Todo lo contrario al «ojo por ojo...»: el Emir
Abd al-Qadir
El terrorismo es odio y este odio suele ser
la desfigurada expresión de una denuncia, quizá incluso legítima. En la
actualidad, pocos dudan que las injusticias cometidas a diario en Palestina y
en otras partes del mundo musulmán no conlleven estas protestas, pero en el
islam nada justifica el ataque y el asesinato de civiles, ni el exceso como resultado
del odio, incluso si este se basa en denuncias legítimas. El objetivo de la
justicia debe conseguirse de acuerdo con la justicia. El fin no puede
justificar lo medios:
¡Oh vosotros
que habéis llegado a creer! Sed firmes en vuestra lealtad a Dios, dando
testimonio de la verdad con toda equidad; y que el odio hacia otros no os haga
desviaros de la justicia. Sed justos: esto es lo más afín a la conciencia de
Dios.
(33)
Llegados a este punto, nos parece útil
adentrarnos en una de las figuras más importantes de la historia reciente: el
emir Abd al-Qadir, líder de los musulmanes argelinos en su heroica resistencia
al colonialismo francés entre 1830 y 1847. Su conducta es un perfecto ejemplo
del principio anunciado en el anterior versículo y, en general, todavía sigue
siendo un poderoso antídoto para la gran mayoría de virus que intoxican el
cuerpo político del mundo musulmán actual. Su respuesta a un verdadero y vil
enemigo nunca estuvo incitada por la injusticia, todo lo contrario. Su
impecable conducta frente a la traición, la mentira y la inenarrable crueldad
de sus «civilizados» adversarios provoca que estos todavía aparezcan como más
depravados. Su enemigo, los franceses, que iniciaron la agresión imperialista
contra los musulmanes argelinos, fueron culpables de los crímenes más horribles
en su «misión civilizadora», crímenes que incluso se reconocieron como tales
por los arquitectos de esa misión, aunque justificados en base a la absoluta
necesidad de imponer la «civilización» a los árabes. Este era un fin que
justificaba cualquier medio, incluso el más salvaje. Bopichon, autor de dos
libros sobre Argelia en la década de 1840, señala así el principio subyacente
del proyecto colonial francés:
Poco importa
que Francia, con su conducta, traspase los límites de la moral: lo esencial es
que establezca una colonia estable y, como consecuencia de ello, imponga la
civilización europea a esos países bárbaros. Cuando se lleva a cabo un proyecto
que favorece a toda la humanidad, el camino más corto es el mejor. En estos
momentos, es cierto que el camino más corto es el terror. (34)
«Terrorismo» es el término que mejor describe
la política perpetrada por Francia, y abundan los testimonios de las
atrocidades cometidas en ese proyecto. Un evidentemente arrepentido, por no decir
traumatizado, Count dHérisson, explica en su libro La chasse à lhomme (La caza
del hombre) lo siguiente: «Debíamos regresar con un barril lleno de orejas
amputadas, por parejas, de los prisioneros, amigos o adversarios», causándoles
«crueldades inimaginables». Las orejas de los árabes se recompensaban con diez
francos el par, «y sus mujeres suponían un trofeo perfecto» (35). Los informes
oficiales franceses registraron avergonzados estos actos monstruosos. La
Comisión de Investigación Gubernamental admite, en su informe de 1883, lo
siguiente:
Masacramos a
gente que llevaban pases franceses, degollamos a poblaciones enteras que más
tarde se comprobó que eran inocentes. Juzgamos a hombres famosos por su
santidad en esas tierras, hombres venerables, porque habían tenido el valor
suficiente para venir, conocer nuestro odio y así poder interceder en nombre de
sus desafortunados paisanos. Eran hombres que fueron sentenciados, hombres
civilizados a los que ejecutamos. (36)
¿Cómo respondió el emir Abd al-Qadir a estas
salvajadas? Sin venganza ni rabia: con una conducta apropiada, desapasionada y
fundamentada en los principios morales. En una época donde Francia mutilaba a
los prisioneros árabes, masacraba indiscriminadamente a tribus enteras, quemaba
vivos a hombres, mujeres y niños, y donde muchas cabezas argelinas se colgaban
como trofeos de guerra, el emir manifestó su grandiosidad y su suscripción
coherente a los principios islámicos y rechazó rebajarse al nivel de sus
adversarios «civilizados» con el siguiente edicto:
Todo árabe
que tenga en su posesión un francés debe tratarlo correctamente y llevarlo
hasta el califa o al propio emir tan pronto como le sea posible. Si el
prisionero denuncia malos tratos, el árabe no recibirá ninguna recompensa. (37)
Cuando se le preguntó cuál era la recompensa
por una cabeza francesa, respondió: veinticinco golpes de bastón en las suelas
de los pies. Se comprende de este modo por qué el general Bugeaud,
gobernador-general de Argelia, lo describió no sólo como «un hombre de genio
cuya historia debemos ponerla junto a Jugurtha», sino también como «una especie
de profeta, la esperanza para todos los fervientes musulmanes» (38). Cuando
finalmente fue derrotado y llevado a Francia, antes de exiliarse a Damasco, Abd
al-Qadir recibió a cientos de admiradores franceses que habían oído hablar de
su valentía y nobleza. Los visitantes, por los que él sintió un gran afecto,
eran principalmente oficiales franceses que querían agradecerle el trato
recibido mientras fueron sus prisioneros en Argelia (39).
Debemos repasar detalladamente el
extraordinario cuidado que brindó el emir a sus prisioneros. No sólo procuró
que se respetaran sus derechos frente a posibles venganzas por parte de quienes
habían perdido a sus seres más queridos (brutalmente asesinados por los
franceses), también manifestó especial interés por su bienestar espiritual e
invitó a un cura cristiano para que atendiera las necesidades religiosas de sus
prisioneros. En una carta a Dupuch, obispo de Argelia, con el que había entablado
negociaciones sobre los presos en general, el emir escribe: «Enviad un
sacerdote a mi campo, no le faltará de nada» (40).
Asimismo, a propósito de las mujeres
detenidas, les dedicó el trato más sensible, y bajo el cuidado de su madre las
colocó en una tienda permanentemente vigilada contra cualquier intruso (41). De
todo ello no sorprende que muchos de estos prisioneros abrazaran el islam,
mientras que otros, una vez liberados, decidieron permanecer junto al emir y
ponerse a sus órdenes (42).
Este trato humano del emir fue mantenido en
secreto por el ejército francés. Si se hubiera sabido, el resultado hubiera
sido devastador para la moral de sus soldados, a quienes se les había dicho que
estaban combatiendo en una guerra civilizadora, y que sus adversarios eran unos
bárbaros. Como confirmó el coronel Gery al obispo de Argelia: «Nos obligaban a
hacer todo lo posible para ocultar estas cosas el trato que los prisioneros
franceses recibían. Si los soldados lo hubiera sabido, no habrían atacado con
tanta rabia a Abd el-Kader» (43). Más de un siglo antes de la Convención de
Ginebra, el emir demostró el significado no sólo de los derechos de los
prisioneros de guerra, sino de la dignidad innata del ser humano, sea cual sea
su creencia.
Probablemente, la historia más relevante de
todas para el contexto que aquí nos ocupa fue su famosa defensa de los
cristianos de Damasco, en 1860. Ya derrotado y en el exilio, Abd al-Qadir
pasaba su tiempo pregonando y enseñando. Cuando empezó la guerra civil entre
los drusos y los cristianos en el Líbano, el emir escuchó que había signos de
un ataque inmediato a los cristianos de Damasco. Escribió cartas a todos los
sheijs drusos, pidiéndoles que no llevaran a cabo «movimientos ofensivos contra
un lugar cuyos habitantes nunca han sido enemigos». Nuevamente, expresa uno de
los principios básicos del islam: no hay que iniciar nunca las hostilidades.
Y combatid
por la causa de Dios a aquellos que os combatan, pero no cometáis agresión. Dios
no ama a los agresores. (44)
Lamentablemente, sus cartas no surgieron
efecto y cuando los drusos se acercaron a los barrios cristianos de la ciudad,
el emir se enfrentó a ellos, pidiéndoles que se ciñeran a los principios
islámicos.
—Tú, el gran azote de los cristianos —le
gritaron. ¿Qué tienes que decirnos si ahora somos nosotros quienes luchamos?
¡Apártate!
—Cuando me enfrenté a los cristianos
—respondió Abd al-Qadir— siempre lo hice fiel a nuestras leyes. Los cristianos
me habían declarado la guerra y se habían alzado contra nuestra fe. (45)
Sin embargo, no logró que cambiaran de
opinión. Ante la pasividad de las autoridades turcas, que no podían o no
querían intervenir, empezaron los ataques a las zonas cristianas, y muchos
fueron asesinados. El emir y su pequeño grupo de seguidores magrebíes buscaron
a los aterrorizados cristianos y les ofrecieron refugio. Al conocer esta
noticia, en la mañana del 10 de julio, una muchedumbre encolerizada se dirigió
hasta la casa, exigiéndole que no protegiera a los cristianos. Solo, el emir
salió y, sin miedo, les dijo:
—Hermanos, vuestra conducta es despreciable.
Qué bajo habéis caído cuando veo vuestras manos musulmanas manchadas por la
sangre de mujeres y niños. ¿Acaso no nos dice Al-láh: «Quien mate a un ser
humano es como si hubiera matado a toda la humanidad»? ¿Y no dice también: «No
cabe coacción en la religión. La guía recta se distingue claramente del
extravío»?
Pero esto sólo enfureció todavía más a la
gente allí reunida. Los líderes de esa masa le respondieron: «¡Oh, santo
guerrero, no queremos tu opinión. ¿Por qué te inmiscuyes en nuestros asuntos?
Tú, que solías combatir a los cristianos, ¿cómo puedes oponerte a que venguemos
sus insultos? Infiel, entréganos a los que escondes en tu casa o recibirás el
mismo castigo. Te reuniremos con tus hermanos».
Intercambiaron más palabras, donde el emir
insistía: «No luché contra los cristianos, sino contra los agresores que se
autodenominaban cristianos».
La rabia de la gente aumentaba y, llegados a
este punto, el tono del emir cambió, sus ojos se enfurecieron, y le entraron
ganas de pelearse por primera vez desde que abandonó Argelia. Lanzó una última
advertencia a la gente, diciéndoles que los cristianos eran sus huéspedes, y
que mientras uno sólo de sus soldados magrebíes viviera, los cristianos no
serían entregados. A continuación, dirigiéndose a sus hombres, les dijo: «Y
vosotros, mis magrebíes, que vuestros corazones se alegren, y pongo a Dios por
testigo: ¡Lucharemos por una causa sagrada como lo hicimos antes!». Entonces,
la muchedumbre se dispersó, atemorizada... (46)
Debemos observar detenidamente las palabras
del emir a sus hombres, preparándoles para que dieran su vida en defensa de los
cristianos. Les dijo que esta acción de defensa era tan sagrada como la guerra
para proteger sus casas y familias de los colonos franceses en Argelia. Uno
combate por lo que es justo, no por «nuestros» derechos, ya sea como individuos
o como miembros de una familia, tribu o incluso creencia. Los principios de la
religión dan prioridad a aquellos que se autodenominan «musulmanes», y estos
principios se aplican en cualquier circunstancia, y especialmente cuando esta
gente actúa de forma injusta. Su acción, junto al hecho de que pone a Dios por
testigo, debe considerarse como una gráfica respuesta al siguiente requerimiento
coránico:
¡Oh vosotros
que habéis llegado a creer! Sed firmes en establecer la justicia, dando
testimonio de la verdad por Dios, aunque sea en contra vuestra o de vuestros
padres y parientes. Tanto si la persona es rica o pobre, el derecho de Dios
está por encima de los derechos de ambos. No sigáis, pues, vuestros propios
deseos, no sea que os apartéis de la justicia. (47)
El emir envió a doscientos de sus hombres a
varias zonas de los barrios cristianos para que reunieran al máximo número de
cristianos posible. También ofreció cincuenta piastras a quien le trajera un
cristiano vivo. Su misión duró cinco días y cinco noches, durante las cuales no
durmió ni descansó. Cuando la cantidad ascendió a varios miles, el emir los
escoltó hasta la ciudadela de la ciudad. Se calcula que no menos de quince mil
cristianos se salvaron gracias a esta acción. Es importante señalar que en esta
cantidad se incluían a todos los embajadores y cónsules de las potencias
europeas. Como apostilló prosaicamente Charles Henry Churchill, su biógrafo,
pocos años después de lo acontecido:
Todos los
representantes de las potencias cristianas que residen en Damasco, sin ninguna
excepción, le deben la vida. Un destino extraño y poco equitativo... Un árabe
ha protegido la atropellada majestad de Europa. Un descendiente del profeta ha
amparado y protegido a la esposa de Cristo. (48)
El emir recibió los mayores honores de todas
las potencias occidentales. El mismo cónsul francés, representante del Estado
que había colonizado la tierra del emir, también se encontraba entre los que
salvaron la vida gracias a este gesto. Para el auténtico combatiente islámico,
no hay lugar para la rabia, el resentimiento ni la venganza, solamente el deber
de proteger al inocente y a todas las «gentes del Libro» que viven
pacíficamente en tierras del islam. Es patente el contraste radical entre esta
conducta y la de los actuales mujahidin, quienes indiscriminadamente apuntan a
Occidente como enemigo, cometiendo acciones ilegítimas. Pero el comportamiento
de Abd al-Qadir nada tenía de extraordinario si nos fijamos en la cosmovisión
islámica, ejemplificada en el siguiente versículo coránico:
En cuanto a
aquellos que no os combaten por causa de vuestra religión, ni os expulsan de
vuestros hogares, Dios no os prohíbe que seáis amables y equitativos con ellos.
Realmente, Dios ama a quienes son equitativos. (49)
Cuando el obispo de Argelia, Louis Pavy,
elogió la actuación del emir, éste le respondió: «Todo el bien que hemos hecho
a los cristianos estábamos obligados a hacerlo por fidelidad a la ley islámica
y su respeto por los derechos humanos. Todas las criaturas somos familia de
Dios, y a quien más quiere Dios es al más beneficioso para su familia». A
continuación, añadió el siguiente pasaje, que está claramente arraigado en la
universalidad del mensaje coránico y en su «imperativo ontológico» de la
compasión. La puesta en práctica de este universalismo y de esta compasión se
refleja dramáticamente en el coraje del emir y en su sólida fidelidad a estos
principios. No se trata de meras palabras, sino de valores espirituales
primordiales por los que, si fuera necesario, se debe estar preparado para
realizar el último de los sacrificios:
Todas las
religiones traídas por los profetas, de Adán (as) a Muhámmad (sas), se
fundamentan en dos principios: la exaltación de Dios y la compasión por sus
criaturas. Además de estos dos principios, existen ramificaciones, cuyas
divergencias no tienen importancia. Y la ley de Muhámmad es, entre todas las
doctrinas, la que la que más respeta y está más vinculada a la compasión y la
misericordia. Pero aquellos que creen en la religión de Muhámmad la han
desviado. Es por eso que Dios ha dejado que se descarriaran. La recompensa ha
sido de la misma naturaleza que su error. (50)
Lo que tenemos aquí es una diagnosis concisa
e irrefutable de la actual enfermedad que padece el mundo islámico: desde que
la compasión dejó de ser la base, esta gran religión permanece subordinada al
odio y al rencor, y la misericordia de Dios ha sido eliminada de aquellos que
«se han alejado». Esto está en concordancia con el conocido dicho del profeta:
«Aquel que no muestre compasión, no recibirá compasión» (man lam yarham, lam
yurham), así como en el siguiente versículo coránico: «En sus corazones hay
enfermedad, y por eso Dios deja que aumente su enfermedad» (51). Esta
enfermedad, que endurece los corazones, necesita un buen diagnóstico, y si nos
guiamos por los grandes combatientes de nuestro reciente pasado, un ingrediente
clave del medicamento es la compasión universal.
Es interesante señalar que otro gran
combatiente islámico, el Imam Shamil de Daguestán, héroe de las guerras contra
el imperialismo ruso (52), escribió una carta al emir Abd al-Qadir cuando tuvo
noticias de su defensa de los cristianos. Lo alabó por su noble acción y
agradeció a Dios que todavía quedaran musulmanes que se comportasen según el
ideal islámico:
Mis oídos
quedaron petrificados por lo más detestable de escuchar, algo odioso para la
humanidad. Me refiero a los recientes acontecimientos en Damasco sobre
cristianos y musulmanes, donde estos últimos decidieron emprender un desvío
inaceptable para los seguidores del islam ..., un velo cubrió mi alma. Me dije
a mí mismo: la corrupción ha hecho su aparición en la tierra y en el mar como
consecuencia de lo que ha hecho la mano del hombre Corán 30:41. Quedé muy
sorprendido por la ceguera de los soldados que han cometido este tipo de
excesos, olvidando las palabras del Profeta, la paz y las bendiciones con él:
«Quien quiera que sea injusto con un tributario (53), quien le haga comportarse
incorrectamente, quien lo cargue con algo que no pueda soportar, y quien lo
prive de cualquier cosa sin su consentimiento, seré yo mismo quien le acuse en
el día del juicio». ¡Ah, qué palabras más hermosas! Pero cuando se me informó
que os enfrentasteis a las gentes bajo las alas de la divinidad y la
misericordia, que os opusisteis a aquellos que se encarecían a contrariar a
Dios, el más grande ..., pedí a Dios que os tenga presentes el día en que de
nada les servirán sus riquezas ni sus hijos Corán 3:10. En verdad, habéis
puesto en práctica las palabras del gran mensajero de Dios, dando fe de la
compasión por sus humildes criaturas y habéis alzado una barrera contra
aquellos que han rechazado su gran ejemplo. ¡Qué Dios os mantenga alejados de
quien quebranta Su ley! (54)
En respuesta a su carta, el emir escribió lo
siguiente, donde expresa a la perfección la situación que persiste, incluso en
un grado más precario, en nuestros días:
Cuando vemos
que sólo unos cuántos siguen la religión real, cuán reducido es el número de
defensores de la verdad, cuando vemos cómo los ignorantes imaginan los
principios del islam como dificultad, severidad, extravagancia y barbarie, es
el momento de repetir estas palabras: «La paciencia es bella y Al-láh es la
fuente de toda ayuda» (Sabr jamîl, waLlâhul-mustaân) (Corán 12:
18). (55)
La paciencia y la compasión defendida por
estos combatientes se encuentran lejos del derrotismo sentimental, y no se
trata de la simple reivindicación de hacer de la necesidad virtud. En primer
lugar, emerge de los principales valores que los empujaron a luchar contra la
opresión, unos valores arraigados en el sutil espíritu del islam —rigurosidad
combinada con generosidad, fuerza y compasión, resolución y resignación—,
cualidades todas ellas complementarias con la propia naturaleza divina: jalal
(majestuosidad) y jamal (belleza) (56). Si un combatiente abandona sus
cualidades jalali pierde su virilidad; quien anula sus cualidades jamali pierde
su humanidad. Tengamos también presente que en la tradición sufí, a la que
tanto Abd al-Qadir como el Imam Shamil pertenecían, la realización espiritual
sólo puede verse reflejada en el resplandor de la compasión. La realización del
Absoluto es, inevitablemente, la radiación de la misericordia, pues, como ya
hemos señalado, la misericordia y la compasión son la esencia de lo Real (57).
Si la compasión es el sentido más completo que emana de la realización, esta
misma realización es el fruto de la victoria en el «gran yihad», del que
seguidamente hablaremos.
El gran yihad
Mientas que el emir Abd al-Qadir se opuso
militarmente al colonialismo francés, años después otro gran maestro sufí de
Argelia, el Shaykh Ahmad al-Alawi, prefirió resistir con una estrategia
pacífica, aunque igualmente enmarcada en el yihad (en el sentido principal del
término). Debemos recordar que el significado literal de la palabra «yihad» es
«esfuerzo» o «lucha», y que el gran yihad (o yihad mayor) fue definido por el
profeta como jihâd al-nafs, la guerra contra el yo. En cualquier discusión
sobre el yihad, nunca debemos olvidar que la prioridad acordada al esfuerzo
espiritual interior está por encima de los deberes exteriores. El combate
físico es el yihad «menor», y únicamente tiene sentido en el contexto del
combate sin fin que se desarrolla en el propio interior de cada cual, llamado
«gran yihad».
Un maestro sufí contemporáneo contrasta
claramente el tipo de lucha interior que caracteriza el verdadero «combatiente
del espíritu» al de la mayoría de creyentes. Esta diferenciación la elabora
vinculándola a la distinción coránica de aquellos que alcanzarán el Jardín,
entre los compañeros de la derecha (ashab al-yamin) y el resto (as-sabiqun)
(58):
Cada
musulmán está en guerra contra el mal. Respecto a los de la derecha, sin
embargo, esta lucha resulta poco metódica e intermitente, con numerosos
armisticios y compromisos. Asimismo, el demonio es consciente que, como seres
caídos, están dispuestos a dejarse convencer por él, aunque como por definición
el demonio no tiene fe en la misericordia divina, no puede prever que escaparán
de sus garras en la próxima vida. Pero en relación al resto, el demonio los
confunde e incluso lleva la guerra a su territorio. El resultado es una
terrible represalia. (59)
El esfuerzo moral y espiritual en este
combate interno es una condición necesaria, pero no suficiente, para la
victoria. Sólo con los medios revelados puede ganarse la batalla: los rituales,
las meditaciones, los ensalmos, las invocaciones..., en definitiva, el recuerdo
de Al-láh. En este sentido, podemos apreciar mucho mejor la estrategia del sheykh
al-Alawi. Se trataba de anteponer lo primordial, concentrarse en lo «necesario»
y dejar el resto en manos de Al-láh. Circunstancialmente, debe considerarse
como una aplicación, en el plano de la sociedad, del siguiente principio
esotérico anunciado por uno de sus seguidores espirituales, Mulay Ali al-Jamal:
El verdadero
modo de combatir al enemigo es estar ocupado con el amor al Amado. Por otro
lado, si te implicas en el combate contra el enemigo, este obtendrá lo que
quería, y al mismo tiempo habrás perdido la oportunidad de amar al Amado. (60)
El sheykh al-Alawi se concentró en este amor al
Amado, y en todos aquellos valores relacionados con este imperativo del
recuerdo. Al hacerlo, excluyó otras formas de resistencia, política y militar,
contra los franceses. El resplandor espiritual del sheykh no sólo alcanzó a
unos cuantos discípulos, sino que a través de sus muchos muqaddams, cientos de
miles de musulmanes se vieron enriquecidos inmensurablemente por esta piedad
(61). Al sheykh no le importaban directamente los medios políticos para liberar
su tierra del yugo francés, eso sólo era un aspecto secundario de la situación.
El objetivo de la «misión civilizadora» colonial en Argelia era moldear la
personalidad autóctona para encajarla en el imaginario cultural francés (62).
Por consiguiente, el peligro real del colonialismo era cultural y psicológico y
no sólo territorial y político, y la indomabilidad espiritual del sheykh y de
sus muchos compañeros alcanzaba la dimensión de victoria. Los franceses no
podían penetrar en una mentalidad que permanecía enraizada inseparablemente en
la tradición espiritual islámica.
Aunque esta actitud pueda tacharse de
quietismo incondicional, debemos señalar que al gran combatiente, como al
propio emir, no le costará aceptar su validez, pues a pesar de que no se
enfrenta al enemigo en el campo de batalla, nunca se distrae de su recuerdo del
Amado.
Esta opción de no entrar en una guerra
directa con el enemigo conlleva toda la dimensión interior: no se combate al
mal que está en uno mismo con sus propios términos, empleando los mismos
recursos limitados, sino que se le derrota mediante el recuerdo de Al-láh.
Aunque esta estrategia pueda verse, en el
plano social, como una contradicción con la actividad militar o política, es
perfectamente compatible con una posición activista, como la adoptada por el
emir Abd al-Qadir. No hay ninguna contradicción, únicamente un cambio de
énfasis, pero el principio subyacente permanece inalterado. Sólo cuando el
esfuerzo exterior eclipsa, margina o niega el combate interno, este principio
desaparece.
Abd al-Qadir combatió sin rabia ni odio, y
esto explica la ausencia de cualquier resentimiento hacia los franceses cuando
fue derrotado, sometiéndose al deseo de Dios con la misma resignación
contemplativa que cuando estaba en el campo de batalla. Aquí encontramos
expresado un ejemplo supremo del combatiente contemplativo, enfrentándose al
enemigo sin apego, es decir, actuando sin encadenarse de ningún modo a los
frutos de la acción.
Se nos puede acusar de romanticismo y de
sobrevalorar la capacidad del emir de lidiar con las exigencias de una guerra
brutal al mismo tiempo que se sumergía en las profundidades de la experiencia
contemplativa. Por ello, nos parece apropiado presentar el siguiente relato,
escrito por un francés, Léon Roche, que entró en el círculo íntimo del emir
haciéndose pasar por un musulmán converso. Durante el cerco de Ayn Madi, en
1838, Roche, traumatizado por la lucha y las masacres, se dirigió a Abd
al-Qadir, entró en su tienda y le pidió ayuda:
Me calmó y
me ofreció una infusión de schiehh (una especie de absenta común en el
desierto). Apoyó mi cabeza, que ya no podía mantener erguida, en sus rodillas.
Su hospitalidad era a la manera árabe. Me encontraba tumbado a su lado. Colocó
mis manos en mi cabeza, me sacó el haik y la chechia y con estas caricias me
dormí. Me desperté en mitad de la noche, abrí los ojos y ya me sentía mucho
mejor. La humeante mecha de una lámpara árabe apenas iluminaba la inmensa
tienda del emir. Estaba a unos tres pasos de mí. Pensaba que yo todavía dormía.
Mantenía sus dos brazos alzados a la altura de su cabeza, dejado ver su blanco
haik que caía en espléndidos pliegues. Sus bellos ojos azules, tocados con
negras pestañas, estaban abiertos. Sus labios, entreabiertos, parecían recitar
una plegaria, pero sin embargo no se movían. Había alcanzado un estado
estático. Sus aspiraciones hacia el cielo eran tales que parecía no tocar el
suelo. En esa ocasión, fui bendecido con el honor de dormir en la tienda de Abd
al-Kader, lo vi rezar y llevado por sus trances místicos. En esa noche
representó para mí la imagen más rotunda de fe. Así debía ser cómo rezaban los
grandes santos cristianos. (63)
De este relato podemos ver que la siguiente
descripción «oficial» del emir, dada como conclusión a un panfleto que definía
las regulaciones del ejército en 1839, no era simple propaganda:
Al Hadj
Abdel Kader no le importa este mundo, y se aparta de él todo lo que sus
ocupaciones le permiten. ... Se levanta en mitad de la noche para recomendar a
su alma y a la de sus compañeros a Dios. Su principal placer es reza a Dios
mediante el ayuno, y así sus pecados le serán perdonados. Cuando imparte
justicia, escucha las alegaciones con la mayor de las paciencias. Cuando habla
y aconseja, sus palabras humedecen los ojos de quienes le escuchan y logran
abrir los corazones más tercos. (64)
Esta remarcable combinación de guerrero y
santo, predicador y juez, nos hace recordar al que probablemente fue el mayor
de los modelos de todo mujahidin, Ali ibn Abi Talib (ra), yerno y primo de
Muhámmad (sas), cuarto califa del islam y primer imam chií, además de héroe sin
igual en las primeras batallas del islam. Su importancia en el firmamento
islámico queda reflejada en el siguiente hadiz del profeta: «Soy la ciudad del
conocimiento y Ali es su puerta». También dijo, en un hadiz que alcanza el más
alto nivel de autenticidad (mutawatir): «Quien me tenga por su maestro, Ali es
su maestro (mawla)». Muhámmad (sas) también se refería a Ali (ra) como el mismo
rango que Aarón (as) respecto a Moisés (as), excepto que Ali no era profeta.
Este parangón de sabiduría espiritual e impecable virtud representa desde
entonces al mayor combatiente en la tradición islámica. Como escribe Frithjof
Schuon:
«Ali aparece
por encima de todo como el "héroe solar", es el "león" de
Dios; personifica la combinación del heroísmo físico en el campo de batalla con
una santidad totalmente desvinculada de lo mundano. Es la personificación de la
sabiduría, impasible y combativo, como enseña el Bhagavad-Gita». (65)
Una de las mayores lecciones de buen
comportamiento en la batalla que impartió Ali (ra), de ese «combate en la senda
de Dios», la inmortalizó Rumi en su interpretación poética del famoso incidente
donde Ali enfundó su espada en lugar de terminar la faena con su derrotado
enemigo, que en un último gesto de desafío le había escupido. Aunque el
significado espiritual inmediato de la acción, claramente, es el rechazo de Ali
de matar cegado por el odio (el guerrero debe desvincularse de sí mismo y
combatir sólo para Dios), Rumi también nos proporciona un significado
metafísico más profundo. En su Mathanawi, convierte lo acontecido en un sublime
comentario del versículo coránico:
Y no
obstante, no fuisteis vosotros quienes matasteis al enemigo, sino que fue Dios
quien lo mató; y no fuiste tú (Muhámmad) quien lo arrojó, cuando lo arrojaste,
sino que fue Dios quien lo arrojó. (8:17) (66)
La última parte del versículo se refiere al
arrojamiento de un puñado de polvo en la dirección del enemigo antes de una
batalla. Pero el versículo en su totalidad alude a la realidad de que el
verdadero y ontológico responsable de todas las acciones es Dios. Las acciones
del ser humano sólo son buenas si es consciente de Al-láh y, en la medida en
que este se diluye en esta conciencia. Rumi pone las siguientes palabras en
boca de Ali (ra), que responde a la cuestión del perplejo guerrero abatido en
el suelo: «¿Por qué no me matas?». Ali le contesta:
Enfundo la
espada por amor a Dios, soy el siervo de Dios, no estoy bajo las órdenes del
cuerpo.
Soy el león
de Dios, no soy el león de mi pasión. Mi acto refleja mi religión.
Sólo soy la
espada manejada por el Sol (Divino).
Me he
desprendido de mí mismo, todo lo que está fuera de Dios no existe.
Soy la
sombra, el Sol es mi señor. Soy el chamberlán.
No soy el
velo que impide acercarnos a Él.
Estoy
cubierto con las perlas de la unión, como una espada enjoyada: en la batalla
hago que los hombres vivan, no que perezcan. 67
La sangre no
empaña mi espada: ¿cómo podría el viento eliminar las nubes?
Soy una
montaña de autocontrol, paciencia y justicia: ¿cómo podría el viento, por más
furioso que sea, arrasar la montaña? (68)
El auténtico combatiente islámico quiere
degollar el cuello de su propio odio con la espada del autocontrol (69); el
falso, sencillamente se ensaña con el enemigo con la espada de su ensalzado
ego. Para el primero, el espíritu del islam determina el yihad. Para el
segundo, el odio, disfrazado de yihad, determina su religión. El contraste
entre ambos es evidente.
En relación con el irresistible ejemplo de la
combinación de Ali de heroísmo y santidad, señalemos también la conexión
crucial que establece entre, por un lado, la victoria en la guerra interna
contra el enemigo en sí mismo y, por el otro, el principio de la compasión.
Esto surge de la metáfora que da Ali (ra) de la batalla perpetrada en y para el
alma: el intelecto, afirma, es el líder de las fuerzas de ar-Rahman (el
Compasivo). Al-hawa (deseo, capricho) dirige las fuerzas de ash-shaytan (el
demonio). El alma se encuentra entre ellos, sufriendo la atracción de ambos
(mutajadhiba baynahuma). El alma «entra en el reino de cualquiera de los dos
que triunfe» (70).
La energía fundamental del alma no se
destruye, sino que se convierte y se redirige, lejos de los objetos
transitorios del deseo individualista, alejada también de ash-Shaytan y
dirigida hacia lo uno, el objeto verdadero expresado por ar-Rahman. Es la
compasión y la misericordia las que prevalecen ante el enemigo, en no importa
qué nivel, y el intelecto entiende esta compasión en su estado normativo.
Cuando el intelecto se ve afectado por el capricho y la arbitrariedad, la
compasión es reemplazada por la pasión, el rencor y el odio. El enemigo es
entonces combatido con sus propios términos degradados y no mediante un
principio más elevado. En lugar de recordar al «Amado», se da al enemigo la
satisfacción de la victoria mediante los medios empleados en la batalla. Ya no
se está combatiendo para Dios porque ya no se lucha en Dios.
Finalmente, señalemos también los siguientes
dichos de Ali (ra), que nos ayudan a subrayar la prioridad que debe acordarse
al combate espiritual por encima de la recompensa material:
La lucha
contra el alma a través del conocimiento: este es el signo del intelecto.
Los más
fuertes son aquellos que se muestran más fuertes contra sus almas.
En verdad,
quien combate a su propio ego, en obediencia a Al-láh y sin contradecirlo,
alcanza el rango del mártir recto ante Dios.
La última
batalla es la del hombre contra su yo.
Quien conoce
su alma la combate.
Ningún yihad
es más excelente que el yihad contra el ego. (71)
* * *
Los episodios que hemos recopilado en este
capítulo como ilustraciones del yihad auténtico no deben ser considerados como
representantes de un sublime pero inalcanzable ideal, sino como una expresión
de la norma sagrada en la tradición islámica sobre la guerra. Este
comportamiento en el campo de batalla no se ha aplicado siempre, pero se ha
mantenido como principio, y con mucha frecuencia ha dado como frutos el tipo de
caballerismo, nobleza y heroísmo entre los cuales hemos destacado algunos de
los más conocidos.
Esta norma sagrada destaca claramente y se
arraiga en los valores e instituciones de la sociedad tradicional musulmana. A
través de las nubes de pasión, y a pesar del prisma distorsionado de la
ideología, todavía puede verse hoy en día.
No es casual que tanto el emir Abd al-Qadir
como el Imam Shamil —por no mencionar otros nobles combatientes que resistieron
a la agresión imperialista de Occidente, como Umar Mukhtar en Libia, el Mahdi
en Sudán o Uthman dan Fodio en Nigeria— eran adeptos del sufismo. No se trata
de afirmar que el sufismo abarca la espiritualidad islámica de un modo
exclusivo, pero no podemos negar que los valores espirituales del islam,
tradicionalmente, han sido cultivados y llevados a la práctica de un modo más
efectivo y bello por los sufís. Y son estos valores espirituales que infunden
las normas éticas —en cualquier ámbito— con las que vivificar la gracia, una
gracia sin la cual los actos de heroísmo y nobleza que hemos visto aquí son
apenas concebibles. El sufismo no inventa los valores espirituales del islam,
sino que básicamente busca darles vida, de generación en generación. Una
definición importante del tasawwuf la elaboró Ali al-Hujwiri (m. 456/1063) en
su Kashf al-mahjub (La manifestación de lo velado), una de las primeras y más
importantes obras del sufismo clásico: «Hoy en día, el sufismo es un nombre sin
una realidad. Anteriormente fue una realidad sin nombre» (72). En otras
palabras, los auténticos valores del sufismo se encuentran en la época de
Muhámmad (sas) y sus compañeros, donde su realidad era vivida más que
etiquetada. Tras darnos la definición, al-Hujwiri añade que quien niega el
sufismo está, de hecho, negando «toda la ley del Enviado y sus alabadas
cualidades» (73).
A algunos les puede sorprender que negar el
sufismo equivale a la negación de la ley sagrada en su totalidad, por eso
debemos hacer hincapié en la palabra «totalidad». Si reducimos el islam a una
observación mecánica de reglas externas, no obtendremos una religión en el
sentido completo: será una religión sin vida interior. En este sentido,
encontramos al gran Al-Ghazali titulando uno de sus mayores tratados
Recuperación de las ciencias de la religión. En sus escritos queda patente que
los valores espirituales propios del sufismo provienen de esta vida interior de
la religión.
Tradicionalmente, también son los sufís
quienes han asimilado con más profundidad la universalidad propia del mensaje coránico.
No es sorprendente, por consiguiente, que quienes más se adentran en el
sufismo, más sensibles están a la santidad de la vida humana, a la innata
santidad del ser humano, sea cual sea su religión. Y tampoco sorprende que
quienes se muestran más hostiles contra el sufismo son aquellos que demuestran
el más pésimo desprecio por la inviolabilidad de la vida.
Cada vez es más obvio para los observadores
inteligentes del mundo musulmán que los que se inclinan por la violencia forman
parte de los desviados, los takfiri (74), hijos de diversos movimientos
radicales que no sólo son simplemente «ideológicos», sino que también se
muestran contrarios al sufismo y a la mayoría de valores sagrados en la
tradición espiritual islámica.
Ahora, esta oposición vehemente a la
espiritualidad de la tradición sólo puede conllevar la desacralización de la
religión. Y esto, inevitablemente, va de la mano con el rechazo de la santidad
de otras tradiciones. El insulto político del «otro» religioso se da en un
clima donde la integridad de lo sagrado en la propia tradición ya se ha
deteriorado. Atacar lo sagrado en uno mismo es el primer paso para destruir las
otras religiones. Los sufís, por el contrario, son muy conscientes no sólo de
la santidad de las otras creencias, sino también de las manifestaciones
sagradas en la religión del «otro». Abd al-Qadir, ante la iglesia de Madeleine,
exclamó: «Cuando empecé mi combate contra los franceses, pensé que eran gente
sin religión. ... Iglesias como esta me hacen ver lo equivocado que estaba»
(75).
Hoy en día, somos testigos del resultado de
un largo proceso de desacralización que se ha desarrollado en el cuerpo
político del mundo musulmán: la falsa moral disfrazada de virtud, la beatería
remplazando la santidad y el sacrilegio ocupando el lugar de la religión. Este
es el panorama que, bajo el nombre del islam, ha pasado de ser un camino de
salvación a un pretexto para una ideología política bajo la apariencia
religiosa. La reducción resulta más evidente en esa pequeña minoría de extremistas
políticos que afirma representar a la umma (comunidad) pero que, al mismo
tiempo, manifiesta las consecuencias más violentas del declive espiritual de
esta. Sin embargo, debemos señalar que la razón por la que los extremistas
actúan en nombre de la religión se debe a que la mayoría de musulmanes son
todavía «religiosos» en diversos grados. En otras palabras, el recurso
extremista al vocabulario religioso para legitimar la ideología yihadista es un
ejemplo de la importancia de la religión en el mundo musulmán.
En efecto, el cuerpo político del ámbito
islámico ha sido contaminado por un veneno que conlleva disturbios. Al mismo
tiempo, recibe, del exterior, asaltos violentos que agitan al cuerpo en su
esfuerzo para eliminar el virus. Lo que necesitan los musulmanes es
diagnosticar la enfermedad y mostrar que la tendencia de recurrir al terrorismo
es un veneno que corroe el islam y no un producto de la esencia del islam.
Lograr esta diagnosis forma parte de la lucha contra el terrorismo —la «guerra
contra el terror» real ocurre en este campo y entre los propios musulmanes—.
Los mayores combatientes en esta batalla son aquellos que luchan
intelectualmente para recuperar el islam y reivindicarlo, para recibir sus más
profundos y nobles ideales, en cuya luz la amplitud del actual descarrío
tildado de «islámico» puede verse claramente. Pero los esfuerzos de estos
musulmanes luchando con su intelecto por el auténtico islam, y haciéndolo en
Dios, ciertamente no encuentra apoyos ni en Occidente ni en las políticas que
exacerban, incluso de forma inconsciente, la demonización del proceso. Estas
políticas sólo logran que el virus cobre más fuerza y debilite todavía más los
anticuerpos.
Por ejemplo, Khaled Abou El-Fadl —una de las
voces más concisas en Estados Unidos, que reivindica la tolerancia en el islam,
rechaza toda forma de violencia y lo hace basándose en la propia tradición
jurídica— ha sido tachado de traidor por muchos descerebrados musulmanes. Dicen
que en un tiempo donde los musulmanes están siendo masacrados en todo el mundo
(Chechenia, Cachemira, Palestina, Xinjiang, Iraq, etcétera), hablar de la
necesidad de ser tolerantes no sólo es una broma pesada, también significa
cerrar los ojos a la intolerancia de Occidente, y así ser cómplices de su
tiranía. A esto, Abou El-Fadl responde valientemente que la tolerancia está en
el corazón de la tradición ética islámica y que «si los musulmanes responden de
una forma contradictoria con su moralidad, entonces es que algo mucho más
importante que la revuelta política se ha perdido: han visto perecer su moral»
(76).
Asimismo, aquellos que han perdido sus bases
morales, y que consecuentemente recurren a la violencia en nombre del islam,
sólo pueden hacerlo si reducen la esencia sagrada de la religión a sus formas
externas. Este tipo de reducción de la esencia a la forma —paradójica pero
inevitablemente— empobrece toda forma. Privados de la savia vivificante de sus
fuentes sagradas, las formas se pudren —o se derrumban en sí mismas en una
autodestrucción violenta: entra el terrorista suicida—.
El emir lamentó la escasez de «adalides de la
verdad» en su época. En la nuestra, nos enfrentamos con un espectáculo todavía
más grotesco: los adalides del yihad auténtico vuelan en pedazos por las bombas
de los suicidas que se creen mártires de la fe. Uno de los grandes mujahidin
verdaderos en la guerra contra los invasores soviéticos en Afganistán, Ahmed
Shah Massoud, fue la víctima de un ataque a traición por parte de dos
compañeros musulmanes, en lo que evidentemente fue el primer paso de la
operación que destruyó el World Trade Center. Pero al margen de la política, la
razón por la que Massoud era tan popular era precisamente por su fidelidad a
los valores de la batalla noble en el islam. Y fue esta fidelidad a la
tradición la que lo convirtió en el peligroso enemigo de los terroristas —más
peligroso que ese abstracto enemigo llamado «Occidente»—. Para considerar el
asesinato indiscriminado de civiles occidentales como «yihad», los valores del
verdadero yihad necesitaban ser eliminados. Su asesinato fue doblemente
simbólico: Massoud encarnaba el tradicional espíritu del yihad que debía ser
erradicado por quienes deseaban apropiarse de su significado; y sólo a través
del suicidio —subvirtiendo así su propia alma— esta destrucción, o mejor dicho,
esta aparente destrucción, podía perpetrarse. La destrucción es sólo aparente
ya que, por un lado:
Sólo se
destruyen a sí mismos quienes preparan un foso de fuego que arde intensamente
para todos los que han llegado a creer (77)
Y, por el otro:
No digáis de
los que han caído luchando por la causa de Dios: «Están muertos». Al contrario,
están vivos, pero no os dais cuenta. (78)
Finalmente, hemos de señalar que, si bien es
cierto que al mártir se le ha prometido el paraíso, el mártir real (shahid) es
aquella persona cuya muerte verdaderamente representa un «testimonio» (shahada)
de la Verdad de Dios. Es la conciencia de la Verdad que debe articular el
espíritu de quien «lucha en la senda de Dios». Si se combate por cualquier otro
motivo, no puede llamarse yihad, del mismo modo que quien muere en estas
circunstancias no puede llamarse mártir. Sólo es shahid quien diga, con toda
sinceridad:
«Ciertamente,
mi oración, todos mis actos de adoración, mi vida y mi muerte son sólo para
Dios, el Sustentador de todos los mundos» (6:162).
Notas
33. Corán 5:8.
34. Citado en W.B. Quandt, Revolution and Political Leadership: Algeria,
1954–68 (Cambridge MA: MIT Press, 1969), 4.
35. Para esta y otras muchas descripciones
oficiales de estas atrocidades véase Roger Garaudy, Un dialogue pour les
civilisations (París: Denoël, 1977), 54–65. (Edición en español: Diálogo de
civilizaciones, Cuadernos para el diálogo, Madrid, 1977.) Esto lo cita Rashid Messaoudi, «Algerian-French Relations, 1830–1991» en
Algeria—Revolution Revisited, ed. Reza Shah-Kazemi (Londres: Islamic World
Report, 1997), 6–46.
36. Ibid., p. 10.
37. Véase Mohamed Chérif Sahli, Abdelkader—Le
Chevalier de la Foi (Argel: Entreprise algérienne de presse, 1967), 131–2.
Véase también nuestro ensayo «From Sufism to Terrorism: The Distortion of Islam
in the Political Culture of Algeria», en Algeria—Revolution Revisited, 160–92,
donde elaboramos primeramente muchos de estos aspectos.
38. Citado en Michel Chodkiewicz, The Spiritual Writings of Amir ‘Abd
al-Kader (Albany: State University of New York, 1995), 2. Esta
selección de textos del Mawaqif del emir muestra perfectamente la otra cara de
Abd al-Qadir: su vida espiritual como maestro sufí. En esta obra, el emir
comenta los versículos coránicos y los hadices, así como los escritos de Ibn
Arabi, haciéndolo desde una rigurosa perspectiva esotérica. Asimismo, el emir
fue nombrado warith al-ulum al-akbariyya, heredero de las ciencias akbarís, es
decir, pertenecientes al Shaykh al-Akbar (el gran maestro), Ibn Arabi. Véase
páginas 20–24 por este aspecto desconocido de la función del emir.
39. Véase Charles Henry Churchill, The Life of Abdel Kader (Londres:
Chapman and Hall, 1867), 295.
40. Citado por Benamar Aïd, «Le Geste de
l’Emir: prisonniers de guerre» en Itinéraires—Revue semestrielle éditée par la
Fondation Emir Abdelkader, 6 (2003): 31.
41. Ibid., 32.
42. Ibid., 33.
43. Citado por el Conde de Cirvy en su
trabajo «Napoleon III et Abd el-Kader»; véase «Document: Un portrait de l’Emir
par le Comte de Cirvy (1853)» en Itinéraires 5 (2001): 11.
44. Corán 2:190. Véase el importante tratado
por el último sheij de al-Azhar, Mahmud Shaltut, donde el yihad en el islam se
define únicamente en términos defensivos. Esta obra, Al-Qur’an wa’l-qital, fue
publicada en El Cairo en 1948, y traducida al inglés por Peters con el título
«A Modernist Interpretation of Jihad: Mahmud Shaltut’s Treatise, Koran and
Fighting» en su libro Jihad in Classical and Modern Islam (Leiden: Brill,
1977), 59–101.
45. Churchill, Life, 314.
46. Este incidente lo documenta Boualem
Bessaïeh en «Abdelkader à Damas et le sauvetage de douze mille chrétiens»,
Itinéraires 6 (2003): 90.
47. Corán 4:135.
48. Churchill, Life, 318.
49. Corán 60:8.
50. Citado por Henri Teissier (obispo de
Argelia) en «Le sens du dialogue inter-religions», Itinéraires 6 (2003): 47.
51. Corán 2:10.
52. Al igual que el emir, el Imam Shamil fue
respetado con devoción no sólo por sus seguidores, también por los rusos.
Cuando finalmente fue vencido y llevado a Rusia, se le trató como a un héroe.
El libro de Lesley Blanch Sabres of Paradise (Nueva York: Caroll and Graf,
1960), aunque en ocasiones envuelto de romanticismo, refleja adecuadamente el
aspecto heroico de la resistencia de Shamil. Para una perspectiva más académica, véase Moshe Gammer, Muslim
Resistance to the Tsar: Shamil and the Conquest of Chechnia and Daghestan
(Londres: Frank Cass, 1994). Sobre Chechenia, véase nuestro libro Crisis in Chechnia—Russian
Imperialism, Chechen Nationalism and Militant Sufism (Londres: Islamic World
Report, 1995), donde se ofrece una panorámica a la lucha chechena por la
independencia desde el siglo XVIII hasta mediados de 1990, con un particular
hincapié en el papel de las cofradías sufís en esta reivindicación.
53. Es decir, un dhimmi, alguien no musulmán
que recibe el dhimma, o «protección» del estado musulmán.
54. Citado por Bessaïeh, «Abdelkader à
Damas», 91–2. Véase también Churchill, Life, 321–2.
55. Citado en Churchill, Life, 323.
56. Uno de los principales objetivos del
sistema educativo que subyace en La República de Platón es la de enseñar a los
«guardianes» del estado cómo comportarse con dureza frente al enemigo al mismo
tiempo que se es gentil con el propio pueblo (como hemos señalado, los
musulmanes son descritos como violentos contra los infieles y compasivos entre
los suyos). Es por este motivo que artes como la música se imparten entre las
disciplinas marciales. Los combatientes como el emir Abd al-Qadir o el Imam
Shamil combinaron a la perfección estos roles, gracias a las virtudes
equilibradas dignas del espíritu islámico. En la guerra moderna, al contrario,
enfrentarse al «enemigo» parece imposible sin una ideología que lo deshumanice
y demonice. De ahí las continuas atrocidades de nuestra era «postilustrada».
57. Hemos desarrollado este aspecto en el
ensayo «Selfhood and Compassion: Jesus in the Qur’an—An Akbari Perspective» en
The Journal of the Muhyiddin Ibn Arabi Society 29 (2001).
58. Véase Corán 56:8-10.
59. Abu Bakr Siraj ad-Din, The Book of Certainty (Cambridge: Islamic
Texts Society, 1992), 80. (Edición en español: El libro de la certeza: doctrina sufí de la
fe, la visión y la gnosis, José J. Olañeta editor, Mallorca, 2002.) Véase
también el ensayo de S.H. Nasr, «The Spiritual Significance of Jihad», capítulo
1 de Traditional Islam in the Modern World (Londres: Kegan Paul International,
1987); y también la sección de este libro titulada «Traditional Islam and
Modernism», que permanece como una de las principales críticas del pensamiento
modernista y extremista en el islam.
60. Citado por el Shaykh al-Arabi ad-Darqawi,
fundador de la rama Darqawi de la tariqa sufí Shadhiliyya. Véase Letters of a Sufi Master, trad. Titus Burckhardt (Bedfont,
Middlesex: Perennial Books, 1969), 9. (Edición en español: Cartas de un maestro sufí,
José J. Olañeta editor, Mallorca, 1991.)
61. Véase el ensayo de Omar Benaissa «Sufism
in the Colonial Period» en Algeria: Revolution Revisited, ed. R. Shah-Kazemi
(Londres: Islamic World Report, 1997), 47–68, para más detalles de esta
influencia religiosa de la tariqa del sheij en la sociedad argelina.
62. Alexis de Tocqueville critica con
contundencia la política asimilacionista de su gobierno en Argelia. En un
informe parlamentario de 1847, escribe: «No debemos inclinarlos hacia nuestra
civilización europea, sino hacia la suya. ... Hemos cerrado numerosas entidades
caritativas o waqf, instituciones religiosas, hemos arrasado escuelas
madrasas... el reclutamiento de los hombres religiosos y expertos en la sharia
ha cesado. En otras palabras, hemos convertido la sociedad musulmana en más
miserable, desorganizada, bárbara e ignorante que nunca». Citado en
Charles-Robert Ageron, Modern Algeria, traducido al inglés por Michael Brett
(Londres: Hurst, 1991), 21.
63. Léon Roche, Dix Ans à travers l’Islam (París: 1904), p.140–1. Citado
en M. Chodkiewicz, Spiritual Writings, 4.
64. Citado en Churchill, Life, 137–8.
65. Frithjof Schuon, Islam and the Perennial Philosophy (Londres: World
of Islam Festival, 1976), 101. Schuon también se refiere a Ali como el representante por
excelencia del esoterismo islámico. Véase The
Transcendent Unity of Religions (London: Faber and Faber, 1953), 59. (Edición en
español: De la unidad transcendente de las religiones, José J. Olañeta editor,
Mallorca, 2004.)
66. Corán 8:17.
67. Por ejemplo el siguiente versículo del
Bhagavad-Gita: «Quien crea que pueda ser un asesino, quien crea que es
asesinado, ambos no tienen derecho a saber: ni da muerte, ni es asesinado». En
Hindu Scriptures, traducción al inglés de R.C. Zaehner (Londres: Dent, 1966),
256. (Existen numerosas ediciones en español de esta obra, como por ejemplo:
Bhagavad Gita: cantar del glorioso señor, Olañeta, Mallorca, 2005; Bhagavad
Gîtâ, el canto del Señor: diálogos entre Krishna y Arjuna, príncipe de la
India, Luis Cárcamo ed., Madrid, 2006; Bhagavad gita: con los comentarios
aduaita de Sánkara, Trotta, Madrid, 1997.)
68. The Mathnawi of Jalalu’ddin Rumi,
traducción al inglés de R.A. Nicholson (Londres: Luzac, 1926), libro 1, p. 205,
líneas 3787–3794. (Edición en español: Mathanawi, editorial Sufi, Madrid, 2003)
Los paréntesis los insertó Nicholson. Véase los comentarios de Schleifer sobre
la narración de Rumi sobre este episodio en «Jihad and Traditional Islamic
Consciousness», 197–9.
69. Como dice Rumi, continuando con el
discurso de Ali. Véase libro 1, p. 207, línea 3800.
70. Citado por Abd al-Wahid Amidi en su
compilación de dichos de Ali, Ghurar al-hikam (Qom: Ansariyan Publications,
2000), 2:951, no.9. «El intelecto y la pasión son opuestos. El intelecto se
mueve por el conocimiento, la pasión por el capricho. El ego (nafs) está entre
ambos, empujado por ellos. Quien triunfe, tendrá el nafs a su lado». (Ibid.,
no. 10)
71. Ibid., 1:208–11, nos. 20, 17, 8, 23, 26,
28. En nuestra publicación Justice and Remembrance—Introducing the Spirituality
of Imam Ali (Londres: IB Tauris, 2005), desarrollamos estos temas en el
contexto del «espíritu del intelecto» en la perspectiva de Ali.
72. Ali al-Hujwiri, The Kashf al-Mahjub—The Oldest Persian Treatise on
Sufism, trad. al inglés de R.A Nicholson (Lahore: Islamic Book Service, 1992),
44.
73. Ibid., p. 44.
74. Aquellos que cometen takfir, es decir la
declaración de que alguien es kafir.
75. Churchill, Life, 295.
76. Khaled Abou El-Fadl, The Place of Tolerance in Islam (Boston: Beacon
Press, 2002), 98.
77. Corán 85:4-5. Seguimos aquí la traducción
de Muhammad Asad de estos elípticos versículos. Véase The Message of the Qur’an (Gibraltar: Dar al-Andalus, 1984), 942. Traducción
al español: El mensaje del Qur’an, Córdoba, Junta Islámica, 2001. Esta
traducción también es la que hemos utilizado en todas las citas coránicas de
este capítulo. N. del T.
78. Corán 2:154.