Lo
que allá por el año 2001 Berlusconi proclamaba en alta voz –la superioridad de
la civilización occidental sobre el Islam- es lo que de hecho generalmente piensa
la inmensa mayoría de los occidentales, por más que sus prejuicios igualitarios
les impidan a veces confesarlo. Y no puede ser de otra forma cuando se cree que
la ciencia moderna es la única expresión de la verdad, que la democracia es la
única forma legítima de gobierno que ha conocido la historia, que la libertad
individual es una premisa innegociable, que la tecnología moderna es un bien
imprescindible y que el crecimiento económico indefinido es un objetivo
deseable. Ciertamente, quien aceptando estos principios no afirme la
superioridad de Occidente, o es incapaz de encadenar dos pensamientos seguidos,
o es un embustero y un hipócrita.
El
problema -que el fundamentalismo occidental es incapaz de comprender- es que
negar la validez de tales premisas, poner en cuestión la ciencia, la
tecnología, la democracia, el desarrollo, el humanismo, el arte y la cultura de
la modernidad occidental, no implica necesariamente compartir los supuestos del
integrismo islámico ni de ningún otro integrismo. Muy al contrario, es ahí
donde realmente debería plantearse el único debate que podría, si acaso,
producir algún resultado fructífero: lo que en estos momentos hay que poner en
cuestión no son unas u otras actitudes políticas de limitado alcance sino los
fundamentos mismos en los que se asienta la civilización occidental moderna.
Cada vez más, el discurso político de cualquier signo pretende encerrar el
debate en discusiones minimalistas para eludir a toda costa cualquier
cuestionamiento global.
Se
impone preguntarse, por el contrario, si lo que Occidente precisa son unos
meros cambios políticos o una reorientación de los valores básicos que han
regido su existencia en los últimos siglos. El énfasis en el desarrollo de la
razón lógica frente a otras formas de pensamiento y la autonomía del individuo
frente a la colectividad son quizá las dos características básicas que han
determinado el desarrollo mental de Occidente a partir del Renacimiento, y no
se discute que en ese camino se han podido conseguir ciertos logros de
importancia. Ahora bien, un desarrollo tan hipertrofiado como unilateral de
unas posibilidades en principio legítimas ha llevado a una situación en la que
la destrucción parece superar con mucho a la construcción.
El
discurso de la razón ha desembocado en un positivismo miope y el de la libertad
en un individualismo egoísta, egotista y ególatra, que se traducen en una
pérdida generalizada de cualquier sentido para la existencia y en un alarmante
incremento de la violencia en todos los niveles. El pensamiento único instalado
ya mayoritariamente en las conciencias no permite comprender (cosa bien
distinta a tolerar) que pueda haber otras formas de percibir el mundo
radicalmente distintas a la del pensamiento racionalista occidental, y que esa
distinta percepción determina otra forma de estar en el mundo y una diferente
concepción de todas las estructuras sociales. La unidimensionalidad de la
visión occidental convierte automáticamente a quienes disienten de su
igualitarismo y su democracia en «fascistas» o «terroristas», cuando no en
materializaciones del Mal Absoluto (por ejemplo, los talibán).
Dicho
sea de paso, el código social del integrismo afgano -cuya defensa, innecesario
aclararlo, de ningún modo se pretende asumir aquí- puede ser contrario tanto al
Islam tradicional como a Occidente, pero eso no autoriza atribuirles todos los
horrores imaginables, algunos de los cuales, por lo demás, tal vez sólo sean
tales para el fundamentalismo laico occidental.
La
mentalidad occidental moderna, que promueve sus particulares criterios al rango
de principios universales y se considera con derecho a dictaminar sobre el bien
y el mal a lo largo y ancho del mundo, no parece capaz de entender que una
cultura es una red dinámica de compensaciones y que las pautas culturales no
pueden examinarse aisladamente, sacándolas de su entorno, aislándolas del
contexto y valorándolas como si de súbito hubieran cobrado existencia en el
medio del que las juzga, pues sólo adquieren sentido contemplándolas en su
lugar natural, dentro del conjunto que las integra y desde el sentido que les
otorgan sus propios fundamentos.
Identificar
una cultura y definir su carácter a partir de ciertos detalles incomprendidos
de su legislación, es una aberración metodológica que demuestra una absoluta
incapacidad mental para dar un paso más allá de los límites de la cultura
propia. Es necesario entender que el Islam es a la vez una vía religiosa y un
sistema social y que ambos elementos son absolutamente indisociables. La idea
occidental de una creencia religiosa reducida al plano estrictamente privado,
competencia exclusiva de la conciencia individual, es una idea excepcional en
la historia de la humanidad, ajena a cualquier otro pueblo. Son los
occidentales los que deberían esforzarse por entender una indisociabilidad que
ha sido siempre la norma universal y no el resto del mundo el que debe
comprender la anómala excepción. Cada cultura es, de hecho, un entramado de
limitaciones más o menos conscientemente aceptadas.
Sólo
Occidente, imbuido de un delirio prometeico, parece radicalmente inconsciente
de sus propios límites. Fascinado por el mito de la libertad, el individualismo
propio de la cultura occidental aspira a una libertad individual que, siendo
como es, cualitativamente irrisoria, quiere ser cuantitativamente absoluta:
descompensación característicamente generadora de monstruos que la propia
historia revela tan ilusoria como catastrófica. Para las culturas tradicionales
como el Islam, la libertad (en el mermado sentido en que la entiende Occidente,
es decir, como libertad de hacer) es un medio, pero nunca un fin; además, su
meta fundamental es de orden espiritual, no material, y la libertad en el plano
de la acción no puede tener sino un valor relativo, desde el momento en que ni
siquiera la propia vida lo tiene mayor. Por otra parte, su punto de mira
esencial no es el individuo sino la colectividad, lo que da origen a planteamientos
distintos. Lo menos que se puede decir es que no parece que el liberalismo
individualista occidental haya llegado a logros tan convincentes como para
sentirse moralmente autorizado a imponer sus criterios al mundo.
Por mucho que Occidente proclame el derecho teórico a
la diferencia y alardee de tolerancia, pretende imponer su sacralizada
democracia a todo el mundo y se escandaliza de forma farisaica en cuanto se
plantea en cualquier parte, por alejada que esté de su específico universo
mental, la existencia de una norma cultural que no se adapte a su particular
ideario. Occidente no puede entender algo tan elemental como que si ciertas
costumbres, islámicas o de otro origen, parecen a sus ojos absurdas o
aberrantes, no menos aberrantes e inadmisibles podrían parecer a otros pueblos
determinados usos occidentales.
Ciertamente,
el recurso a las peculiaridades culturales no puede servir para justificar
cualquier cosa. Precisamente desde un punto de vista islámico el ser humano es
en última instancia un ser metacultural, portador de unos valores universales
que le alinean con el conjunto de la humanidad. Tal vez puedan definirse
algunos derechos y deberes del ser humano en cuanto tal, pero, en ese caso,
¿qué derecho tiene Occidente a hablar en nombre de la Humanidad?
Es
probable que la Declaración Universal de los Derechos Humanos haya tenido
ciertos efectos benéficos en situaciones concretas, pero no deja de ser curioso
que el progresismo occidental, defensor precisamente de una concepción del hombre
que lo limita a ser un producto social, y por ende un ser estrictamente
cultural, se haya permitido, sin embargo, definir solemnemente, de forma tan
unilateral como contradictoria, nada menos que los «derechos universales del
hombre». Que un producto «cultural» pueda tener derechos universales es quizás
algo más que un lapsus: es de temer que pueda ser la proyección de sus propias
aspiraciones totalitarias y la revelación de que los signos que Occidente
enarbola como bandera de su «humanismo», no son más que el ropaje moralista con
que pretende disfrazar su pensamiento único.
Quienes elaboraron la famosa «declaración» olvidaron
incluir, como derecho humano prioritario, el que tiene toda cultura específica
a existir y a determinar los códigos de derechos y deberes por lo que quiere
regir su vida, sin que se los determinen los demás, ni siquiera los
progresistas occidentales.
El
integrismo democrático predica contra el racismo excluyente, mientras, en
nombre de un igualitarismo despersonalizante, practica un racismo incluyente de
efectos todavía más perversos. En el mismo sentido, se habla de respetar y
aceptar el Islam, pero lo que habría que preguntarse es qué tipo de Islam
estaría dispuesto a aceptar Occidente. No, desde luego, un Islam integrista.
Quedó claro en Argelia -donde los vencedores de unas elecciones democráticas
fueron derrocados con el apoyo de todas las fuerzas políticas de Occidente- y
está quedando claro en Afganistán. Pero aún menos se aceptaría un verdadero
Islam tradicional, tan alejado del integrismo como de ese Islam modernizado,
democrático y muy al estilo New Age - en suma, completamente occidentalizado-,
caricatura del verdadero Islam, que es el único que Occidente estaría dispuesto
a tolerar.
Se
presume de aceptar a negros, gitanos, orientales, africanos... a condición de
que se comporten exactamente como los blancos occidentales modernos, es decir,
a condición de que dejen de ser negros, gitanos, orientales o africanos.
Hasta
qué punto un sistema que ha hecho del mundo un mercado, que convierte las
catástrofes ecológicas en rutina, que condena a la miseria y a la muerte a gran
parte de la población mundial, que periódicamente desencadena guerras por
doquier y que uniformiza el mundo según los estupidizantes criterios del modo
de vida americano, sigue mereciendo ser considerado una «civilización» y no,
más bien, una sofisticada forma de barbarie.
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