miércoles, 23 de julio de 2014

De la vana idolatría y el culto a la belleza


El hombre atesora conceptos, ideas, ocurrencias, se empapa de ellas, se funde y las hace carne y hueso, las diluye en su sangre y construye con ellas barricadas para atacar y defenderse del ataque ajeno (de otros conceptos, ideas y ocurrencias divergentes a las suyas). Así estos tesoros propios del hombre se convierten en idealizaciones, en ídolos que convergen en su más íntima adoración, se transforman en corazas excluyentes y dañinas que aletargan el espíritu y lo hunden en los abismos carcelarios de la más burda ilusión.

Conceptos, ideas, ocurrencias: he aquí la sintomatología que ha cubierto de oprobio la salud de la humanidad desde el comienzo de los tiempos. Nunca hubo enfermedad más eficaz para la ruina del hombre que aquella que afecta sus sentidos internos con lo que se eleva al estatus de verdad inexorable y con que se construyen promontorios de hierro en su honor.

Todo Profeta de Dios ha sido enviado con la Sabiduría necesaria para enseñar a la humanidad cómo desestructurar toda idolatría tanto exterior como interior: exterior la idolatría mundana, interior la idolatría del alma. Sin embargo el hombre, frágil criatura de olvidos y desencuentros, ha cometido el error falaz de idolatrar hasta su misma creencia contradiciendo abiertamente los mandatos libertadores del Dios vivo. La religión se ha vuelto un concepto acorazado, una armadura inexpugnable dispuesta a abalanzarse y devorar inquisitorialmente todo vuelo del espíritu. El mundo se cierne con sus desmedidas ataduras ficcionales reclutando esclavos desde el más ciego ateísmo y el alma encarna un rol de espeluznante egolatría en nombre de la fe. El hombre olvida a Dios y Dios no cesa de permitirnos ser partícipes inconscientes de su inmensa misericordia.

La fe debería ser un puente sobre los abismos, sin embargo la hemos convertido en una máscara con la cual justificar nuestra ilusoria exclusividad, necesidad del hombre por afirmarse a sí mismo en un mundo confundido. El ser se afirma en la pretensión y así surge la apariencia que se opone a la emancipación, corolario definitivo de la fe real.

El corazón del hombre se ha cubierto de manchas que opacan su visión, por esto que se nos hace ininteligible el mensaje que lo sagrado emite diariamente con el despertar del sol. Manchas arbitrarias, insurgentes, nutridas por una maldad que se presenta como hermosura pasional. Lejos se encuentra esto de la natural disposición de sano reconocimiento que el espíritu entona como música de belleza ante su Dios. Poco sabe la belleza de prisiones de piedra que enajenan la trascendencia del hombre. Nada conoce la belleza de oscuros carceleros que en nombre de vacíos ideales quiebran la espina dorsal de la humana consciencia.

Por esto es que hemos decidido rescatar de la bruma de los tiempos la honrada libertad de nuestro gaucho, su limpio misticismo en el que el Dios vivo palpita en cada eclosión de vida, su noble carácter que se impone sobre toda vanidosa diferencia, su integridad elemental cercana a la tierra y desprendida del agobio mundano, su alma poética y musical, reflejo fiel del culto sencillo a la belleza -pues este culto, tan original como hoy ignorado, es el que nos salvará de la ruina silente que promueve la egolatría y nos expansionará más allá del horizonte de la muerte. Redescubrir la belleza como pulso de Dios, tal es el camino de los Profetas, ayer y hoy. Y eso es Islam.

Que Dios nos ampare ante las tinieblas de la idolatría y nos permita la unción gaucha del vivir con sabiduría hasta nuestra feliz consumación.

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