(Extraído del libro "Contra los ídolos posmodernos" de Pierangelo Sequeri)
Hoy en día se puede comunicar virtualmente, a nivel planetario, incluso sin
saber nada. E incluso sin tener nada que decir. La comunicación mediática
avanzada es funcional al interés del medio, ha de confirmar su ventaja de
intermediario. El medio controla la entrada y la salida del mensaje. Incluso la
crítica del sistema, si es suficientemente espectacular y acepta las reglas, es
metabolizada en el interior de este objetivo supremo. La libertad de expresión
es negociable, pero el guion de la negociación está rígidamente vinculado por
reglas precisas de selección y tratamiento.
El
medio tiene un interés creciente en no dejarnos nunca solos: si tuviese que
reducirse a simple instrumento de
nuestra comunicación, como aparato que la facilita y la extiende, la potencia,
el medio estaría en nuestro poder. Y la comunicación dependería sustancialmente
de nosotros. La esfera mediática no sería un ensamblaje paralelo del mundo: es
más, no existiría una esfera mediática. El interés del medio se reduciría a
(casi) nada. El interés del medio, con el pretexto de su astuto disimulo
(cultivar una razón de fin y
presentarse racionalmente como medio),
ha desarrollado enormemente su soberanía sobre los contenidos: de mediador a
agente con derecho de mediación; de agente a propietario, y de propietario a
productor y vendedor en persona de la comunicación. Este desarrollo lo ha
proyectado con fuerza de la condición de instrumento regulado al rango de sujeto
regulador. Como tal, se ha apropiado de la idealidad de la comunicación: no
solo enseña su gramática y define su sintaxis, sino que se apodera de los
valores simbólicos de referencia para todo el dominio de la comunicación
humana. Incorpora así los valores de verdad realmente compartibles (desde el
proverbial «lo ha dicho la televisión» hasta el consabido «la televisión es el
reflejo de nuestra sociedad») y una especie de ética exhibicionista de la
transparencia obligada y de la confirmación pública: cuanto más enseñas, menos
hipócrita y mucho más fiable eres. Ciertamente, hoy ya estamos todos de vuelta,
sabemos que no existe una única verdad, y que la televisión no es más que
ficción (argumento sospechoso, precisamente, porque no sabes cómo interpretarlo:
o exagera demasiado, o también es ficción). En cualquier caso, todo sigue
desarrollándose como si el medio ejerciese una cierta coacción a la virtud de
la sinceridad: rápida, inmediata, esencial, efectiva. Si no te expones a la
comunicación, no tienes el valor de tus ideas, o tienes algo que esconder. En
la realidad humana existe también la dignidad de la discreción, del respeto al
otro, de la protección del malentendido, de las condiciones necesarias para
compartir lo que es importante, íntimo, profundo, complejo. Gracias al interés
comercial del medio de masas (si no lo transforma todo en material de una
puesta en escena que se puede vender está muerto), esta diferencia se ha
atenuado profundamente a favor de la comunicación: hay que comunicar siempre, como
sea y donde sea. Y se puede comunicar así cualquier cosa: porque el medio es
dúctil, consigue adaptarse a cualquier contenido. La comunicación ya no es
simplemente aparecer: se aproxima mucho al fenómeno del ser, a la prueba de la
existencia en vida. Si no eres comunicación, prácticamente no eres nada. Y si
no eres nada, quiere decir que has fallado en la comunicación. No adquieres
prestigio, no resultas fiable. (Y no vendes nada.) Estamos siempre conectados,
interactivos, sin silencios, sin reflexividad, sin fermentaciones que mejoren
el vino.
La
nueva comunicación interactiva —la de los juegos y de la red— ha supuesto
indudablemente un avance respecto a la pasividad y a la unidireccionalidad de
la comunicación mediática tradicional (diarios, radio, televisión, que por otra
parte han evolucionado al máximo dentro de este nuevo nivel de feedback). Desgraciadamente, también la
organización unidireccional del medio ha evolucionado, y se ha hecho muy
sofisticada e invisible. Y también mucho más hábil en la manipulación.
El
chat, el blog, el network
estimulan la comunicación con una curiosa mezcla de espontaneidad y de
coerción. Es el triunfo de la simulación total, y sin embargo provoca una
percepción de inmediatez. La conexión y el contacto valen mucho más que la
comunicación y la relación, justamente simulando su potenciación. Nos separan
totalmente del hábitat de nuestro cuerpo-mundo, nos gratifican con la ubicuidad
y la agregación ilimitadas. Sin embargo, crean sensación de complicidad y de
afinidad, que repentinamente presionan para pasar al mundo real, de la
intimidad o de la masa: donde luego no sabemos muy bien qué hacer. Esta
incursión se retrae y se vacía tan imprevistamente como había llegado: con la
correspondiente crisis de abstinencia y el resurgimiento de la pulsión (el
exceso de goce virtual crea dependencia real). La sístole y la
diástole de realización y des-realización pueden durar todo el año solar: el
programa social-comunitario del Yo está saturado. Aparentemente, es el triunfo
del diálogo y de la relación. La comunicación se vuelve informal (en todos los
sentidos) y directa. La libertad de expresión es máxima, pero todo ha de ser
compartido. Es el modelo de la «comuna», fracasado muy pronto en la realidad,
que halla el modo de realizarse y de durar como «acto de compartir» la amistad
en la dimensión virtual. De la comunidad al grupo, del grupo a la agregación.
Más abajo solo está el ensamblaje. La brevedad y la fragmentación, la frase
hecha y el eslogan, la actuación emocional y la competición por el protagonismo
son los modos a través de los cuales la comunicación real absorbe también poco
a poco las cualidades, por así decir,
de la comunicación mediática. Participar completamente «en el juego» y
«desnudarse» del todo ya no son metáforas de la implicación, son un espectáculo
real del exhibicionismo, que es válido como refuerzo simbólico de la
autenticidad sin hipocresía, de la franqueza sin fingimientos. Infotainment, talk show, reality.
La
estructura narrativa y performativa del lenguaje se ve indudablemente
potenciada por ello. Pero su predisposición a la formación del pensamiento y a la prueba de la realidad resulta desestabilizada en la misma
proporción. La experiencia reflexiva del hombre y la confirmación de las
relaciones humanas no funcionan así. No pueden ser incluidas en esta dimensión
de la comunicación, ni alimentadas por esta inmediatez del contacto. En ella
más bien se quedan en suspenso y se pierden temporalmente. ¿Dónde está
exactamente el paso al ídolo?
«Tienen
ojos, pero no ven.» Hay que actualizar toda la crítica del ídolo antiguo. El
ídolo posmoderno tiene ojos por todas partes y lo ve todo. Es el panoptikon de un universo
concentracionario, del que gestiona el archivo y también la agenda
programática; la memoria y los sucesos que hay que crear. Uno se siente
eufóricamente libre, pero allí dentro (mientras está dentro): trata de
permanecer allí el máximo posible, como en el éxtasis místico. Sin embargo, el
universo tiene sus jerarquías, que disimula y distribuye prudentemente. Puede
decidir elegir «rey por un día» a un imbécil desconocido de cualquier rincón
del mundo que ha cubierto de pintura a su compañero discapacitado (y el
bombardeo inmediato de mensajes «posteados» en los blogs recoge imparcialmente la euforia de los que están a favor y
la indignación de los que están en contra, para mayor alegría y vitalidad del medio). La desnudez excitante ya no es
metáfora de lo verdadero que atrae: es justamente su realidad literal.
Confundir el hecho de desnudarse con la verdad, por influencia de la antigua
expresión (la verdad desnuda), es el aspecto vencedor de esta ambivalencia.
Pero el verdadero problema es la transformación del poder de desvelamiento
obligado en ética de la comunicación libre y sin hipocresías. Hasta los mejores
muerden el anzuelo.
Todos
estamos virtualmente expuestos al juicio de este Minos, eternamente empeñado en
«etiquetar» nuestra imagen cada vez más conforme. Nos encontramos en realidad
como en aquellas pinturas que representan las almas desnudas frente al juicio
divino. El sistema es tan sofisticado que te hace comunicar incluso aquello que
realmente no querrías.
«No
existen hechos, existen solamente interpretaciones», forzó Nietzsche su crítica
a la verdad como mentira. La aparición de la nueva «subjetividad» del medio, en
el sistema mediático, se legitima precisamente tratando las opiniones como
informaciones, y las informaciones como hechos. El más indefenso, frente a esta
khora de todos los contrarios y de
todos los posibles, es precisamente el crítico clásico, el agnóstico ilustrado,
el actor social racional que espera tomar la mejor decisión a partir del
control y de la comparación de las alternativas. El dispositivo «instrumental»
de la información y de la comunicación, de la confrontación y de la
interacción, es un sistema cibernético de la deregulation que aprende: va absorbiendo la figura de res cogitans colectiva y los aspectos
del sujeto mediador que hay que tutelar en beneficio de la libertad expresiva
de todos nosotros. Su interés es el nuestro: nos pone en relación, permite
nuestro reconocimiento, potencia nuestros modestos recursos expresivos. Es el
antiguo ideal del lugar invisible del conocimiento total y del reconocimiento
discriminatorio; la interiorización del fundamento noético sobre el que todavía
en el siglo XVIII los filósofos discutían con toda seriedad: «conocerse y
conocer las cosas en Dios», como ideal de verdad inmanente en el desvelamiento
total. La ingenua y terrible identificación de la comprensión del misterio con
la pura violación del secreto.
El
paso de la comunicación mediática del dominio de la razón instrumental (cuyas
ventajas están fuera de toda discusión) a la contrafigura divina de una especie
de demiurgo relacional despótico es, justamente, el paso al ídolo. El interés comercial y económico que ha incorporado explica muchas cosas. Pero
no aún la «divinización», que se produce por la catexis ideal del Yo narcisista
que se proyecta en esa comunicación: ser el espejo reflectante de todo,
reflejándose a sí mismo. Ser como el «dios» en el que se ven todas las cosas,
con la facultad de dominar sobre ellas sin ser visto. Delirio de la
comunicación total, que la anula totalmente.
El
tótem mediático, gracias a la
simulación cibernética de un medio tecnológico inteligente en sí mismo, refleja
por su cuenta la divina manía de
omnipotencia a la que ha estado sometida la idealidad autorreferencial del
sujeto moderno: tener el control mental (y virtualmente práctico) de todo, para
estar realmente libre de todo. Disimulando totalmente la construcción despótica
del aparecer detrás de la inmediatez
revelada del reflejo. El tabú comunicacional («el desnudo
es bello», genuino, simple, auténtico) genera individuos juiciosamente
agnósticos, más allá del bien y del mal: puesto que gran parte de su seducción
se realiza a través de la coquetería de la declaración abierta del tótem
mediático de ser tan solo un medio que refleja la realidad contradictoria en la
que vivimos, nos movemos y somos («Esto no es una pipa», como en el célebre
título del cuadro de Magritte). Al principio pareció que el sistema era como
una terminal tonta: lo que metes, la terminal lo registra y lo hace circular.
Es verdad, ciertamente. Pero ahora tenemos que enfrentarnos a un salto
cualitativo (por así decir) imprevisto: ahora, lo que la terminal registra y
hace circular tú tienes que meterlo. En caso contrario, te ignora olímpicamente
y te anula.
El
problema no es tanto la vulgarización de la comunicación de masas, que tiene
sus razonables exigencias de simplificación y de distribución general. La
cuestión es la confiscación total del ser en la comunicación: con el vaciado de
todas las cualidades de la comunicación distintas de la exhibición visual y de
la saturación acústica. El problema es la desvalorización de las formas
diferentes y de sus tiempos-espacios, el sometimiento total a la inmediatez
obligada. Enormes volúmenes del pensamiento, de la reflexión, del afecto, de la
conversación y de la proximidad son inevitablemente eliminados. Y todo lo
humano que solo puede formarse a distancia de la inmediatez comunicativa deja
de formarse.
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