sábado, 29 de julio de 2017

"¡Ay de los vencidos!" - Nota para una lectura socio-política de Ibn Jaldún


Autor: Youssef Girard

 Desde finales del siglo XVIII Occidente impuso su hegemonía sobre el mundo musulmán y sobre el conjunto de los tres continentes. Al partir a la conquista del mundo para exportar sus capitales y sus ideales, «los burgueses conquistadores» occidentales sometieron a los pueblos de Asia y de África. La invasión de Egipto por parte de los ejércitos de Bonaparte, la colonización de India por parte de Inglaterra, la conquista de Argelia y después del África subsahariana y del conjunto del Magreb marcaron el avance inexorable de los ejércitos occidentales. El desmantelamiento del Imperio Otomano tras la guerra de 1914-1918 significó poner al conjunto del mundo musulmán bajo tutela directa o indirecta.

Esta hegemonía occidental no es únicamente económica, militar y política. También es cultural, ideológica y espiritual. El discurso orientalista acompaña y legitima el proyecto de dominación occidental sobre el mundo musulmán. Al aliar este discurso que desvaloriza al Otro con la promoción de su propia ideología, el «Occidente oficial» promueve una nueva identidad colectiva: la suya. Como ya escribían Marx y Engels, la burguesía occidental obligó a todas las naciones «a introducir en ellas lo que se denomina civilización, es decir, a volverse burguesas. En una palabra, se crea un mundo a su imagen» [1].

    El «Occidente oficial» encubre su dominación bajo el discurso de un universalismo centrípeto marcado por la voluntad de reducir las demás realidades y de integrarlas en una sola norma aceptable, la del proceso de evolución histórica que ha conocido Occidente. Habiéndose situado él mismo como centro del mundo, Occidente impone su ideología como la ideología de cualquier sociedad posible. La función de esto es garantizar la dependencia total y duradera de las naciones dominadas.

    El «Occidente oficial» trata de imponer su visión del mundo, su manera de vivir y su cultura al conjunto de los pueblos que domina. Ha comprendido que para imponerse de forma duradera es necesario destruir todas las bases de la resistencia, empezando por los cimientos culturales, ideológicos y espirituales. La imposición de la hegemonía cultural occidental se hace por medio de políticas de despersonalización, de desposesión identitaria y de alienación, vividas como una verdadera «violación de las conciencias» por las sociedades colonizadas y dominadas. Estas sociedades deben moverse entre el detestarse a sí mismas, a su historia y a su identidad, y la adoración por el nuevo ídolo «Occidente».

    En este proceso de imposición de su hegemonía el «Occidente oficial» forma a unos «intelectuales colonizados» íntimamente vinculados a su visión del mundo y de su cultura. La institución escolar, tanto pública como privada, desempeña un papel determinante en la formación de esta nueva categoría social. Por medio de su modo de vida y de su saber el intelectual colonizado debe representar el poder de los vencedores ante los vencidos. En razón de su papel de transmisor de las ideas de la cultura occidental en el seno del mundo de los vencidos, el intelectual colonizado debe convertirse en el principal vehículo de despersonalización y de occidentalización de las sociedades dominadas. El intelectual colonizado se ha convertido en un actor dominante en una sociedad dominada porque su poder está directamente vinculado a las potencias hegemónicas.

    La voluntad occidental de imponer su hegemonía supera la categoría formada solamente por los intelectuales para ampliarse al conjunto de las sociedades dominadas. El «Occidente oficial» se esfuerza por invadir culturalmente a las sociedades dominadas para asegurar su proyecto hegemónico.

    Considerado uno de los padres de la sociología, Ibn Jaldún (1332-1406) nos proporciona ciertas pistas de reflexión para comprender esta problemática de imposición de una cultura, de una manera de vivir o de una visión del mundo por parte del dominante sobre el dominado, o por parte del vencedor sobre el vencido, por retomar los términos del autor de la Muqaddima*. Partiendo de la idea de que el vencedor busca la explicación de su derrota en la superioridad del vencedor y no en sus propias debilidades, Ibn Jaldún postula que el primero se esfuerza siempre en imitar al segundo.

    Ibn Jaldún escribe en su Muqaddima: «Siempre se ve la perfección (reunida) en la persona de un vencedor. Éste pasa por perfecto, ya sea bajo la influencia del respeto que se le tiene, ya sea porque sus inferiores piensan, erróneamente, que su derrota se debe a la perfección del vencedor. Este error de juicio se convierte en un artículo de fe. El vencido adopta entonces las costumbres del vencedor y se asimila a él: se trata de pura y simple imitación. […] Siempre se observa que el vencido se asimila al vencedor, cuya vestimenta, montura y armas imita» [2]. Añade: «Esto sucede hasta el punto de que una nación, dominada por su vecina, hará un gran despliegue de asimilación y de imitación» [3].

    Para apoyar sus palabras Ibn Jaldún da el ejemplo de los andaluces que al ya no ser autónomos más que en el plano ideológico y cultural se ponen a imitar a los gallegos en su manera de vivir y de ver el mundo. Para Ibn Jaldún esta imitación es el signo del estatuto de dominado de los andaluces resultante de la decadencia y de la pérdida de iniciativa histórica de los musulmanes de la península Ibérica. Ibn Jaldún afirma antes de Marx que las ideas dominantes son las de los dominantes y añade que el modo de vida dominante es el de los dominantes.

    La pérdida de iniciativa histórica implica una dependencia y una pérdida de autonomía de los dominados que mantienen la vista fija en los dominantes erigidos en modelo. Esta dependencia ideológica y cultural de los dominados pone en tela de juicio su autonomía situándolos en un estatuto de dependiente, lo que los reduce a la impotencia. Ibn Jaldún explica: «Cuando un pueblo pierde el control de sus propios asuntos, queda reducido a algo similar a la esclavitud y se convierte en un instrumento en manos del prójimo, le invade la apatía (takâsul). […] Los vencidos se debilitan y se vuelven incapaces de defenderse. Son víctimas de cualquiera que desee dominarlos y presa de grandes apetitos» [4]. Esto marca el proceso de decadencia de los vencidos que puede llegar hasta la aniquilación total. El autor de Muqaddima concluye explicando: «Se trata solamente de un efecto de la condición humana cuando en pueblo pierde el control de sus propios asuntos y se convierte en el instrumento (âla) del prójimo» [5].

    El análisis de Ibn Jaldún nos demuestra que el acceso a la independencia política, el derrocamiento de los gobiernos títeres a sueldo del imperialismo o incluso la recuperación de ciertos poderes económicos no bastan para asegurar una independencia real que permita volver a desplegar su capacidad de iniciativa histórica. La dominación se instaura por medio de las armas que son ellas mismas ampliamente dependientes de la potencia económica; sin embargo, para asegurar su dominación los vencedores deben imponer necesariamente su hegemonía cultural.

    Para luchar contra esta dominación polimorfa, cuyos puntos neurálgicos son la ideología y la cultura, es necesario fundar su resistencia – moumana’a – en unos principios diferentes de los del vencedor, el «Occidente oficial». No se podría construir una resistencia efectiva a partir de los principios y de las ideas de vencedor mientras que uno de los aspectos específicos de la dominación de éste es imponer al vencido su manera de ser y de pensar. Ibn Jaldún muestra los límites de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo porque en su perspectiva el esclavo que vuelve sus armas contra su amo será siempre dependiente de éste. Su liberación no será sino una artimaña que enmascara su relación de dependencia.

    En una perspectiva de Ibn Jaldún, la liberación del vencido sólo puede ser efectiva por medio de la afirmación positiva de una identidad específica y autónoma, distinta de la de los vencedores. El vencido debe elaborar de manera independiente las armas que permitan su liberación. No puede actuar por reacción – el esclavo que se libera – sino por medio de una acción voluntaria y libre que descansa en unas bases independientes del vencedor. La acción voluntaria debe resucitar positivamente al Yo específico al tiempo que desdeña al Otro dominante el cual ve el universalismo de sus ideas y de su cultura puesto en tela de juicio y el dinamismo de su dominación desmitificado. En esta perspectiva, sólo la autonomía del vencido en relación al vencedor puede permitir su verdadera emancipación. Para ello el vencido debe definir su identidad independientemente de la del vencedor con el fin de garantizar su autonomía.

    Esta identidad puede afirmarse por medio de resaltar identidades específicas heredadas de civilizaciones antiguas – los imperios Incas, Maya, Azteca; la civilización árabo-islámica, los Imperios del África subsahariana, India, China o Japón. Para estos vencidos se trata de recuperar su ser histórico que se expresa a través del Yo específico. Esto se inscribe en un proceso de lucha contra sí mismo y contra el otro dominante, de reconquista de este Yo específico, de esta identidad deformada y desnaturalizada bajo el impacto de la dominación occidental. Esta afirmación del Yo específico es indispensable para contribuir al fondo común de la humanidad.

    En este marco el mundo árabo-islámico puede basarse en una identidad específica multisecular que reposa en el Islam, a la vez religión y herencia civilizacional, y en la lengua árabe, idioma común al mundo musulmán. Esta identidad específica del mundo árabo-islámico puede construirse, o reconstruirse, acudiendo a las fuentes de su larga historia que visto a esta civilización ser un actor principal del mundo en el que ella desplegaba su acción entre los siglos VII y XVI. De Dakar a Jakarta, la herencia de esta civilización ejerce un papel determinante en la afirmación de un Yo específico independiente del Yo del vencedor occidental. La vuelta a esta herencia civilizacional permite al mundo árabo-islámico salir de su estatuto de vencido, al que querría confinarlo el vencedor occidental, para erigirse en actor libre y autónomo.

Notas:
[1] Engels Friedrich, Marx Karl, Manifeste du parti communiste, Paris, GF Flammarion, 1998, page 79.
* N de la t.: “Prolegómenos” a su vasta Historia de los árabes.
[2] Ibn Khaldoun, Discours sur l’Histoire universelle, al-Muqaddima, París, Sindbab, 1997, página 227.
[3] Ibid., p. 228.
[4] Ibid., pp. 228-229.
[5] Ibid., p. 229.


jueves, 27 de julio de 2017

El Islam, Occidente y sus fundamentalismos


Lo que allá por el año 2001 Berlusconi proclamaba en alta voz –la superioridad de la civilización occidental sobre el Islam- es lo que de hecho generalmente piensa la inmensa mayoría de los occidentales, por más que sus prejuicios igualitarios les impidan a veces confesarlo. Y no puede ser de otra forma cuando se cree que la ciencia moderna es la única expresión de la verdad, que la democracia es la única forma legítima de gobierno que ha conocido la historia, que la libertad individual es una premisa innegociable, que la tecnología moderna es un bien imprescindible y que el crecimiento económico indefinido es un objetivo deseable. Ciertamente, quien aceptando estos principios no afirme la superioridad de Occidente, o es incapaz de encadenar dos pensamientos seguidos, o es un embustero y un hipócrita.

El problema -que el fundamentalismo occidental es incapaz de comprender- es que negar la validez de tales premisas, poner en cuestión la ciencia, la tecnología, la democracia, el desarrollo, el humanismo, el arte y la cultura de la modernidad occidental, no implica necesariamente compartir los supuestos del integrismo islámico ni de ningún otro integrismo. Muy al contrario, es ahí donde realmente debería plantearse el único debate que podría, si acaso, producir algún resultado fructífero: lo que en estos momentos hay que poner en cuestión no son unas u otras actitudes políticas de limitado alcance sino los fundamentos mismos en los que se asienta la civilización occidental moderna. Cada vez más, el discurso político de cualquier signo pretende encerrar el debate en discusiones minimalistas para eludir a toda costa cualquier cuestionamiento global.

Se impone preguntarse, por el contrario, si lo que Occidente precisa son unos meros cambios políticos o una reorientación de los valores básicos que han regido su existencia en los últimos siglos. El énfasis en el desarrollo de la razón lógica frente a otras formas de pensamiento y la autonomía del individuo frente a la colectividad son quizá las dos características básicas que han determinado el desarrollo mental de Occidente a partir del Renacimiento, y no se discute que en ese camino se han podido conseguir ciertos logros de importancia. Ahora bien, un desarrollo tan hipertrofiado como unilateral de unas posibilidades en principio legítimas ha llevado a una situación en la que la destrucción parece superar con mucho a la construcción.

El discurso de la razón ha desembocado en un positivismo miope y el de la libertad en un individualismo egoísta, egotista y ególatra, que se traducen en una pérdida generalizada de cualquier sentido para la existencia y en un alarmante incremento de la violencia en todos los niveles. El pensamiento único instalado ya mayoritariamente en las conciencias no permite comprender (cosa bien distinta a tolerar) que pueda haber otras formas de percibir el mundo radicalmente distintas a la del pensamiento racionalista occidental, y que esa distinta percepción determina otra forma de estar en el mundo y una diferente concepción de todas las estructuras sociales. La unidimensionalidad de la visión occidental convierte automáticamente a quienes disienten de su igualitarismo y su democracia en «fascistas» o «terroristas», cuando no en materializaciones del Mal Absoluto (por ejemplo, los talibán).

Dicho sea de paso, el código social del integrismo afgano -cuya defensa, innecesario aclararlo, de ningún modo se pretende asumir aquí- puede ser contrario tanto al Islam tradicional como a Occidente, pero eso no autoriza atribuirles todos los horrores imaginables, algunos de los cuales, por lo demás, tal vez sólo sean tales para el fundamentalismo laico occidental.

La mentalidad occidental moderna, que promueve sus particulares criterios al rango de principios universales y se considera con derecho a dictaminar sobre el bien y el mal a lo largo y ancho del mundo, no parece capaz de entender que una cultura es una red dinámica de compensaciones y que las pautas culturales no pueden examinarse aisladamente, sacándolas de su entorno, aislándolas del contexto y valorándolas como si de súbito hubieran cobrado existencia en el medio del que las juzga, pues sólo adquieren sentido contemplándolas en su lugar natural, dentro del conjunto que las integra y desde el sentido que les otorgan sus propios fundamentos.

Identificar una cultura y definir su carácter a partir de ciertos detalles incomprendidos de su legislación, es una aberración metodológica que demuestra una absoluta incapacidad mental para dar un paso más allá de los límites de la cultura propia. Es necesario entender que el Islam es a la vez una vía religiosa y un sistema social y que ambos elementos son absolutamente indisociables. La idea occidental de una creencia religiosa reducida al plano estrictamente privado, competencia exclusiva de la conciencia individual, es una idea excepcional en la historia de la humanidad, ajena a cualquier otro pueblo. Son los occidentales los que deberían esforzarse por entender una indisociabilidad que ha sido siempre la norma universal y no el resto del mundo el que debe comprender la anómala excepción. Cada cultura es, de hecho, un entramado de limitaciones más o menos conscientemente aceptadas.

Sólo Occidente, imbuido de un delirio prometeico, parece radicalmente inconsciente de sus propios límites. Fascinado por el mito de la libertad, el individualismo propio de la cultura occidental aspira a una libertad individual que, siendo como es, cualitativamente irrisoria, quiere ser cuantitativamente absoluta: descompensación característicamente generadora de monstruos que la propia historia revela tan ilusoria como catastrófica. Para las culturas tradicionales como el Islam, la libertad (en el mermado sentido en que la entiende Occidente, es decir, como libertad de hacer) es un medio, pero nunca un fin; además, su meta fundamental es de orden espiritual, no material, y la libertad en el plano de la acción no puede tener sino un valor relativo, desde el momento en que ni siquiera la propia vida lo tiene mayor. Por otra parte, su punto de mira esencial no es el individuo sino la colectividad, lo que da origen a planteamientos distintos. Lo menos que se puede decir es que no parece que el liberalismo individualista occidental haya llegado a logros tan convincentes como para sentirse moralmente autorizado a imponer sus criterios al mundo.

Por mucho que Occidente proclame el derecho teórico a la diferencia y alardee de tolerancia, pretende imponer su sacralizada democracia a todo el mundo y se escandaliza de forma farisaica en cuanto se plantea en cualquier parte, por alejada que esté de su específico universo mental, la existencia de una norma cultural que no se adapte a su particular ideario. Occidente no puede entender algo tan elemental como que si ciertas costumbres, islámicas o de otro origen, parecen a sus ojos absurdas o aberrantes, no menos aberrantes e inadmisibles podrían parecer a otros pueblos determinados usos occidentales.

Ciertamente, el recurso a las peculiaridades culturales no puede servir para justificar cualquier cosa. Precisamente desde un punto de vista islámico el ser humano es en última instancia un ser metacultural, portador de unos valores universales que le alinean con el conjunto de la humanidad. Tal vez puedan definirse algunos derechos y deberes del ser humano en cuanto tal, pero, en ese caso, ¿qué derecho tiene Occidente a hablar en nombre de la Humanidad?

Es probable que la Declaración Universal de los Derechos Humanos haya tenido ciertos efectos benéficos en situaciones concretas, pero no deja de ser curioso que el progresismo occidental, defensor precisamente de una concepción del hombre que lo limita a ser un producto social, y por ende un ser estrictamente cultural, se haya permitido, sin embargo, definir solemnemente, de forma tan unilateral como contradictoria, nada menos que los «derechos universales del hombre». Que un producto «cultural» pueda tener derechos universales es quizás algo más que un lapsus: es de temer que pueda ser la proyección de sus propias aspiraciones totalitarias y la revelación de que los signos que Occidente enarbola como bandera de su «humanismo», no son más que el ropaje moralista con que pretende disfrazar su pensamiento único.

Quienes elaboraron la famosa «declaración» olvidaron incluir, como derecho humano prioritario, el que tiene toda cultura específica a existir y a determinar los códigos de derechos y deberes por lo que quiere regir su vida, sin que se los determinen los demás, ni siquiera los progresistas occidentales.

El integrismo democrático predica contra el racismo excluyente, mientras, en nombre de un igualitarismo despersonalizante, practica un racismo incluyente de efectos todavía más perversos. En el mismo sentido, se habla de respetar y aceptar el Islam, pero lo que habría que preguntarse es qué tipo de Islam estaría dispuesto a aceptar Occidente. No, desde luego, un Islam integrista. Quedó claro en Argelia -donde los vencedores de unas elecciones democráticas fueron derrocados con el apoyo de todas las fuerzas políticas de Occidente- y está quedando claro en Afganistán. Pero aún menos se aceptaría un verdadero Islam tradicional, tan alejado del integrismo como de ese Islam modernizado, democrático y muy al estilo New Age - en suma, completamente occidentalizado-, caricatura del verdadero Islam, que es el único que Occidente estaría dispuesto a tolerar.

Se presume de aceptar a negros, gitanos, orientales, africanos... a condición de que se comporten exactamente como los blancos occidentales modernos, es decir, a condición de que dejen de ser negros, gitanos, orientales o africanos.


Hasta qué punto un sistema que ha hecho del mundo un mercado, que convierte las catástrofes ecológicas en rutina, que condena a la miseria y a la muerte a gran parte de la población mundial, que periódicamente desencadena guerras por doquier y que uniformiza el mundo según los estupidizantes criterios del modo de vida americano, sigue mereciendo ser considerado una «civilización» y no, más bien, una sofisticada forma de barbarie.