El Norte de África presenta unas situaciones
curiosas. En principio, dos etnias, la bereber y la árabe, comparten, con
frecuencia mezcladas, una vasta geografía, pero cada una de ellas es
identificada por su función en el desarrollo de un drama que enfrenta de modo
ambiguo a dos mundos. Dos lenguas, el árabe y el bereber, poseen, cada una de
ellas, distintos estatutos; mientras que el árabe goza del carácter de lengua
nacional y oficial y disfruta de todos los parabienes, el bereber es relegado
prácticamente a la marginalidad y cualquier intento por revitalizarlo se
realiza casi de modo clandestino. Esta dualidad es explicada en términos de dominación:
los bereberes autóctonos son considerados a veces una especie de reliquia del
pasado pre-islámico de la región en trance de desaparecer ante el predominio en
todos los terrenos de lo árabe. Los bereberes, o imazighen, herederos de una
lengua antiquísima y una cultura milenaria son presentados muchas veces como
las víctimas históricas de la agresividad del Islam. El irredentismo bereber,
moderado o radical, encuentra fácilmente simpatía en determinados medios, y con
frecuencia es utilizado como arma política en distintos debates y contextos.
Lo árabe, en Marruecos y Argelia, está
normalmente vinculado a las ciudades y a los poderes establecidos. El árabe es
la lengua del Estado, y su cultura orientalizante es reivindicada en exclusiva
como seña de identidad y como proyección. Por su lado, lo bereber,
eminentemente rural y con reminiscencias ancestrales, decae ante la evolución
de una sociedad que se orienta en una dirección que niega o desprecia sus
valores. Mientras que lo árabe se asocia a lo nacional, la intelectualidad
bereber es vigilada como enemiga del Estado y potencial germen desarticulador
de la unidad histórica y política de la región, y por lo tanto, es una
intelectualidad vigilada y bajo sospecha continua de posible traición a los intereses
del Estado y del orden público. Esta situación permite interpretaciones
maniqueístas que funcionan bien, pero la realidad es bastante más compleja.
Y es compleja la situación porque lo
verdaderamente decisivo, favorecido, privilegiado y poderoso en la región es lo
francés. La cultura que realmente es predominante y agresiva es la francesa. La
supuesta rivalidad árabo-bereber se desarrolla en un escenario presidido por un
juez extranjero que reparte papeles y sentencia según las conveniencias del momento.
En los debates entorno a la llamada cuestión bereber casi siempre se olvida que
lo que se disputan las partes en conflicto es un papel secundario en un mundo
en el que ambos han perdido el protagonismo y la perspectiva. La hegemonía de
lo francés en prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana apenas es
cuestionada, mientras que la famosa oposición árabo-bereber es presentada como
problema que necesita de una urgente solución.
En esta conferencia, que será necesariamente
sumaria, quisiera destacar sólo algunos aspectos de las relaciones que existen
entre lo árabe y lo bereber, dibujar un poco el perfil de los actores de este
drama y ver las interferencias que ha habido entre dos mundos condenados a ser
complementarios en el Norte de África, entre dos mundos que son, en el fondo,
un mismo e idéntico mundo con distintas manifestaciones.
Mediada la primavera, todos los años, en
Swira y sus alrededores, en la costa atlántica del actual Marruecos, tienen
lugar unas celebraciones de carácter festivo que van acompañadas de
peregrinaciones, las cuales conmemoran durante varios días una leyenda muy
extendida y de gran raigambre. Durante esos intensos días se visitan siete
tumbas repartidas por toda la región. Se trata de las tumbas o morabitos donde
están enterrados los siete Regraga, nombre antiguo de la región y de sus
habitantes. Según la leyenda, recogida en documentos bastante antiguos y
venerables llamados Ifriqia y de los que hay una gran cantidad de ejemplares y
versiones, en tiempos pasados -sobreentendemos que se refieren al siglo VI-
esos siete hombres, bereberes por supuesto, emprendieron un largo viaje,
narrado con todos los ingredientes del relato de un viaje iniciático, desde su
país natal a oriente donde tuvieron noticia de la aparición de un nuevo profeta
en el desierto de los árabes.
Hacia allí se dirigieron, y llegaron a Medina
donde preguntaron por la casa del profeta. Llamaron a su puerta y salió a
recibirlos Fátima, su hija. Los textos Ifriqia citan literalmente las palabras
que le dirigieron, le dijeron: “Mani illá babam?”, que en tamazijt (bereber)
significa: “¿Dónde está tu padre?”. Ella entró, y comunicó al Profeta. “Han
llegado unos hombres que hablan la lengua más extraña que jamás yo haya oído”.
El relato continúa contándonos que Muhammad los hizo entrar y habló con ellos
mucho tiempo en esa misma lengua extraña. Abrazaron el Islam y volvieron a su
tierra, el país en el que se pone el sol, el Magreb, y allí lo difundieron
alcanzando un gran éxito hasta el punto de que al final pudieron enfrentarse
con su rey, cristiano o judío según las distintas versiones, -se enfrentaron a
él y lograron derrotarlo. Desde entonces, el Magreb sería musulmán. Las fiestas
de primavera de Swira conmemoran esa leyenda que ha convivido sin conflictos
con las crónicas de los historiadores de las cortes que justificaban el poder
de sus mecenas con conquistas y epopeyas exageradas, única manera de legitimar
a dinastías necesitadas de prestigio.
Es necesario insistir en ello: las versiones
populares que explican el Islam del Norte de Africa han convivido durante
siglos sin aparente contradicción con las de los autores a los que se da el
título oficial de cronistas o historiadores. Según los relatos que tienen como
protagonistas a los Regraga, el fenómeno de la islamización habría sido el
resultado de un proceso autónomo en el contexto de guerras civiles que acabaron
con el éxito de ciertos ‘buscadores de la verdad’ en detrimento de poderes
establecidos. Para nada se nos habla de ejércitos árabes que habrían
conquistado el Norte de África y difundido el Islam entre los sometidos
nativos. Lo que los relatos de los Regraga explican es la presencia del Islam,
ignorando por completo la presencia de los árabes.
Es sabido que los morabitos constituyen el
trasfondo mítico de la historia del Magreb. Es la otra historia, mágica y
eminentemente de transmisión oral, de un país en el que siempre se ha
privilegiado lo fundamental en lugar de lo circunstancial. Titus Burchhardt, en
su obra “Símbolos” dice: “En el genio magrebí hay una tendencia a reducir las
cosas a lo esencial y lo rigurosamente necesario... (Un genio que se interesa
sólo por lo) que expresa verdades intemporales”.
En la actualidad, acontecimientos anuales
como los de Swira parecen sólo llamar la atención a los antropólogos y
sociólogos, que hasta la presente, que sepamos, se sienten atraídos por el
encanto de la ingenuidad y misterio apasionante que rodea los distintos
momentos de esas peregrinaciones. La frase anterior está recogida casi literalmente
de la presentación del estudio tal vez más riguroso que exista sobre el tema,
la obra “Los Regraga”, de Abdelkader Mana. Pero más allá del valor
antropológico de esas fiestas, los relatos Ifriqia delatan una identificación
de lo bereber con lo islámico que excluye al intermediario árabe.
Efectivamente, los personajes históricos fundadores del Islam, Muhammad y con
él Ali y sus dos hijos Hasan y Husain, son vividos o sentidos como ancestros
comunes de los musulmanes, independientemente de cualquier filiación étnica. Y
es porque la filiación espiritual es valorada hasta el punto de desestimar
completamente cualquier otra vinculación a esos niveles. La genealogía de los
musulmanes parte de ese momento mítico en el que surge el Islam creando una
nueva tribu universal, la Umma. Y ese momento es mítico porque son orígenes se
pierden en la noche de los tiempos. Un famoso verso popular en tamazijt dice:
“Soy musulmán, soy bereber, desde que existen las estrellas”.
Los protagonistas de los acontecimientos
históricos relevantes son siempre personajes míticos ofrecidos a la admiración
de sus herederos. La atribución de una nacionalidad o una raza a esos héroes es
un hecho moderno basado en prejuicios a los que son ajenos las mentalidades
tradicionales. En cualquier caso, los bereberes siempre se han sentido los
protagonistas de su historia que tiene tiempos que no son los de la linealidad
cronológica. Y en el Islam es donde la conciencia bereber encuentra su
definición más completa.
La asociación berberista argelina Ta Nukri,
en un artículo publicado en 1994 en la revista Amazigh, habla de la adhesión
espontánea al Islam de los bereberes, pues “...Meca y Medina, con un total
exagerado de veinticinco mil habitantes entre los que no eran extraños los
extranjeros, no pudieron conquistar el mundo”. Y precisamente debido a esa
adhesión espontánea se produjo la total identificación de lo bereber con lo
islámico, hasta tal punto en que no hace mucho un beberer corriente no
descubría las verdaderas dimensiones del Islam hasta no haber realizado la
peregrinación a Meca. El universo bereber es un mundo sinónimo de musulmán en
la apreciación de su gente, sin que se imagine tan siquiera una alternativa a
este hecho.
Lo común, por lo general, entre los
musulmanes, pertenezcan a la etnia que pertenezcan, es la de hacer preceder su
identidad musulmana a la que les corresponde por nacionalidad u otra cualquier
consideración. El Islam es un hecho vertebrador mucho más poderoso que
cualquier otra pertenencia. Acéfalo y descentralizado, el Islam ha sabido
convertirse en el esqueleto que sostiene las manifestaciones culturales de los
distintos pueblos a los que ha llegado, sin conflictos. Y así, el bereber es
ante todo musulmán y desconoce a los árabes, al menos no sabe nada de lo que nosotros
llamamos ahora árabe. Y fundamentalmente sabe que no lo ata a lo árabe ninguna
relación de dependencia.
Lo anterior no quiere decir que exista algún
tipo de prejuicio o rechazo hacia lo árabe. Al contrario, la palabra “árabe”
goza de un extraordinario prestigio, pero tiene otro significado. En realidad,
tiene el mismo significado que en su lengua original. Árabe, fundamentalmente,
es sinónimo de nómada, y al nómada se le atribuyen una cierta cantidad de
virtudes ideales: generosidad, hospitalidad, valentía, gallardía, libertad, y,
también, sentido de la poesía expresada en una lengua pura. Las ciudades
representan la degeneración de esas nobles costumbres. El nómada es el hombre original.
El Profeta, hombre eminentemente urbano pero de espíritu nómada, dijo: “Yo no
os he sido enviado más que para completar las virtudes más nobles”, y se
refería a los beduinos como sus hermanos “los árabes”. Árabe, en árabe o
bereber, no designa una etnia en particular, sino un carácter. La historia del
Islam introdujo lo ‘árabe’, en este sentido que estamos viendo en las ciudades,
y lo convirtió en un fenómeno ciudadano y objeto de todo tipo de
especulaciones, pero sin renunciar jamás a los valores esenciales que el Islam
vincula, en sus mismos orígenes, a una manera de vivir libre. No es de extrañar
que un musulmán se considere a sí mismo árabe perteneciendo a la raza que
pertenezca desde nuestra óptica. Evidentemente, en la actualidad, cuando los términos
han sido definidos de otra manera, más racial y exclusivista, estas
identificaciones resultan problemáticas y equívocas, pero es necesario que
comprendamos su uso tradicional hasta el momento en que apareció el valor que
les concedemos ahora.
Y he querido señalar todo esto al principio
para que nos situemos en el tema. Las interferencias arabo-bereberes son
curiosas porque dependerán del nivel de comprensión en el que nos situemos: en
un análisis desde lejos esas interferencias nos pueden parecer el resultado del
encuentro o desencuentro entre dos pueblos distintos, el árabe y el bereber,
pero veremos como tales conflictos suceden en el seno de una misma cultura
donde los avatares de este siglo han hecho que los intereses se polaricen en
determinadas direcciones. Veremos cómo, en el fondo, la historia de esas
interferencias son la historia del colonialismo en el Magreb.
Para entender la naturaleza de este conflicto
puede servirnos de introducción, salvando las distancias, un trabajo publicado
por Carmen Ruiz Bravo sobre el Imperio Otomano. Las potencias europeas se lo
repartieron tras un proceso de desmembración provocado principalmente por
ellas. La imaginación occidental había elaborado la tesis de un mundo oriental
donde las minorías eran oprimidas y debían ser salvadas. Carmen Ruiz nos dice:
“Comienza aquí una etapa de desarticulación del Imperio, de penetración
confesional-político-comercial europea, de ambiciones ilimitadas, como el
propio mercantilismo. Las pretensiones proteccionistas, en el sentido señalado,
venía de Estados en los cuales la pluralidad religiosa era prácticamente
desconocida, o había sido desarraigada por métodos generalmente violentos. La
ideología que sustentaba sus reclamaciones de protección a los cristianos del
Imperio otomano -los otomanos cristianos- era una proyección de sus propias
actitudes negativas ante las gentes de distinta confesión religiosa. En esta
época se fomenta, por parte de los Estados europeos, la idea de que el Estado
otomano, y en general los estados islámicos, dejan fuera de la ciudadanía a los
no musulmanes, como si se tratara de una especie de elemento apátrida inserto
en el conjunto, o como si fueran extranjeros. Así, el zar Nicolás I de Rusia
intentó extender los derechos de protección a todos los cristianos (debemos
recordar que en general, la actitud otomana respecto a los comerciantes
extranjeros era sumamente abierta y liberal, como la de ningún otro Estado en
el mundo. Lo que había sido política comercial controlada por el Estado otomano
se convirtió en una situación de creciente dependencia hasta 1774. Tras la
guerra con Rusia, ésta pudo imponer inusitadas condiciones al Imperio). Al
igual que Rusia, muy pronto desarrollaron una política semejante otras
potencias. Francia, por ejemplo, se presentaba desde el siglo XVIII como
protectora de los católicos, y Gran Bretaña y los Estados Unidos lo hacían como
protectores de los protestantes. Los drusos, según Gran Bretaña, en especial
situación de inferioridad, entre la mayoría de musulmanes, y los cristianos,
debían ser protegidos por los británicos. Los judíos, que en el Imperio Ruso
eran perseguidos, quizá no podían ser protegidos en el Imperio Otomano por los
zares, según estas teorías. En cambio, pese a que los judíos otomanos -los
otomanos judíos- gozaban de mayor consideración en el Estado islámico que en
cualquier Estado europeo, sin haber sido objeto de persecuciones o expulsiones,
fueron poco a poco objeto de interés de la protección combinada de Gran
Bretaña, Rusia, Francia y los Estados Unidos”.
Más adelante, Carmen Ruiz nos cuenta que: “La
desarticulación político social introducida mediante estas capitulaciones (que
de modo arbitrario concedían privilegios a parte de la población) es una de las
causas de la caída del Imperio Otomano. Desde su introducción fue en aumento el
número de súbditos otomanos que se acogía a la protección extranjera, eludiendo
así obligaciones y responsabilidades ante el Estado otomano, y participando de
los beneficios económicos generados por el mercantilismo europeo en Oriente...
Los fuertes choques habidos entre musulmanes, drusos y cristianos desde el
siglo XIX aparecen como un fenómeno sin precedentes en la historia otomana, y
son más bien el resultado del régimen de capitulaciones. La historiografía
contemporánea y posterior, desarrollada predominantemente bajo la ideología
europea colonial, ha tendido a convertir en causa lo que, en términos
histórico-cronológicos, era un efecto. Así, el conjunto de los enfrentamientos
entre cristianos, musulmanes y drusos dentro del Líbano y Siria, entre 1840 y
1860, fue presentado en Europa como una guerra de religión, de ancestrales
motivaciones, que justificaría la intervención armada de Francia y otras
potencias europeas, para proteger a los cristianos, o a los drusos, o para
ponerles de acuerdo. En cambio, una historiografía más atenta al desarrollo
real de los hechos muestra los conflictos antes señalados como resultantes,
principalmente, de la intervención extranjera mediante el sistema de
capitulaciones, que se extiende desde el último cuarto del siglo XVIII”.
El proceso en el Norte de África es bastante
similar. La intervención europea desarticuló primero la organización del país,
lo diseccionó y estableció nuevas relaciones. Los tratados comerciales con
Europa fueron creando una dependencia que cristalizó con la colonización. En el
Magreb no había comunidades cristianas, y los judíos, por su parte, estaban tan
confundidos con los musulmanes que eran llamados moros o turcos como el resto
de la población. Poco a poco, para justificar la intervención y legitimidad de
la ocupación europea, se fue elaborando, entre otros, el mito bereber en
oposición al árabe, todo ello en el seno de un discurso contradictorio que
valora a veces el carácter civilizador de los árabes, otras la espontaneidad y
frescura bereber, aunque por lo general el discurso colonial se limita a un
desprecio generalizado de todo lo referente a lo nativo. La principal misión
histórica del colonialismo era la de civilizar y proteger. Pero ahora nos
interesa recalcar la función que iba a desarrollar el concepto de bereber en el
entramado de intereses estratégicos de las potencias que intervienen en el
Norte de África.
Establecer diferencias en el seno de la
población del Norte de África sólo puede basarse en criterios lingüísticos,
unas diferencias alzadas al grado de diferencias étnicas. Hablar árabe es ser
árabe y hablar bereber es ser bereber, y entre ambos, como se ha señalado, la
relación sería de dominio. También se han señalado diferencias culturales, pero
en este dominio resulta que se da valor de diferencia étnica a la
contraposición campo-ciudad. Efectivamente, lo bereber es rural y lo árabe es
urbano. Si un bereber pasa a vivir a una ciudad y aprende árabe pasa a ser
árabe automáticamente.
A principios de siglo, destacados autores de
la inteligencia colonial, como Brémond, podían defender interesadamente tesis
como la de que los bereberes, definidos en una supuesta confrontación con los
arabófonos del país, eran europeos desde el momento en que habían formado parte
también del Imperio romano, eran europeos a los que los árabes habrían desviado
de su destino natural. La colonización europea constituiría el eficaz remedio
para restituir lo que esa inadmisible desviación histórica había provocado y que
era la total degeneración de un pueblo llamado a un destino más elevado.
Podemos reconocer con facilidad el mismo discurso en el fondo de las
pretensiones de ciertos berberistas radicales de la actualidad, reivindicando
supuestos caracteres definitorios de lo bereber que coinciden casualmente con
valores occidentales.
La misma idea fue continuada y desarrollada,
en lo que respecta al Marruecos antiguo, en 1927 en las obras de Gautier, y más
descaradamente todavía en la de Jerome Carcopino. Uno de sus libros, publicado
en 1943 es el mejor ejemplo de la aplicación del colonialismo a los estudios
clásicos. La política de acantonamientos de los bereberes de la antigüedad se
relaciona íntimamente con las posiciones estratégicas del mariscal Lyautey. El
colonialismo francés en el norte de África tomó como modelo histórico una
exaltada presencia de Roma en la antigüedad, y se identificó con la labor
civilizadora de Roma.
Pero en la actualidad sabemos que los romanos
ocuparon, y desarraigaron latinizándolas, tan sólo las llanuras fértiles del
Magreb. El resto del país continuó siendo libre de toda dominación. Serán esas
llanuras fértiles y desarraigadas las que posteriormente se arabicen
lingüísticamente y se islamicen con más rapidez en el proceso mismo de rechazo
a los poderes establecidos por Roma y sus herederos. Said Hanouz, en un
artículo titulado El origen del pueblo bereber y de su lengua, publicado en
Amazigh, dice: “Las desgracias de los pueblos bereberes comenzaron tras la
destrucción de Cartago por los romanos. Estos últimos, tras ocupar Egipto y
vencer al rey bereber Yughurta, se apoderaron de África del Norte. Los romanos
incendiaron, destruyeron y arrasaron las ciudades de los bereberes. Una parte
del pueblo bereber se retiró a las montañas, replegándose sobre ellos mismos, y
allí se enquistaron. Así fue como desapareció su escritura que, hasta nuestros
días, no ha vuelto a dar señales de vida. Los vándalos, que reemplazaron a los
romanos en el siglo V tampoco favorecieron la cultura bereber”. A ellos habría
que añadir a los bizantinos.
En cualquier caso la originalidad y el genio
propio de los bereberes fue destacado y en ciertas ocasiones, exaltado. La
enconada resistencia que los bereberes opusieron a la invasión árabe era el
testimonio de la voluntad de sobrevivir como tal de un pueblo que al final fue
derrotado. La descripción del bereber aguerrido y tradicionalmente insumiso
ocupa extensas páginas que lo imaginan como un eterno y potencial oponente de
lo árabe, sólo reducido por fuerzas mayores pero también siempre dispuesto a
alzarse contra sus enemigos. Era inexplicable que los indomables bereberes de
las montañas, siempre dispuestos a tomar las armas contra la dominación
extranjera y que lucharon contra la colonización, hubieran aceptado en su
momento el Islam, por supuesto inferior a lo que ahora se les ofrecía desde
Europa. Y empezó a decirse que los bereberes sólo eran musulmanes
superficialmente y que habían adaptado el Islam a sus creencias más antiguas.
De esto surgirá la tan en boga expresión de Islam rural e Islam urbano con el
que se diferencia entre las distintas manifestaciones espirituales de los
magrebíes. Es decir, se ha buscado siempre algo específicamente bereber en lo
que incidir para marcar distancias entre distintas partes de un mismo cuerpo
que es el mundo norteafricano.
La intervención colonial aplicó a la
población y a la historia del Magreb sus propios criterios y valoraciones. Se
definió estableciendo exclusiones hasta alcanzar la noción de bereber puro
opuesto a árabe puro, sin más relación que las que impuso una invasión en toda
regla. No importaba que esta regla dejara de explicar muchas cosas. Lo
importante es que funcionaba, y a toda una generación de magrebíes se la educó
en esta certeza. Ello ha provocado situaciones ridículas como la de convertir
ciertas regiones de Marruecos, por ejemplo, en prácticamente reservas donde se
puede contemplar la primitiva forma de vida de los bereberes más auténticos
recluidos en ambientes catalogados como curiosidades para antropólogos. Lo
bereber vende a modo de tipical en un mercado para turistas ansiosos de mitos
vivos.
En resumidas cuentas, los míticos bereberes
son tenidos como pueblos sin historia propia, y sometidos en la actualidad a la
tiranía de los herederos de sus últimos conquistadores, los árabes, que les
imponen su lengua y el Islam. Creada esta imagen, los colonizadores la
trabajaron y explotaron, y también la inculcaron. Nos encontramos así con un
pueblo que salvar, a semejanza de los cristianos y judíos de oriente. No
importaba que en el Norte de África jamás hubiesen existido bereberes sometidos
por los árabes, que nunca ese hecho haya sido registrado o constatado de
ninguna manera. Existía una historia oficial que lo demostraba y era suficiente
para establecer oposiciones. A partir de entonces, el Magreb aparecía dividido
étnicamente con buenos y malos, opresores de una raza y oprimidos de otra. Lo
árabe extranjero estaría acabando con lo bereber autóctono: había eliminado su
religión antigua, en buena medida cristiana, y estaba a punto de hacer
desaparecer su antiquísima lengua y su cultura milenaria.
Respecto a este último punto es necesario
hacer algunas precisiones. La pujanza del árabe en el Magreb es en realidad
efecto del colonialismo. En el Magreb, el bereber siempre había sido una lengua
rural, y por tanto predominante. Por su lado, el árabe era la lengua de las
grandes ciudades y de las regiones más fértiles, y no de forma absoluta. Se
sabe que a principios de siglo, en torno al ochenta por ciento de la población
magrebí era exclusivamente berberófona por el carácter rural de la mayoría de
su población. Pero la intervención colonial potenciará las ciudades y ello hará
que la balanza se incline decididamente a favor del árabe, y con la progresión
del siglo esta tendencia irá siendo cada vez más acusada. En la actualidad,
sólo en torno al cuarenta por ciento de la población conoce el bereber, que
además en su mayoría es bilingüe. Por supuesto, ser arabófono convierte
automáticamente al individuo en árabe, y podemos constatar que la población más
joven de ciudades como Tetuán, Argel o Casablanca se identifica como árabe
aunque sus padres fueran exclusivamente berberófonos. En realidad, la nueva
significación de árabe o bereber adquiere nuevos matices que no son
exclusivamente étnicos: árabe es sinónimo de urbano y avanzado, y bereber es la
lengua, o mejor dicho, dialecto, de pueblerinos. Ser árabe es ser de ciudad o
poseer un estatuto cultural reconocible. Ser bereber es pertenecer al ámbito
rural en retroceso ante la valoración positiva de nuevos modelos culturales.
El árabe sustituyó al latín como lengua de
cultura en el Norte de África. Universalmente, el árabe es identificado con el
Islam. Como lengua de cultura estaba reservado a determinados ámbitos, mientras
que las lenguas bereberes eran practicadas coloquialmente. En las ciudades, la
lengua bereber fue arabizándose en un proceso lento que dio origen al árabe
dialectal actual, estructuralmente bereber en gran medida y árabe en su
vocabulario. Y ello se debió más a la influencia de los andalusíes que a la de
los árabes. Recordemos que los andalusíes fueron los constructores de la
mayoría de las ciudades magrebíes, y a ellas aportaron su conocimiento de la
lengua del Corán, y la difundieron. Al-Andalus era profundamente urbana, y por
ello, el árabe podía ser mejor conocido que en el Magreb. El árabe magrebí fue
a remolque del árabe andalusí. Pero sólo con el colonialismo adquiriría carta
de naturaleza como lengua nacional y oficial. No habiendo oficialidad antes de
la intervención colonial, no podía existir conflicto alguno, y las lenguas se
practicaban para usos convencionales no enfrentados. En realidad, lo que en la
actualidad denominamos problema bereber es una pugna por parcelas de poder, un
poder institucionalizado por el colonialismo.
Los Estados surgidos de la descolonización
imitaban perfectamente sus modelos occidentales. Buscaron la legitimidad en lo
mismo que servía de base al Estado-nación europeo, que es la unidad del
territorio y su historia, la unidad de su religión y la unidad de su lengua. A
marchas forzadas se fueron enlazando los elementos constituyentes de esas
nuevas entidades. El Estado institucionaliza, y por tanto excluye. Así, se
elaboró una historia que tenía que tener un carácter épico: la historia
gloriosa de los árabes conquistadores del mundo serviría como elemento
cohesionador en el tiempo. Se aceptó por lo tanto el papel secundario de los
bereberes en los acontecimientos históricos. Los bereberes fueron relegados a
la marginalidad y a la falta de todo protagonismo. Por otro lado, el árabe
culto fue alzado a la categoría de lengua nacional y oficial, en detrimento de
todas las demás hablas, incluidos los dialectos del árabe. Se privaba así a la
población de toda posibilidad de acceso directo a la cultura de los
privilegiados. Por último, el Islam fue desnaturalizado hasta ser convertido en
religión del Estado e instrumento de dominio, al igual que todas las
herramientas con las que el Estado excluye a la plebe. Pero todo lo anterior no
fue la consecuencia de un proceso histórico, como había sucedido en Europa,
sino el resultado de decisiones apresuradas y arbitrarias que jamás fueron
asimiladas por los magrebíes. Conscientes de esta realidad, las instituciones
del Estado se emplearon a fondo en el adiestramiento ideológico del pueblo. El
Magreb sufre una saturación de mensajes que pretenden confeccionar una
conciencia nacional homogénea. El movimiento cultural bereber y los islamistas
son los testimonios del fracaso de esos intentos artificiales y convencionales
para la creación de una conciencia colectiva.
Desde sus orígenes, los nacionalismos
magrebíes proyectaron el ideal de identidad nacional de los Estados-naciones definiéndolos
como árabes. Su modelo es el francés, el del Estado-Nación centralizado,
lingüística y culturalmente unificado. Recordemos en este sentido una palabras
de Georges Pompidou, que declaró en 1972: “La Historia nos muestra que nuestro
pueblo, tendente por naturaleza hacia las divisiones, no pudo construir una
nación más que por la acción del Estado”. En Argelia, el radicalismo político
más afianzado, el del populismo independista, reforzó la tendencia hacia el
rechazo de la diversidad.
El arabismo del Estado argelino es más
militante que el de Marruecos. Consecuentemente, el antiberberismo es una línea
más marcada en la tradición política argelina. La intolerancia es poco menos
que absoluta en Argelia, incluso en el sector de la investigación científica,
de la Universidad o del espacio asociativo. En Marruecos existe una práctica
más liberal de la que no se puede decir tampoco que promueva o anime las
inquietudes de muchos berberófonos: en Marruecos se deja hacer mientras la
actividad berberizante no salga de los cuadros académicos y asociativos.
Estas diferencias en el trato dado al bereber
se explica por el peso diferente que ocupa la cuestión de la identidad y de la
cultura en los procesos de construcción del Estado marroquí y sus apuestas político-ideológicas.
El arabismo y el tema de la unidad juegan históricamente un papel mucho más
central en la construcción nacional en Argelia que en Marruecos, que disponía
para los franceses de una legitimidad fundadora desconocida completamente en
Argelia: una monarquía redefinida en términos que le permitieran crear un
Estado moderno. Según esa teoría política, la legitimidad del monarca
trasciende todos los demás factores y establece un lazo directo y personal
entre cada marroquí y el Estado encarnado por el Rey. La existencia de este
punto de apoyo para la construcción teórica de un Estado relativiza, sin
eliminarlo, el papel del arabismo excluyente en la definición de la identidad
nacional marroquí. En Marruecos, el tabú supremo es la legitimidad monárquica,
en Argelia lo será el arabismo y el partido único. Esto explica en cierta
medida el carácter más subversivo de la afirmación bereber en Argelia, mucho
mayor que en Marruecos.
Los Estados del Magreb fueron confeccionados
según modelos occidentales de los que se han convertido en caricaturas:
incapaces de evolucionar, se han quedado anquilosados en la fase de la
independencia. Su supuesta unidad territorial, religiosa, cultural y
lingüística es una elaboración que poco tiene que ver con las realidades de su
pueblo que posee varias lenguas, vive el Islam de otro modo al que imagina el
Estado, y posee una historia en la que se destacan valores que no son los de la
nación-Estado y una cultura descentralizada ajena a todas las tentativas de
institucionalizarla de algún modo. Lo árabe y lo islámico son eslóganes que no
llegan a la gente. La identidad-escaparate del Estado no funciona, y sólo ha
logrado crear un foso insalvable entre los dirigentes y los dirigidos.
Autor:
Abdur Rahman Mohammed Maanan