con distintas manifestaciones.

   Mediada la primavera, todos los años, en Swira y sus alrededores, en la costa atlántica del actual Marruecos, tienen lugar unas celebraciones de carácter festivo que van acompañadas de peregrinaciones, las cuales conmemoran durante varios días una leyenda muy extendida y de gran raigambre. Durante esos intensos días se visitan siete tumbas repartidas por toda la región. Se trata de las tumbas o morabitos donde están enterrados los siete Regraga, nombre antiguo de la región y de sus habitantes. Según la leyenda, recogida en documentos bastante antiguos y venerables llamados Ifriqia y de los que hay una gran cantidad de ejemplares y versiones, en tiempos pasados -sobreentendemos que se refieren al siglo VI- esos siete hombres, bereberes por supuesto, emprendieron un largo viaje, narrado con todos los ingredientes del relato de un viaje iniciático, desde su país natal a oriente donde tuvieron noticia de la aparición de un nuevo profeta en el desierto de los árabes.

   Hacia allí se dirigieron, y llegaron a Medina donde preguntaron por la casa del profeta. Llamaron a su puerta y salió a recibirlos Fátima, su hija. Los textos Ifriqia citan literalmente las palabras que le dirigieron, le dijeron: “Mani illá babam?”, que en tamazijt (bereber) significa: “¿Dónde está tu padre?”. Ella entró, y comunicó al Profeta. “Han llegado unos hombres que hablan la lengua más extraña que jamás yo haya oído”. El relato continúa contándonos que Muhammad los hizo entrar y habló con ellos mucho tiempo en esa misma lengua extraña. Abrazaron el Islam y volvieron a su tierra, el país en el que se pone el sol, el Magreb, y allí lo difundieron alcanzando un gran éxito hasta el punto de que al final pudieron enfrentarse con su rey, cristiano o judío según las distintas versiones, -se enfrentaron a él y lograron derrotarlo. Desde entonces, el Magreb sería musulmán. Las fiestas de primavera de Swira conmemoran esa leyenda que ha convivido sin conflictos con las crónicas de los historiadores de las cortes que justificaban el poder de sus mecenas con conquistas y epopeyas exageradas, única manera de legitimar a dinastías necesitadas de prestigio.

   Es necesario insistir en ello: las versiones populares que explican el Islam del Norte de Africa han convivido durante siglos sin aparente contradicción con las de los autores a los que se da el título oficial de cronistas o historiadores. Según los relatos que tienen como protagonistas a los Regraga, el fenómeno de la islamización habría sido el resultado de un proceso autónomo en el contexto de guerras civiles que acabaron con el éxito de ciertos ‘buscadores de la verdad’ en detrimento de poderes establecidos. Para nada se nos habla de ejércitos árabes que habrían conquistado el Norte de África y difundido el Islam entre los sometidos nativos. Lo que los relatos de los Regraga explican es la presencia del Islam, ignorando por completo la presencia de los árabes.

   Es sabido que los morabitos constituyen el trasfondo mítico de la historia del Magreb. Es la otra historia, mágica y eminentemente de transmisión oral, de un país en el que siempre se ha privilegiado lo fundamental en lugar de lo circunstancial. Titus Burchhardt, en su obra “Símbolos” dice: “En el genio magrebí hay una tendencia a reducir las cosas a lo esencial y lo rigurosamente necesario... (Un genio que se interesa sólo por lo) que expresa verdades intemporales”.

   En la actualidad, acontecimientos anuales como los de Swira parecen sólo llamar la atención a los antropólogos y sociólogos, que hasta la presente, que sepamos, se sienten atraídos por el encanto de la ingenuidad y misterio apasionante que rodea los distintos momentos de esas peregrinaciones. La frase anterior está recogida casi literalmente de la presentación del estudio tal vez más riguroso que exista sobre el tema, la obra “Los Regraga”, de Abdelkader Mana. Pero más allá del valor antropológico de esas fiestas, los relatos Ifriqia delatan una identificación de lo bereber con lo islámico que excluye al intermediario árabe. Efectivamente, los personajes históricos fundadores del Islam, Muhammad y con él Ali y sus dos hijos Hasan y Husain, son vividos o sentidos como ancestros comunes de los musulmanes, independientemente de cualquier filiación étnica. Y es porque la filiación espiritual es valorada hasta el punto de desestimar completamente cualquier otra vinculación a esos niveles. La genealogía de los musulmanes parte de ese momento mítico en el que surge el Islam creando una nueva tribu universal, la Umma. Y ese momento es mítico porque son orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Un famoso verso popular en tamazijt dice: “Soy musulmán, soy bereber, desde que existen las estrellas”.

   Los protagonistas de los acontecimientos históricos relevantes son siempre personajes míticos ofrecidos a la admiración de sus herederos. La atribución de una nacionalidad o una raza a esos héroes es un hecho moderno basado en prejuicios a los que son ajenos las mentalidades tradicionales. En cualquier caso, los bereberes siempre se han sentido los protagonistas de su historia que tiene tiempos que no son los de la linealidad cronológica. Y en el Islam es donde la conciencia bereber encuentra su definición más completa.

   La asociación berberista argelina Ta Nukri, en un artículo publicado en 1994 en la revista Amazigh, habla de la adhesión espontánea al Islam de los bereberes, pues “...Meca y Medina, con un total exagerado de veinticinco mil habitantes entre los que no eran extraños los extranjeros, no pudieron conquistar el mundo”. Y precisamente debido a esa adhesión espontánea se produjo la total identificación de lo bereber con lo islámico, hasta tal punto en que no hace mucho un beberer corriente no descubría las verdaderas dimensiones del Islam hasta no haber realizado la peregrinación a Meca. El universo bereber es un mundo sinónimo de musulmán en la apreciación de su gente, sin que se imagine tan siquiera una alternativa a este hecho.

   Lo común, por lo general, entre los musulmanes, pertenezcan a la etnia que pertenezcan, es la de hacer preceder su identidad musulmana a la que les corresponde por nacionalidad u otra cualquier consideración. El Islam es un hecho vertebrador mucho más poderoso que cualquier otra pertenencia. Acéfalo y descentralizado, el Islam ha sabido convertirse en el esqueleto que sostiene las manifestaciones culturales de los distintos pueblos a los que ha llegado, sin conflictos. Y así, el bereber es ante todo musulmán y desconoce a los árabes, al menos no sabe nada de lo que nosotros llamamos ahora árabe. Y fundamentalmente sabe que no lo ata a lo árabe ninguna relación de dependencia.

   Lo anterior no quiere decir que exista algún tipo de prejuicio o rechazo hacia lo árabe. Al contrario, la palabra “árabe” goza de un extraordinario prestigio, pero tiene otro significado. En realidad, tiene el mismo significado que en su lengua original. Árabe, fundamentalmente, es sinónimo de nómada, y al nómada se le atribuyen una cierta cantidad de virtudes ideales: generosidad, hospitalidad, valentía, gallardía, libertad, y, también, sentido de la poesía expresada en una lengua pura. Las ciudades representan la degeneración de esas nobles costumbres. El nómada es el hombre original. El Profeta, hombre eminentemente urbano pero de espíritu nómada, dijo: “Yo no os he sido enviado más que para completar las virtudes más nobles”, y se refería a los beduinos como sus hermanos “los árabes”. Árabe, en árabe o bereber, no designa una etnia en particular, sino un carácter. La historia del Islam introdujo lo ‘árabe’, en este sentido que estamos viendo en las ciudades, y lo convirtió en un fenómeno ciudadano y objeto de todo tipo de especulaciones, pero sin renunciar jamás a los valores esenciales que el Islam vincula, en sus mismos orígenes, a una manera de vivir libre. No es de extrañar que un musulmán se considere a sí mismo árabe perteneciendo a la raza que pertenezca desde nuestra óptica. Evidentemente, en la actualidad, cuando los términos han sido definidos de otra manera, más racial y exclusivista, estas identificaciones resultan problemáticas y equívocas, pero es necesario que comprendamos su uso tradicional hasta el momento en que apareció el valor que les concedemos ahora.

   Y he querido señalar todo esto al principio para que nos situemos en el tema. Las interferencias arabo-bereberes son curiosas porque dependerán del nivel de comprensión en el que nos situemos: en un análisis desde lejos esas interferencias nos pueden parecer el resultado del encuentro o desencuentro entre dos pueblos distintos, el árabe y el bereber, pero veremos como tales conflictos suceden en el seno de una misma cultura donde los avatares de este siglo han hecho que los intereses se polaricen en determinadas direcciones. Veremos cómo, en el fondo, la historia de esas interferencias son la historia del colonialismo en el Magreb.

   Para entender la naturaleza de este conflicto puede servirnos de introducción, salvando las distancias, un trabajo publicado por Carmen Ruiz Bravo sobre el Imperio Otomano. Las potencias europeas se lo repartieron tras un proceso de desmembración provocado principalmente por ellas. La imaginación occidental había elaborado la tesis de un mundo oriental donde las minorías eran oprimidas y debían ser salvadas. Carmen Ruiz nos dice: “Comienza aquí una etapa de desarticulación del Imperio, de penetración confesional-político-comercial europea, de ambiciones ilimitadas, como el propio mercantilismo. Las pretensiones proteccionistas, en el sentido señalado, venía de Estados en los cuales la pluralidad religiosa era prácticamente desconocida, o había sido desarraigada por métodos generalmente violentos. La ideología que sustentaba sus reclamaciones de protección a los cristianos del Imperio otomano -los otomanos cristianos- era una proyección de sus propias actitudes negativas ante las gentes de distinta confesión religiosa. En esta época se fomenta, por parte de los Estados europeos, la idea de que el Estado otomano, y en general los estados islámicos, dejan fuera de la ciudadanía a los no musulmanes, como si se tratara de una especie de elemento apátrida inserto en el conjunto, o como si fueran extranjeros. Así, el zar Nicolás I de Rusia intentó extender los derechos de protección a todos los cristianos (debemos recordar que en general, la actitud otomana respecto a los comerciantes extranjeros era sumamente abierta y liberal, como la de ningún otro Estado en el mundo. Lo que había sido política comercial controlada por el Estado otomano se convirtió en una situación de creciente dependencia hasta 1774. Tras la guerra con Rusia, ésta pudo imponer inusitadas condiciones al Imperio). Al igual que Rusia, muy pronto desarrollaron una política semejante otras potencias. Francia, por ejemplo, se presentaba desde el siglo XVIII como protectora de los católicos, y Gran Bretaña y los Estados Unidos lo hacían como protectores de los protestantes. Los drusos, según Gran Bretaña, en especial situación de inferioridad, entre la mayoría de musulmanes, y los cristianos, debían ser protegidos por los británicos. Los judíos, que en el Imperio Ruso eran perseguidos, quizá no podían ser protegidos en el Imperio Otomano por los zares, según estas teorías. En cambio, pese a que los judíos otomanos -los otomanos judíos- gozaban de mayor consideración en el Estado islámico que en cualquier Estado europeo, sin haber sido objeto de persecuciones o expulsiones, fueron poco a poco objeto de interés de la protección combinada de Gran Bretaña, Rusia, Francia y los Estados Unidos”.

   Más adelante, Carmen Ruiz nos cuenta que: “La desarticulación político social introducida mediante estas capitulaciones (que de modo arbitrario concedían privilegios a parte de la población) es una de las causas de la caída del Imperio Otomano. Desde su introducción fue en aumento el número de súbditos otomanos que se acogía a la protección extranjera, eludiendo así obligaciones y responsabilidades ante el Estado otomano, y participando de los beneficios económicos generados por el mercantilismo europeo en Oriente... Los fuertes choques habidos entre musulmanes, drusos y cristianos desde el siglo XIX aparecen como un fenómeno sin precedentes en la historia otomana, y son más bien el resultado del régimen de capitulaciones. La historiografía contemporánea y posterior, desarrollada predominantemente bajo la ideología europea colonial, ha tendido a convertir en causa lo que, en términos histórico-cronológicos, era un efecto. Así, el conjunto de los enfrentamientos entre cristianos, musulmanes y drusos dentro del Líbano y Siria, entre 1840 y 1860, fue presentado en Europa como una guerra de religión, de ancestrales motivaciones, que justificaría la intervención armada de Francia y otras potencias europeas, para proteger a los cristianos, o a los drusos, o para ponerles de acuerdo. En cambio, una historiografía más atenta al desarrollo real de los hechos muestra los conflictos antes señalados como resultantes, principalmente, de la intervención extranjera mediante el sistema de capitulaciones, que se extiende desde el último cuarto del siglo XVIII”.

   El proceso en el Norte de África es bastante similar. La intervención europea desarticuló primero la organización del país, lo diseccionó y estableció nuevas relaciones. Los tratados comerciales con Europa fueron creando una dependencia que cristalizó con la colonización. En el Magreb no había comunidades cristianas, y los judíos, por su parte, estaban tan confundidos con los musulmanes que eran llamados moros o turcos como el resto de la población. Poco a poco, para justificar la intervención y legitimidad de la ocupación europea, se fue elaborando, entre otros, el mito bereber en oposición al árabe, todo ello en el seno de un discurso contradictorio que valora a veces el carácter civilizador de los árabes, otras la espontaneidad y frescura bereber, aunque por lo general el discurso colonial se limita a un desprecio generalizado de todo lo referente a lo nativo. La principal misión histórica del colonialismo era la de civilizar y proteger. Pero ahora nos interesa recalcar la función que iba a desarrollar el concepto de bereber en el entramado de intereses estratégicos de las potencias que intervienen en el Norte de África.

   Establecer diferencias en el seno de la población del Norte de África sólo puede basarse en criterios lingüísticos, unas diferencias alzadas al grado de diferencias étnicas. Hablar árabe es ser árabe y hablar bereber es ser bereber, y entre ambos, como se ha señalado, la relación sería de dominio. También se han señalado diferencias culturales, pero en este dominio resulta que se da valor de diferencia étnica a la contraposición campo-ciudad. Efectivamente, lo bereber es rural y lo árabe es urbano. Si un bereber pasa a vivir a una ciudad y aprende árabe pasa a ser árabe automáticamente.

   A principios de siglo, destacados autores de la inteligencia colonial, como Brémond, podían defender interesadamente tesis como la de que los bereberes, definidos en una supuesta confrontación con los arabófonos del país, eran europeos desde el momento en que habían formado parte también del Imperio romano, eran europeos a los que los árabes habrían desviado de su destino natural. La colonización europea constituiría el eficaz remedio para restituir lo que esa inadmisible desviación histórica había provocado y que era la total degeneración de un pueblo llamado a un destino más elevado. Podemos reconocer con facilidad el mismo discurso en el fondo de las pretensiones de ciertos berberistas radicales de la actualidad, reivindicando supuestos caracteres definitorios de lo bereber que coinciden casualmente con valores occidentales.

   La misma idea fue continuada y desarrollada, en lo que respecta al Marruecos antiguo, en 1927 en las obras de Gautier, y más descaradamente todavía en la de Jerome Carcopino. Uno de sus libros, publicado en 1943 es el mejor ejemplo de la aplicación del colonialismo a los estudios clásicos. La política de acantonamientos de los bereberes de la antigüedad se relaciona íntimamente con las posiciones estratégicas del mariscal Lyautey. El colonialismo francés en el norte de África tomó como modelo histórico una exaltada presencia de Roma en la antigüedad, y se identificó con la labor civilizadora de Roma.

   Pero en la actualidad sabemos que los romanos ocuparon, y desarraigaron latinizándolas, tan sólo las llanuras fértiles del Magreb. El resto del país continuó siendo libre de toda dominación. Serán esas llanuras fértiles y desarraigadas las que posteriormente se arabicen lingüísticamente y se islamicen con más rapidez en el proceso mismo de rechazo a los poderes establecidos por Roma y sus herederos. Said Hanouz, en un artículo titulado El origen del pueblo bereber y de su lengua, publicado en Amazigh, dice: “Las desgracias de los pueblos bereberes comenzaron tras la destrucción de Cartago por los romanos. Estos últimos, tras ocupar Egipto y vencer al rey bereber Yughurta, se apoderaron de África del Norte. Los romanos incendiaron, destruyeron y arrasaron las ciudades de los bereberes. Una parte del pueblo bereber se retiró a las montañas, replegándose sobre ellos mismos, y allí se enquistaron. Así fue como desapareció su escritura que, hasta nuestros días, no ha vuelto a dar señales de vida. Los vándalos, que reemplazaron a los romanos en el siglo V tampoco favorecieron la cultura bereber”. A ellos habría que añadir a los bizantinos.

   En cualquier caso la originalidad y el genio propio de los bereberes fue destacado y en ciertas ocasiones, exaltado. La enconada resistencia que los bereberes opusieron a la invasión árabe era el testimonio de la voluntad de sobrevivir como tal de un pueblo que al final fue derrotado. La descripción del bereber aguerrido y tradicionalmente insumiso ocupa extensas páginas que lo imaginan como un eterno y potencial oponente de lo árabe, sólo reducido por fuerzas mayores pero también siempre dispuesto a alzarse contra sus enemigos. Era inexplicable que los indomables bereberes de las montañas, siempre dispuestos a tomar las armas contra la dominación extranjera y que lucharon contra la colonización, hubieran aceptado en su momento el Islam, por supuesto inferior a lo que ahora se les ofrecía desde Europa. Y empezó a decirse que los bereberes sólo eran musulmanes superficialmente y que habían adaptado el Islam a sus creencias más antiguas. De esto surgirá la tan en boga expresión de Islam rural e Islam urbano con el que se diferencia entre las distintas manifestaciones espirituales de los magrebíes. Es decir, se ha buscado siempre algo específicamente bereber en lo que incidir para marcar distancias entre distintas partes de un mismo cuerpo que es el mundo norteafricano.

   La intervención colonial aplicó a la población y a la historia del Magreb sus propios criterios y valoraciones. Se definió estableciendo exclusiones hasta alcanzar la noción de bereber puro opuesto a árabe puro, sin más relación que las que impuso una invasión en toda regla. No importaba que esta regla dejara de explicar muchas cosas. Lo importante es que funcionaba, y a toda una generación de magrebíes se la educó en esta certeza. Ello ha provocado situaciones ridículas como la de convertir ciertas regiones de Marruecos, por ejemplo, en prácticamente reservas donde se puede contemplar la primitiva forma de vida de los bereberes más auténticos recluidos en ambientes catalogados como curiosidades para antropólogos. Lo bereber vende a modo de tipical en un mercado para turistas ansiosos de mitos vivos.

   En resumidas cuentas, los míticos bereberes son tenidos como pueblos sin historia propia, y sometidos en la actualidad a la tiranía de los herederos de sus últimos conquistadores, los árabes, que les imponen su lengua y el Islam. Creada esta imagen, los colonizadores la trabajaron y explotaron, y también la inculcaron. Nos encontramos así con un pueblo que salvar, a semejanza de los cristianos y judíos de oriente. No importaba que en el Norte de África jamás hubiesen existido bereberes sometidos por los árabes, que nunca ese hecho haya sido registrado o constatado de ninguna manera. Existía una historia oficial que lo demostraba y era suficiente para establecer oposiciones. A partir de entonces, el Magreb aparecía dividido étnicamente con buenos y malos, opresores de una raza y oprimidos de otra. Lo árabe extranjero estaría acabando con lo bereber autóctono: había eliminado su religión antigua, en buena medida cristiana, y estaba a punto de hacer desaparecer su antiquísima lengua y su cultura milenaria.

   Respecto a este último punto es necesario hacer algunas precisiones. La pujanza del árabe en el Magreb es en realidad efecto del colonialismo. En el Magreb, el bereber siempre había sido una lengua rural, y por tanto predominante. Por su lado, el árabe era la lengua de las grandes ciudades y de las regiones más fértiles, y no de forma absoluta. Se sabe que a principios de siglo, en torno al ochenta por ciento de la población magrebí era exclusivamente berberófona por el carácter rural de la mayoría de su población. Pero la intervención colonial potenciará las ciudades y ello hará que la balanza se incline decididamente a favor del árabe, y con la progresión del siglo esta tendencia irá siendo cada vez más acusada. En la actualidad, sólo en torno al cuarenta por ciento de la población conoce el bereber, que además en su mayoría es bilingüe. Por supuesto, ser arabófono convierte automáticamente al individuo en árabe, y podemos constatar que la población más joven de ciudades como Tetuán, Argel o Casablanca se identifica como árabe aunque sus padres fueran exclusivamente berberófonos. En realidad, la nueva significación de árabe o bereber adquiere nuevos matices que no son exclusivamente étnicos: árabe es sinónimo de urbano y avanzado, y bereber es la lengua, o mejor dicho, dialecto, de pueblerinos. Ser árabe es ser de ciudad o poseer un estatuto cultural reconocible. Ser bereber es pertenecer al ámbito rural en retroceso ante la valoración positiva de nuevos modelos culturales.

   El árabe sustituyó al latín como lengua de cultura en el Norte de África. Universalmente, el árabe es identificado con el Islam. Como lengua de cultura estaba reservado a determinados ámbitos, mientras que las lenguas bereberes eran practicadas coloquialmente. En las ciudades, la lengua bereber fue arabizándose en un proceso lento que dio origen al árabe dialectal actual, estructuralmente bereber en gran medida y árabe en su vocabulario. Y ello se debió más a la influencia de los andalusíes que a la de los árabes. Recordemos que los andalusíes fueron los constructores de la mayoría de las ciudades magrebíes, y a ellas aportaron su conocimiento de la lengua del Corán, y la difundieron. Al-Andalus era profundamente urbana, y por ello, el árabe podía ser mejor conocido que en el Magreb. El árabe magrebí fue a remolque del árabe andalusí. Pero sólo con el colonialismo adquiriría carta de naturaleza como lengua nacional y oficial. No habiendo oficialidad antes de la intervención colonial, no podía existir conflicto alguno, y las lenguas se practicaban para usos convencionales no enfrentados. En realidad, lo que en la actualidad denominamos problema bereber es una pugna por parcelas de poder, un poder institucionalizado por el colonialismo.

   Los Estados surgidos de la descolonización imitaban perfectamente sus modelos occidentales. Buscaron la legitimidad en lo mismo que servía de base al Estado-nación europeo, que es la unidad del territorio y su historia, la unidad de su religión y la unidad de su lengua. A marchas forzadas se fueron enlazando los elementos constituyentes de esas nuevas entidades. El Estado institucionaliza, y por tanto excluye. Así, se elaboró una historia que tenía que tener un carácter épico: la historia gloriosa de los árabes conquistadores del mundo serviría como elemento cohesionador en el tiempo. Se aceptó por lo tanto el papel secundario de los bereberes en los acontecimientos históricos. Los bereberes fueron relegados a la marginalidad y a la falta de todo protagonismo. Por otro lado, el árabe culto fue alzado a la categoría de lengua nacional y oficial, en detrimento de todas las demás hablas, incluidos los dialectos del árabe. Se privaba así a la población de toda posibilidad de acceso directo a la cultura de los privilegiados. Por último, el Islam fue desnaturalizado hasta ser convertido en religión del Estado e instrumento de dominio, al igual que todas las herramientas con las que el Estado excluye a la plebe. Pero todo lo anterior no fue la consecuencia de un proceso histórico, como había sucedido en Europa, sino el resultado de decisiones apresuradas y arbitrarias que jamás fueron asimiladas por los magrebíes. Conscientes de esta realidad, las instituciones del Estado se emplearon a fondo en el adiestramiento ideológico del pueblo. El Magreb sufre una saturación de mensajes que pretenden confeccionar una conciencia nacional homogénea. El movimiento cultural bereber y los islamistas son los testimonios del fracaso de esos intentos artificiales y convencionales para la creación de una conciencia colectiva.

   Desde sus orígenes, los nacionalismos magrebíes proyectaron el ideal de identidad nacional de los Estados-naciones definiéndolos como árabes. Su modelo es el francés, el del Estado-Nación centralizado, lingüística y culturalmente unificado. Recordemos en este sentido una palabras de Georges Pompidou, que declaró en 1972: “La Historia nos muestra que nuestro pueblo, tendente por naturaleza hacia las divisiones, no pudo construir una nación más que por la acción del Estado”. En Argelia, el radicalismo político más afianzado, el del populismo independista, reforzó la tendencia hacia el rechazo de la diversidad.

   El arabismo del Estado argelino es más militante que el de Marruecos. Consecuentemente, el antiberberismo es una línea más marcada en la tradición política argelina. La intolerancia es poco menos que absoluta en Argelia, incluso en el sector de la investigación científica, de la Universidad o del espacio asociativo. En Marruecos existe una práctica más liberal de la que no se puede decir tampoco que promueva o anime las inquietudes de muchos berberófonos: en Marruecos se deja hacer mientras la actividad berberizante no salga de los cuadros académicos y asociativos.

   Estas diferencias en el trato dado al bereber se explica por el peso diferente que ocupa la cuestión de la identidad y de la cultura en los procesos de construcción del Estado marroquí y sus apuestas político-ideológicas. El arabismo y el tema de la unidad juegan históricamente un papel mucho más central en la construcción nacional en Argelia que en Marruecos, que disponía para los franceses de una legitimidad fundadora desconocida completamente en Argelia: una monarquía redefinida en términos que le permitieran crear un Estado moderno. Según esa teoría política, la legitimidad del monarca trasciende todos los demás factores y establece un lazo directo y personal entre cada marroquí y el Estado encarnado por el Rey. La existencia de este punto de apoyo para la construcción teórica de un Estado relativiza, sin eliminarlo, el papel del arabismo excluyente en la definición de la identidad nacional marroquí. En Marruecos, el tabú supremo es la legitimidad monárquica, en Argelia lo será el arabismo y el partido único. Esto explica en cierta medida el carácter más subversivo de la afirmación bereber en Argelia, mucho mayor que en Marruecos.

   Los Estados del Magreb fueron confeccionados según modelos occidentales de los que se han convertido en caricaturas: incapaces de evolucionar, se han quedado anquilosados en la fase de la independencia. Su supuesta unidad territorial, religiosa, cultural y lingüística es una elaboración que poco tiene que ver con las realidades de su pueblo que posee varias lenguas, vive el Islam de otro modo al que imagina el Estado, y posee una historia en la que se destacan valores que no son los de la nación-Estado y una cultura descentralizada ajena a todas las tentativas de institucionalizarla de algún modo. Lo árabe y lo islámico son eslóganes que no llegan a la gente. La identidad-escaparate del Estado no funciona, y sólo ha logrado crear un foso insalvable entre los dirigentes y los dirigidos.

Autor: Abdur Rahman Mohammed Maanan

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