El cerdo en la dieta criolla
argentina: antecedentes islámicos
Autora:
María Elvira Sagarzazu (2003)
Procuramos precisar el origen
de la limitación o exclusión de la carne porcina en la dieta del criollo del
norte argentino, tema que, habiéndose tratado sucintamente en otra oportunidad
(Sagarzazu, 2001: 267-296), por la
importancia de cuanto interviene en el caso, sus antecedentes culturales, su
consagración como pauta alimenticia y la extensión que como tal alcanza,
instaba a emprender un estudio mayor.
En la Argentina la presencia de
la carne porcina en la cocina local es insignificante; el consumo de cerdo en
relación a la carne vacuna no llega al 8%,
4,74 Kg. per capita anual contra 67 Kg. de vaca [1].
En la ciudad desde la que
realizamos el estudio de campo, Monte Caseros, en la provincia de Corrientes,
viven 20.000 habitantes, hay 31 carnicerías habilitadas [2] (en la práctica funcionan algo más de 40)
de las cuales 3 suelen ofrecer carne porcina; 2 lo hacen por encargo, siendo la
tercera la única donde es posible adquirirla habitualmente. Esta ciudad y el
departamento al que ella pertenece son considerados el enclave “más gringo” (abundante en población de origen europea)
de la provincia, y lo es, por el la importancia del caudal inmigratorio
ingresado a partir de 1860 (R.Sagarzazu,
1999: 72-75). El consumo de carne porcina en el noreste argentino ha estado
ligado a las raíces etno-culturales de sus pobladores, aumentando donde hay
mayor población de origen europeo y disminuyendo donde predominan los criollos;
en general, el extendido acatamiento en todo el norte del país la ha convertido
en pauta notablemente argentina.
La cría de porcinos en la
Argentina resultó históricamente la menos desarrollada de las ramas ganaderas y
sería promovida por inmigrantes o hijos de inmigrantes europeos a partir de la
primera década del siglo XX (Giberti,
1970: 194). El perfil ganadero tradicional, en cambio, quedó determinado
por la exportación de productos vacunos
a Europa desde tiempos coloniales (Hotschewer,
1944: 15-16); la multiplicación de ese ganado desde entonces impuso su
preeminencia sobre cualquier otro. Nada de ello explica, sin embargo, por qué a
nivel familiar los argentinos discontinuaron la costumbre de criar sus propios
cerdos para el consumo, como se hacía en España en los hogares de cristianos
viejos. La tradicional matanza familiar de cerdos el día de San Juan no
consiguió arraigarse entre los descendientes de españoles rioplatenses,
mientras eran frecuentes criar gallinas, pavos o una oveja para el consumo
doméstico. Esta diferencia es un indicador a tener en cuenta.
Si en general la falta de
interés por la carne de cerdo es notable, mucho más lo es en particular hoy en
la dieta del criollo, llegando entre los habitantes rurales del noreste a una
abstención casi completa, consumiéndola con carácter excepcional para las
fiestas cristianas de Navidad y Año Nuevo[3].
Mucha de esta gente procede de
familias asentadas en sus regiones de origen desde tiempos coloniales, por lo
que la denominación de “criollos” que ellos mismos se adjudican hace referencia
a la mezcla de sangre de algún antepasado indígena con otro español aunque no
necesariamente de origen europeo. La posibilidad de que la hispanidad de
algunos criollos de la región del Plata hubiera quedado a cargo de un ancestro
morisco no solo no puede desestimarse sino que debe considerarse altamente
probable en virtud de la pauta alimenticia respecto del cerdo.
La costumbre criolla que
mantiene muy bajo el consumo de cerdo es muy antigua y proviene de España,
habiendo arraigando al punto de no haber sido revertida por el ingreso masivo
de inmigrantes italianos, españoles y eslavos durante el siglo XIX; éstos
apenas lograron impulsar una modesta ingesta principalmente en forma de
fiambres y embutidos en sus zonas de influencia[4], pero la cocina criolla
continuó firme en su menosprecio por la carne porcina; el asado siguió siendo
de vaca y en la Mesopotamia (conformada
por las provincias de Misiones, Corrientes y Entre Ríos) también de oveja,
pero cuando se habla de asado, sin otra determinación, jamás ha de esperarse
que sea de lechón y menos de cerdo.
Antes de seguir adelante, a
modo de aclaración hacemos notar que razones de diversa índole hicieron que la
Patagonia quedara fuera del área relevada para el presente informe.
El
olvidado cerdo
Los viajeros extranjeros que
describen los mercados y costumbres alimentarias de la Argentina decimonónica,
parecen no notar la presencia del cerdo, tan frecuente en la gastronomía de sus
propios países de origen, Inglaterra y Francia (H. Armaignac; H. M. Breckenridge; S. Haigh; W. Mac Cann). En los
estudios más actuales, los datos sobre el papel del cerdo en la cocina local
también son mínimos (Schávelzon, 2000),
mientras el por qué de su rechazo ha generado confusas referencias (Nueva Historia Argentina, tomo I,
2000:359-60) sin llegar al nudo de la cuestión.
Se sabe que el cerdo fue
introducido por los españoles “desde la época de Mendoza” (Giberti, 1970:20) junto con ejemplares de ganado bovino, ovino y
equino, pero a partir de 1541 se pierde el rastro de la actividad ganadera
porcina y en adelante el desarrollo de la ganadería argentina se historia en
términos de la cría de vacas, ovejas, caballos y mulas (Giberti, 1970: 21-23). Conociendo la afición de los españoles de
origen europeo por la carne porcina, esta laguna refleja la falta de entusiasmo
local por esa carne y es otro indicio que se suma al anterior, configurando una
tendencia que sugiere la presencia de un tipo de español con otras pautas
respecto del cerdo; un español de tradiciones y antecedentes etnoculturales
distintos del cristiano viejo, radicado tempranamente en nuestro territorio.
Esos españoles en España se llamaban moriscos, y por razones religiosas no
consumían carne porcina. Aunque su traslado concreto al Nuevo Mundo sea difícil de constatar, las tradiciones que rodean al cerdo denuncian
la presencia de moriscos, ya que no es posible suponer que sean los mismos
españoles, cristianos y amantes de la carne porcina, los trasmisores del
rechazo que, a su vez, constituía en España el rasgo más claro de adscripción
al Islam.
El asentamiento de moriscos
motiva muy posiblemente que un país de raíces hispánicas, como Argentina, haya
revertido la preferencia europea- cristiano- vieja por el cerdo, mientras en
virtud de la antigüedad y arraigo del tabú morisco, ni la fuerte inmigración
europea posterior logró modificarlo en profundidad.
Actualmente, frente a las 50
millones de cabezas de ganado vacuno [5], Argentina tiene [6] un stock
1.783.349 cerdos.
Esta asimétrica producción de
ganados y el exiguo consumo de carne porcina en la más europea de las naciones
latinoamericanas, no es casual, ni suele ser correctamente evaluada desde
afuera. Una firma extranjera con negocio de comidas desembarcó en Buenos Aires
con su especialidad, un sándwich de carne de cerdo. Le costó un traspié
comercial que para ser subsanado los obligaría a remplazar la carne porcina por
vacuna [7].
Coincidentemente, una serie de
mitos rodean a la ingesta de esta carne poniendo de manifiesto una actitud negativa
hacia el cerdo que sirve en general de argumentación para explicar por qué
limitan su consumo. Así lo indicaron muestreos emprendidos antes (Sagarzazu, 2001: 267-77) y lo confirma
el recientemente realizado.
Entre agosto y diciembre de
2002, entrevistamos a 67 mujeres y varones divididos en tres grupos, A, B y C,
por motivos prácticos, con edades entre 21 y 82, procedentes de 9 provincias,
de diferentes actividades, barrios y enclaves rurales de la provincia de
Corrientes presentándoles, antes de conversar con ellos, tres preguntas a
responder en forma oral o escrita, con opciones prefiguradas: 1) Qué piensa de
la carne de cerdo: saludable, grasosa, liviana, indigesta. 2) Cómo la prefiere
comer: jugosa o seca. 3) Cuándo la consume: a menudo; pocas veces; para Navidad
y fin de Año.
Respondiendo a 1), el 93% de la
totalidad de entrevistados le asignaron connotaciones negativas (indigesta,
grasosa). El 87% la come seca y el 86%
solo consume lechón para las fiestas de fin de año.
Respecto de la forma en que los
criollos prefieren cocinar el lechón (el cerdo
adulto es menos consumido aún) y en general las carnes, concuerda con el
uso morisco de “secarlas”, ateniéndose a la prescripción coránica de no ingerir
la sangre. La costumbre de dejar más tiempo la carne sobre el asador permitió a
los musulmanes españoles mantener vigente el precepto religioso aún cuando los
animales no hubieran sido faenados de la manera prescripta por el Islam
precisamente para asegurar el desangre. La prohibición del sacrificio según el método
islámico por el que la carne quedaba en condiciones de ser consumida (halal), hizo que los moriscos recurrieran a la cocción prolongada a fin de
eliminar la sangre atrapada en las venas. En la Argentina actual, los criollos
siguen prefiriendo la carne muy cocida, lo que ha sido objetado tanto por
gourmets como por visitantes anglosajones amantes del beef steak semicrudo. La
carne sangrante no es del gusto popular argentino y suele ser tolerada o
preferida, en todo caso, por paladares urbanos de gusto ecléctico, pero en
relación al cerdo, no sólo los paisanos sino un grupo mayor, que incluye gente
de hábitos urbanos, exige también la cocción lenta, pues es opinión
generalizada que eso lo hace menos indigesto.
Rafael G., dueño de carnicería
y de un vocabulario más actualizado que otros paisanos, describió la ingesta de
cerdo como algo que “se hace psicológicamente con miedo”. Por su parte, la
religiosa que colaboró con nuestro trabajo de campo fue taxativa al subrayar el
recelo unánime expresado contra el cerdo por los miembros del grupo a su cargo
(B), integrado por pobladores de un sector urbano marginalizado escasamente
influido por hábitos europeos.
Sin embargo, sería inexacto
concluir que las apreciaciones negativas respecto al cerdo se circunscriben a
los sectores sociales bajos o a pobladores incultos. El tabú traspasa todas las
capas sociales en virtud de su configuración etnocultural y simbólica.
Lo que ha mantenido el rechazo
fue la tradición, transmitida de generación en generación, recordando a
moriscos y descendientes la necesidad de abstenerse de consumir cerdo. La falta
del marco étnico, confesional, tornó impreciso el motivo por el cual debían
abstenerse, pero la fidelidad a la costumbre encontraría un nuevo conducto para
trasmitir lo esencial, consagrando al cerdo como “peligroso”, en palabras de
Miguel Mendoza; “carne brava” la llamo Ramón F., y otras maneras de expresar la
aprensión que pusiera distancia con lo “haram” (prohibido) encarnado por el cerdo según la creencia musulmana. Pero
como estamos frente a paisanos que no han oído hablar del Islam ni de animal
prohibido y para quienes las carnes hasta ahora han sido parte importante en su
dieta, hubieran consumido cerdo de no considerarlo “carne mala”, “peligrosa”,
“brava”. La función de estas connotaciones es activar el rechazo, y en tal
sentido son vestigios de la conciencia muslímica aunque para ellos nunca
tuvieron entidad los motivos por la que sus antepasados se abstuvieron de comer
carne de cerdo. Las connotaciones negativas simplemente mantienen vigente el
tabú, haciendo que no puedan considerar al cerdo como a los demás animales.
Como también ignoran su propia vinculación con el universo cultural que
confeccionó la pauta, toda esa tradición anti-porcina constituye un enigma; ellos
mismos no saben por qué “aunque a veces en el campo venden esa carne más
barata, prefieren evitarla”.[8]
Se advierte aún mejor lo que
encierra de “prohibido” este asunto, a través de un dicho vulgar que compara
las relaciones homosexuales con comer cerdo. Ante la acusación de
homosexualidad, en Corrientes se responde “yo no como chancho”, es decir, estoy
libre de esa acusación. Ahora bien, las acusaciones apuntan o suponen, en el
terreno jurídico, una trasgresión, mientras en lo religioso, la trasgresión se
acerca, o es, pecado. En el dicho anterior, la figura del cerdo representa
tanto al pecado como al delito; el carácter jurídico se solapa al religioso,
como es propio en la concepción islámica de la ley.
La dificultad para conciliar
esta negativa y para nada europea
percepción del cerdo en gran parte de Argentina ha hecho que algunos
investigadores intentaran derivarla de tradiciones indígenas. Antiguamente los
tehuelches de Santa Cruz no comían pecarí, y esa costumbre fue sugerida como
posible antecedente del tabú porcino actual. Sin embargo, buenas razones
impiden que tal sea el origen. Primero, cualquier influencia indígena en la
dieta argentina hoy es mínima, mientras el tabú porcino es muy extendido. Los
aborígenes del Noroeste y los guaraníes del Noreste han transmitido algunas
tradiciones culinarias de presencia limitada a sus respectivas regiones, pero
nada más, ninguna con el vigor del tabú del cerdo. Más aún, entre los indígenas
de las regiones mencionadas, la ingesta de cerdo no está limitada por el tabú
sino por motivos económicos, mientras el elemento criollo de esas mismas
regiones mantiene el tabú. Por otra parte y regresando al caso tehuelche,
puesto que no hubo cerdos hasta la llegada de los españoles, el rechazo
referido al pecarí no tuvo por qué trasladarse al cerdo. El parecido físico de
los animales no es suficiente para garantizar el deslizamiento del tabú de un
animal a otro, menos aún el parentesco zoológico, completamente ignorado por
los indígenas. Tampoco los parentescos “populares” hacen mella en este tabú. En
Corrientes, donde el cerdo es resistido, se consume cerdo salvaje (un porcino) y capivará o carpincho o
cerdo del monte (un roedor gigante).
El tabú tiene identificado exclusivamente al cerdo de crianza como objeto del
rechazo. Tercero, el tabú del pecarí no llegó más que hasta el Río Negro; el
del cerdo se registra desde Buenos Aires hacia el norte, en zona que estuvo
poblada por aborígenes de otras etnias ajenas al tabú del pecarí.
Por otra parte, las regiones
del centro y norte de Argentina, donde el rechazo al cerdo sigue siendo más
pronunciado, son las mejor hispanizadas del país, por lo que corresponde
enfocar la búsqueda hacia lo hispánico. El tabú es otra de tantas costumbres
trasmitidas por españoles, pero no por cualquier español, sino por los de
tradición morisca.
El recorrido cultural que ha
realizado la percepción negativa del cerdo en Argentina conduce a asociarla al
tabú islámico a través de los moriscos españoles, originariamente musulmanes.
Sabido es el apego de los moriscos, en España, a sus costumbres en general (Epalza, 1994) y en particular a esta pauta; la aversión a
la carne de cerdo llegó a constituir la marca étnica más indudable y el más
persistente vínculo con las tradiciones de sus antepasados. Cuando la comunidad
musulmana desaparece como tal y se prohíben sus prácticas religiosas, pervive
la costumbre de no comer carne de cerdo. Los moriscos españoles, ya
cristianizados, nunca la abandonaron (García
Arenal, 1978: 69).
La trasmisión y arraigo de ese
hábito en la soledad del territorio rioplatense, no encontró obstáculos para
prosperar. Asimismo, la insignificancia del cerdo en la alimentación colonial
pudo haberse acentuado por el hecho que los españoles de estirpe cristiano-
vieja constituían el nivel superior de la escala social colonial; ellos
hubieran sido los interesados en desarrollar la ganadería porcina, pero no
estaban para esas tareas sino para el funcionariado y la burocracia imperial,
mientras que quienes no tenían acceso a los puestos codiciados -reflejo de su
escasa inserción en la cúpula social formada principalmente por cristianos
viejos- se ganaron la vida en actividades comerciales y agrícolas, pero si
había moriscos entre ellos, con seguridad no iban a dedicarse a la cría de
cerdos.
Puede objetarse este
razonamiento sobre la base de ser válido para América en general, mientras que
el rechazo al cerdo, tal como lo conocemos en Argentina, es un fenómeno
localizado. Respondemos que la tardía colonización rioplatense (segunda mitad del s. XVI) abría las
puertas de un territorio poco explorado en un momento de agravamiento de la
crisis morisca en España, tentando a más colonos de ese origen a abandonarla. A
diferencia de la colonización de Méjico y Perú, en proceso ya desde la primera
mitad del siglo XVI, para cuando los moriscos son urgidos a abandonar su
tierra, eran ya conocidas las condiciones del Río de la Plata como región
vacía, ideal para pasar inadvertido. Se sabía de la casi inexistente vigilancia
inquisitorial por falta de tribunales, del poco control de las autoridades
rioplatenses por la distancia entre poblados (Domínguez Ortiz, 1996:35) y la fama de “paraíso de Mahoma”
conquistada por Asunción del Paraguay, a la que se accedía desde Buenos Aires.
Si bien la tierra debió quedar
principalmente en manos de descendientes de cristianos viejos, la actividad
misma de criar los animales requería de una mano de obra que salía de esa
populosa segunda línea de la colonización donde los cristianos viejos no
necesariamente serían mayoría. Entre los pobladores de condición social
inferior sin duda hubo moriscos (Solá,
1935: 131), y en el Río de la Plata, la escasez de centro urbanos no
dejaría al criollo muchas opciones fuera de las tareas agrícolas o de la simple
posibilidad de subsistir en el campo. A este modo de vida rural o ruralizada
recurrieron también los moriscos españoles, devenidos en peones seminómades en
el siglo XVI.
La ex-comunidad musulmana, al
ser desarticulada y sus miembros deportados a regiones diferentes, como parte
de una estrategia para evitar sublevaciones (Aranda Doncel, 1984: 26), motivó que los moriscos perdieran sus
bienes y fuentes de trabajo habituales. Aunque entre ellos habían existido
profesionales de todas la ramas del saber (Galmés
de Fuentes, 1999), en el siglo XVI terminaron desempeñándose en tareas
rurales, como arrieros y trajineros, desplazándose de un lugar a otro con el
ganado, ventajosa manera de hurtarse a la vigilancia inquisitorial.
A los pauperizados y acosados
miembros de la comunidad morisca en la segunda mitad del 600, su situación
socioeconómica pudo haberlos empujado más que a otros españoles a buscar alivio
en el Nuevo Mundo. El Río de la Plata era la nueva opción, necesitaba
pobladores y ofrecía a cambio “un ambiente de relajamiento” (Domínguez Ortiz, 1996:10).
A mediados del siglo XVI,
cuando la colonización rioplatense toma impulso, arreciaba la represión a la
comunidad morisca en España a raíz de la rebelión de las Alpujarras (1568) y el intento de buscar la
protección turca, que a su vez desencadenará mayor represión.
Los puertos de Canarias (Ben Mansour, 1997) ofrecían buenas
facilidades para abandonar España. A este paso clandestino o semi-clandestino
de moriscos atribuimos mucha importancia; estamos viendo el modo de investigar
esta ruta de salida de cristianos nuevos rumbo a Sudamérica ya que su presencia
aquí echará luz sobre nuevos aspectos de la vida colonial.
Aún cuando nuestros estudios
sobre la presencia morisca en América están en pañales, investigadores de otras
áreas coinciden en afirmar que “a diferencia de España, el cerdo en sí mismo no
fuera comido aquí (Argentina) sino
raramente entre aquellos que podían optar; para la marinería del siglo XVI era
un manjar fue un manjar exquisito y casi el único acceso posible a la carne
roja durante los largos e inacabables viajes, pero para los habitantes urbanos
del siglo siguiente el cerdo no era más que un animal despreciable” (Schávelzon, 2000: 83).
Escenario
del estudio
El departamento de Monte
Caseros, como dijimos, ha sido la base desde la que se ha recolectado gran
parte de la información contenida en este informe. El departamento está
dedicado principalmente a la cría de ganado vacuno y lanar, y al cultivo de
citrus. La distribución similar de las especies ganaderas criadas en los cuatro
departamentos lindantes admiten que los guarismos de Monte Caseros sean
interpretados como semejantes a los de sus vecinos.
Monte Caseros posee vacunos (198.000 cabezas), lanares (100.800) y en menor número también
ganado caballar, muy por debajo de los cuales incluso se colocan los porcinos:
858 ejemplares [9].
El territorio está cubierto por
pasturas naturales, favorecidas por la irrigación fluvial de los numerosos
afluentes del Uruguay, río que forma el límite con la República Federativa de
Brasil y la Republica Oriental del Uruguay. Las condiciones naturales para la
cría de ganado han hecho de esta región un centro productor de ganado bovino y
ovino de cierta importancia. En vista de ello, la vida de campo tiene todavía
relevancia, a pesar de la expectativa -más útópica que real- que mueve a los
pobladores rurales a buscar mejores condiciones laborales en los núcleos
urbanos.
Los habitantes rurales del
sudeste correntino pueden agruparse en tres grupos diferenciados social,
económica y etno-culturalmente. Los dueños de la tierra, sean propietarios de
estancias o explotaciones frutihortícolas son de ascendencia europea,
bisnietos, nietos o hijos de inmigrantes españoles, italianos, vascos y en
mucho menor número, de otro origen (francés,
alemán, inglés) cuyos antepasados llegaron a este país entre 1860 y 1930.
La mayor afluencia inmigratoria a este núcleo urbano, comparado con otros de
similares características en la región, estuvo facilitada por la llegada del
ferrocarril en 1875 como punto terminal, hacia el norte, del ramal del Este
Argentino que partía de Buenos Aires (R.
Sagarzazu, 1998: 94).
La mano de obra en las
propiedades rurales de estos argentinos con dos o más generaciones de arraigo,
es sin embargo criolla, es decir, constituida por descendientes de los viejos
colonizadores venidos de España que mezclaron sus sangres con el elemento
indígena local, que en la región estudiada corresponde a la etnia guaraní.
Observaciones
y conclusiones
La demora para identificar el
tabú islámico como base de la pauta que enmarca el consumo de cerdo en la
región, se debe a que no se ha dado importancia a una cuestión que nos parece
central para la historia de la colonización americana: el origen diferenciado
de los españoles intervinientes en aquel proceso. Se omite señalar que los
colonizadores peninsulares del siglo XVI no formaban un grupo cultural y
étnicamente homogéneo, y que si bien se menciona la preeminencia de andaluces
en los primeros tiempos de la colonización (Boyd-Bowman,
1956) seguidos de extremeños y vascos, bajo la denominación de “andaluces”
nunca se consideró la posibilidad de que fueran moriscos, pese a haber sido
Andalucía históricamente la región más largamente dominada por musulmanes y la
que albergaría, después, a sus descendientes cristianizados, los moriscos. La
ausencia de esta perspectiva ha impedido en América la discriminación
etnocultural de las pautas procedentes de España, denominándose “español” a
todo lo trasmitido desde España, como si no hubiera diferencia entre las
tradiciones de Asturias, Castilla o Andalucía, pero sobre todo, como si los
cristianos viejos y nuevos procedieran de un mismo tronco etnocultural. Esa
artificial homogeneidad atribuida a la España que nos conquista en el siglo
XVI, hace olvidar cuán nueva España como unidad política y que por debajo de la
plataforma cultural “española” sostenida, por el castellano y el catolicismo,
los propios españoles mantenían sus particularismos regionales, sus diferencias
étnicas, lingüísticas y de tradiciones y costumbres.
El tabú del cerdo registrado en
la región de Argentina abarcada por este estudio-fracción de un territorio
mayor donde se reitera- ha tornado aún más ineficaz la denominación de
“española” dada a cualquier costumbre venida de España. A los efectos del
presente estudio, esa indeterminación implica sostener que los españoles
rechazaban la carne porcina. Este y otros absurdos se evitan al hacer cada vez
que sea necesario, y no es siempre, la distinción entre españoles cristianos
viejos y cristianos nuevos de moros, lo que a su vez facilita la identificación
de cada pauta, rasgo o tradición, refiriéndolo a su respectivo ámbito
civilizatorio. Al menos para los estudios sociales que abarquen los siglos XVI
y XVII en el Río de la Plata, la discriminación es irrenunciable, razón por la que propusimos practicarla en la
historiografía americana, mientras hasta ahora solo se la utilizaba en relación
a España. La ausencia de esta perspectiva
tenido efectos retardatarios para la investigación, como lo demuestra el
caso que estudiamos. Cuesta pensar que tratándose de algo tan bien conocido en
España, la versión americana de lo mismo no fuera descripta también.
Por otro lado, la
discriminación entre cristianos nuevos y viejos, o españoles y moriscos, es
consecuencia de una realidad: el apartamiento en que vivieron los miembros de
las comunidades cristianas y musulmanas en España a pesar de la moderada
convivencia de los siglos medios. A ese divorcio etnocultural no son ajenas las
cosas de América y es hora de notarlo.
El mutismo de los cronistas del
siglo XVI y de la historiografía posterior respecto del paso y asentamiento de
“prohibidos” en América ha sido, pues, responsable de mantener en la oscuridad
el origen del tabú del cerdo en Argentina. Lo que incuestionablemente el tabú
está indicando es la presencia de cristianos nuevos de moros en estas tierras,
pero sostener esto también constituye, en algunos ámbitos, otro tabú, por
desbaratar la vieja asunción de que América había quedado libre de conversos,
asunción que no es sino reflejo de la política española del siglo de la
Conquista.
A pesar de las prohibiciones y
cuidados puestos por las autoridades españolas para evitar el ingreso de
moriscos (Viguera-Molins, 1997), los
moriscos tuvieron necesidad de venir al Nuevo Mundo y lo hicieron; el rechazo a
la carne porcina puede considerarse la más segura prueba de su presencia en
América, así como en España fue señal de pertenencia al Islam. Aquí no hubo
Islam, pero sí moriscos, al contrario de lo que se creía, que “no hubo
influencia árabo-islámica sobre la sociedad íbero-americana. La influencia fue
indirecta y a través de la asimilación de determinados elementos de aquélla por
parte de la civilización hispana [...](García
Arenal, 1997:19).
Hemos señalado detalladamente a
qué nos referimos cuando asociamos este tabú al Islam (Sagarzazu, 2001: 267-296), que no implica el traslado de la
religión islámica ni siquiera la conservación de costumbres de ese ámbito con
plena conciencia de su origen. La presión inquisitorial, la severidad de las
penas que pesaban sobre toda forma de criptoislamismo o el deseo de poner fin
al acoso por ese motivo, fue dejando atrás los orígenes “infamantes”, moriscos,
religiosos, del tabú, gracias a lo que la costumbre se seculariza,
trasmitiéndose a cualquier criollo, haya o no tenido antepasados musulmanes.
No comer cerdo regularmente,
pero hacerlo para Navidad y Año Nuevo desnuda a la vieja pauta religiosa de su
carácter islámico, asociándola a la religión mayoritaria. Hoy, los criollos
consideran que el cerdo es “malo”, “pesado” o sencillamente “comida de
gringos”[10], es decir, algo ajeno a su propia tradición. Este carácter
“extranjero” asociado al cerdo habría de convertir su carne en impropia para
rellenar las empanadas “autóctonas” que son el plato fuerte de las fiestas
patrias. Los criollos no estiman que el cerdo sea una carne “adecuada” para las
fiestas cívicas, lo que sugiere que inconscientemente continúa fuera de la
esfera cultural del criollo, quedando identificada como alimento de cristianos
viejos y gringos (extranjeros).
Probar “sin culpa” un lomo de cerdo fue la oferta hecha al público por
creativos publicitarios de Buenos Aires
(Sagarzazu, 2001: 274),
conocedores de la innata resistencia del argentino a esa carne; el discurso
revela el carácter enigmático de la resistencia. No sabemos de otros productos cárnicos que
fueran introducidos al mercado previa indicación de la actitud de conciencia
con la que el público debía consumirlos. En los últimos años se han puesto de
moda alimentos de origen animal no tradicionales (caracoles, ranas, liebres,
guanaco) y los consumidores los adoptan o no, sin necesidad de recibir licencia
moral desde la publicidad. Solo el cerdo agita todavía hoy en el interior de
muchos argentinos el fantasma de la carne que es mejor no comer.
Bibliografía
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Editores, Rosario, 2001.
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Editores, Rosario, 1998.
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Miguel: Historia del arte hispano- americano, Editorial Labor, Barcelona, 1935.
Referencias:
[1] Fuente: Secretaría de
Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación, año 2002.
[2] Fuente: Servicio Municipal
de Bromatología, diciembre 2002.
[3] 30 entrevistados del grupo
A, de entre 21 y 41 años procedentes de 9 provincias (Neuquén, Mendoza, Buenos
Aires, Formosa Chaco, Tucumán, Catamarca, Misiones y Corrientes) consultados
por escrito cuándo consumían cerdo, 18 respondieron en Navidad y Año Nuevo; 9
lo hacían “pocas veces”; 3 respondieron “a menudo”. El grupo B) contó con 18
encuestados oralmente por la religiosa M. Zinny en el comedor comunitario del
barrio marginal del Tiro; la totalidad respondió a las mismas preguntas
sosteniendo que el cerdo es pesado, y se lo come bien “seco” solamente para las
fiestas. El grupo C) estuvo constituido por
19 profesionales, funcionarios, docentes y amas de casa de clase media.
[4] En la Pampa Húmeda,
generalmente. En la provincia de Santa Fe aumenta el consumo de cerdo en las
colonias germano-helvéticas y otras pobladas por descendientes de italianos del
norte (Esperanza, San Carlos, Franck, Rafaela, Colonia Suiza, etc).
[5] Fuente: informe anual de la
Secretaría Nacional de Salud y Calidad Agroalimentaria (SENASA), 1998.
[6] Datos al momento de realizarse
el presente trabajo.
[7] “Lomitón, éxito chileno”,
Gaceta Mercantil Latinoamericana, año 3, N°149, semana 28/2/99, Buenos Aires.
Saô Pablo-Rio de Janeiro.
[8] Testimonio de la señora de
D., 12/12/2002.
[9] Fuente: informe mensual
departamental del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria
(SENASA) de Monte Caseros, Corrientes,
en octubre de 2002.
[10] Entrevista a Ramón Cabral,
estancia “La Esmeralda”, Julio 28, 2002.