viernes, 6 de marzo de 2015

La Cercanía (Qurb) a Allah

Bismillahi Rahmani Rahim

         La pobreza (espiritual) consiste en darnos cuenta que no poseemos nada realmente, que todo pertenece a Allah y que de Él dependemos en todo momento, a cada instante. Esa pobreza (Faqr) implica un gesto radical de renuncia a todo, que sólo es auténtico cuando lo realiza el corazón. Se trata de una ruptura en la esencia del ser que nos devuelve íntegramente a Allah, a la Verdad que nos hace ser y nos moldea.
         Esa pobreza, que no es vulgar renuncia ni ascetismo, sino conciencia profunda de la realidad, es la clave con la que queda trasformado el mundo. Es ayuno en el que el musulmán se abstiene de todo lo que alimenta al egoísmo. Ante esa pobreza caen todos los dioses, y el hombre queda liberado de su mentira y se agiganta en su Señor, en la Inmensidad en la que existe.
         La pobreza -que es reconocer la esencia de la condición humana- es la clave del Islam, que es Dîn al-Faqr, la Senda de la Pobreza, en el sentido estricto que hemos mencionado. No implica, como hemos dicho, al menos necesariamente, la teatralidad de un desapego superficial y que se limita a formalismos ascéticos, sino que es una forma de percibir y situarse en la existencia enraizada en una modestia que comunica al hombre con su Verdad.
         Esa pobreza tiene un camino, un modo de ser realizada, al cabo de la cual el ser humano alcanza la intimidad con Allah, la plenitud de su propia existencia, conquistando el grado que le corresponde en el universo, el califato (Jilâfa), que significa singularidad y soberanía.
         El musulmán se propone dos cosas: conocer a Allah y agradar a Allah. Ambas intenciones exigen una misma cosa, la radical trasformación del musulmán. Sólo conoce a Allah quien se purifica, y sólo agrada a Allah quien se purifica. El Islam, la rendición a Allah, es purificación, y, por tanto, un doble acto de conocimiento y de devoción.
         El conocimiento de Allah es trasformador porque alcanzar su fondo impone concentrar de tal modo la atención en la meta que se persigue y ensanchar tanto el corazón que necesariamente el buscador queda metamorfoseado en algo inmenso. Su concentración en la Inmensidad de su Señor lo aparta del mundo (el duniâ, es decir, el universo de la superficialidad y los ídolos) y lo orienta hacia la Pura Unidad, y en ello hay una purificación que es la que comunica al hombre con su Dueño Verdadero, teniendo lugar el deleite en Allah, en el agrado de la Verdad.
         Para todos estos procesos hacen falta soportes, y esos soportes son los Nombres de Allah, a cuya cabeza está el mismo Nombre Allah. Los Nombres de Allah son polos para la reflexión trasformadora. Quien se consagra a su estudio es invitado a asumirlos, a participar en ellos. Ante los Nombres de Allah hay dos actitudes, el Ta‘álluq y el Tajálluq, la adhesión y la asunción.
         El Ta‘álluq, la adhesión, consiste en aprovechar lo que enseñan, es decir, adoptar ante Allah lo que el Nombre exige; así, ante el Rahmân, el Misericordioso, exponerse a su Misericordia no desesperando jamás; ante el Málik, el Rey, doblegarse; ante el Wâhid, el Uno, no aceptar ningún otro señor; ante el ‘Açîç, el Poderoso, plegarse a Él y no decidir por cuenta propia; etc. Esto es el Ta‘álluq, la adhesión a Allah, la sumisión a lo que significan sus Nombres.
        Por su parte, el Tajálluq, la asunción, significa tomar esos Nombres como modelos participando en lo que significan, porque esos Nombres son verdaderos y lo que no es ellos es falsedad. Para hacerse verdadero, el ser humano sólo dispone del recurso de los Nombres de Allah. Amoldándose a ellos se hace a sí mismo real. Por ejemplo, el musulmán, con la reflexión en lo que significa Rahmân, el Misericordioso, ve como obligación la necesidad de apiadarse de todas las criaturas; cuando investiga y se somete al Málik, el Rey, se hace independiente y soberano; cuando se propone al Wâhid, el Uno, sale de ello unificado en sí mismo, abandonando toda dispersión para centrar su ser; cuando el ‘Açîç, el Poderoso, es el tema de sus reflexiones y adhesiones, acaba reforzado de tal manera que nada lo somete. Y así con el resto de los Nombres.
        Todo lo dicho está resumido en la palabra Allah. Está presente en todos los demás Nombres y es la meta que se propone el aspirante al cumplimiento de los dos deberes del musulmán que hemos mencionado antes, el de conocer a Allah y el de agradar a Allah. Quien se centra en Allah, abarca la existencia. En Allah se produce la absoluta purificación. Es tal el poder de esta palabra que provoca la extinción de los seres y les asegura la eternidad en medio de los cambios incesantes y el vértigo de la existencia. Hay pues, una muerte (fanâ) y una permanencia (baqâ), la muerte de lo falso y la vida en la verdad.
         El secreto de la palabra Allah está en la Shahâda  en la frase lâ ilâha illâ llâh, no hay más verdad que Allah. Esta fórmula es la expresión más perfecta y el medio más eficaz para que el ser humano se impregne de las Cualidades Trascendentes, dejando atrás la mediocridad del duniâ, y avance en la realización de la plenitud de las posibilidades del ser humano perfecto.
         La Shahâda es, así, la expresión más adecuada de la Unidad de Allah, de la Verdad que sostiene la existencia, de su trascendencia a la vez que es expresión del carácter ilusorio de las realidades inmediatas, si bien éstas son manifestaciones constantemente renovadas de la Presencia de Allah.
         El mundo como manifestación de la Presencia de Allah (tayallî) sólo se muestra al musulmán en la segunda fase de su realización, tras su extinción en Allah y su vuelta a la existencia en la eternidad de la Verdad. Es decir, la afirmación según la cual el mundo manifiesta a Allah sólo es una expresión aceptable cuando se ha cumplido a la perfección el proceso de la purificación. Antes de ello sería el simple enunciado de una doctrina panteísta inaceptable.
         Pero el tema del que queremos tratar aquí es el de la Cercanía a Allah (Qurb) y sus grados, el primero de los cuales es la Wilâya (o Walâya). Este término suele ser mal traducido, y se nos dice que significa santidad. Pero lo que en realidad designa es lo que hemos estado diciendo, la aproximación trasformadora del musulmán a Allah.
         No podemos acercarnos a Allah en el espacio, pues Allah no es algo que esté en algún sitio. Pero sí nos acercamos a Él cuando dejamos atrás lo que nos aparta de Él, y lo que nos aparta de Él es la fijación que tenemos en el mundo que nos rodea y absorbe. El simple hecho de pronunciar la Shahâda, al decir en voz alta lâ ilâha illâ llâh, es un paso hacia adelante con el que cualquier persona ya es musulmana y empieza a acercarse a Allah. Por ello, hablamos de una Proximidad General (Wilâya ‘Âmma), la propia de todos los musulmanes por el mero hecho de ser musulmanes. Hay también una Proximidad Especial (Wilâya Jâssa) que es la de los musulmanes que avanzan en el Islam hasta sus últimas consecuencias, y esa Wilâya entonces es algo mucho más profundo, la verdadera plenitud de la Proximidad a Allah.
        Hemos dicho que Qurb significa cercanía, proximidad. Wilâya significa lo mismo pero con un matiz añadido. Wilâya quiere decir en realidad mutua aproximación. Cuando el hombre inicia su peregrinación (Sulûk) hacia Allah, trasformándose, provoca en Allah la misma reacción, y Allah se le acerca. En un hadiz qudsî, Sidnâ Muhammad (s.a.s.) dijo que Allah ha dicho: “Cuando Mi siervo viene hacia Mí, Yo voy hacia Él. Si viene hacia Mí andando, voy hacia él deprisa. Si viene hacia Mí corriendo, Yo vuelo hacia él,...”. Por tanto, el musulmán es wali, es alguien próximo a Allah, y Allah es Wali, y se acerca al musulmán. Cuando el musulmán pronuncia la Shahâda, comienza su Wilâya.
         En otro hadiz qudsî, el Profeta (s.a.s.) dijo que Allah ha dicho: “Yo declaro la guerra a quien agreda a mi wali”. Por el simple hecho de ser musulmán, una persona ya es walíullâh, alguien que se acerca a Allah y Allah responde por él. De ahí que el Profeta (s.a.s.) declarara que todo musulmán es una persona Harâm, alguien intocable, pues cualquier agresión contra él encuentra la Ira de Allah. Dijo (s.a.s.): “Todo musulmán es Harâm para otro musulmán: su sangre, su honor, sus bienes...”. De ahí también que la Sharî‘a sea drástica en lo que se refiere a los derechos de los musulmanes, y condena con penas graves a cualquiera que atente contra la vida, el honor o los bienes de un musulmán. En esos puntos, la Sharî‘a expresa la guerra que Allah ha declarado a quien agreda a un wali.
         Si la mera pronunciación de la Shahâda desencadena esos resultados, si Allah se ha comprometido con el musulmán sólo porque haya dicho lâ ilâha illâ llâh, ¿cómo será la Wilâya, la mutua lealtad entre el musulmán y Allah, en grados más avanzados? ¿Qué es la Wilâya de quien realmente ha renunciado a todo en Allah haciéndose inmenso en la Inmensidad, trasformándose con todo lo que significa Allah? ¿En qué consiste la Wilâya del verdaderamente pobre (Faqîr)? Abû Mádian de Sevilla dijo: “El Faqîr es un rey bajo la apariencia de un mendigo...”. Y el Shaykh Sîdî Ahmad al-‘Alawi dijo: “Somos los reyes de la tierra a causa de Su Cercanía”.
         El musulmán se inserta dentro de la Wilâya ‘Âmma, la relación de mutua lealtad general, con su obediencia a Allah (Tâ‘a). Pero todos los musulmanes saben que la verdadera Cercanía a Allah, la Wilâya Jâssa, tiene su clave en la obediencia cuando es fruto del Amor (Hubb, Mahabba). El Amor comienza a guiar entonces sus pasos y lo eleva haciéndole superar rangos y descorrer velos, acercándolo a la Soledad del Uno, purificándolo constantemente, hasta dejarlo en los aledaños de la Presencia Trascendente (al-Hadra al-Ilâhía). En ese umbral puede permanecer por mucho tiempo, tal vez para siempre, pero tal vez se le autorice a entrar, y así accede al recinto de la Wilâya Jâssa, a la privacidad con Allah.
        Las Gentes de la Presencia (Ahl al-Hadra), los que han accedido a la intimidad en la Cercanía, son según grados y rangos, frutos de sus experiencias y circunstancias. Estar cerca de Allah es el resultado de paladeos distintos, y cada uno de ellos marca el carácter del wali. Esto quiere decir que nada es definitivo ni tan siquiera en ese rango elevado. El conocimiento que se puede tener de Allah, la connivencia con Él,  no tienen límite alguno. Por ello se ha dicho: “Quien diga que ha llegado, miente”. Pero es lícito llamar Wâsil, que ha llegado, al que ha alcanzado un grado determinado en su ascenso. Pero por siempre queda ante el ser humano un reto infinito, en la proporción de la Inmensidad eterna de Allah. Es más, quien pudiera pensar que la Wilâya es lo máximo a lo que se pueda aspirar -siendo de sí un terreno in delimitado-, resulta que tras ella aún quedan los rangos de la Gnosis (Ma‘rifa) y la Polaridad (Qutbía).
          Entre quienes Allah ha aceptado en el círculo de su Wilâya los hay quienes Él se reserva para Sí. A estos, Allah los aparta de la celebridad y los sume en el anonimato. Es imposible reconocerlos entre la gente, y sus experiencias sólo las conoce Allah.
        Y entre ellos los hay quienes Allah sí muestra a la gente, y los hace maestros. Los musulmanes los han reconocido como los “grandes sabios del Islam”. Son los que han sido encargados de mantener viva la luz del Profeta (s.a.s.) guiando a los musulmanes por el camino que conduce al Amor. A estos sabios se les llama “Herederos de los Profetas”, y también “Renovadores del Islam”, pues vuelven a darle fuerzas.
         Estos maestros, que son quienes han recorrido el Camino (Tarîq) hasta Allah, y han vuelto de junto a Él para guiar a las gentes, por siempre permanecen en la Luz de su Señor. Su vuelta al mundo no los aleja de Allah, y siguen en la Proximidad a Él, y esa es la razón de su fuerza. Primero rompieron con el mundo, y ahora que han vuelto a él no son dominados por nada. Es más, ellos son los verdaderos dueños del mundo, sus gobernadores ocultos, pues ellos existen en Allah, en la Verdad que hacer ser a las cosas.
         Debemos volver a repetirlo, la Wilâya, en este grado, es de una extraordinaria riqueza de matices. En este asunto, la Tradición islámica es sobreabundante en detalles (no hay más que consultar la enciclopédica al-Futûhât al-Makkiyya de Ibn ‘Arabi para admirar la sutileza y exuberancia de las reflexiones posibles). Al entrar en el dominio de la Wilâya pasamos a un universo en el que han sido abolidas las convenciones y aparece ante nuestros ojos un mundo fascinante en el que domina la desmesura de lo posible al ser humano en su raíz. Los awliyâ (plural de wali, el que se ha acercado a Allah) son singulares, cada uno tiene un paladeo diferente, cada uno cumple una función, si bien son agrupables, según veremos.
         Antes de entrar en detalles, resumiremos diciendo que el Qurb, la Cercanía a Allah, tiene, pues, tres grados inmensos que también pueden estar interrelacionados. El primero de ellos es la Wilâya, que intentaremos desentrañar en sus líneas generales en este capítulo. El segundo es la Ma‘rifa, la Gnosis. Y el tercero es la Qutbía, la Polaridad, con la que una persona se convierte en eje del mundo.

Wilâya

         La Wilâya es un pacto con Allah, un compromiso con Él al que Él responde. Cualquier persona al hacerse musulmana suscribe ese acuerdo cuando enuncia la Shahâda y cumple con la Ley del Islam. Si ese musulmán, además, se propone no solo obedecer a Allah sino alcanzar la intimidad con Él debe seguir el Camino (Tarîq) cumpliendo con sus estrictos requisitos, avanzando en Cercanía a Allah hasta llegar (Wusûl) a la Presencia Trascendente donde suscribe el Pacto de la Wilâya Jâssa. El wâsil, el que llega a esa proximidad, recibe entonces el nombre de wali (en plural awliyâ). Esta Wilâya tiene secretos sutiles y detalles precisos y delicados, y la literatura sufí le ha consagrado sus mejores libros.

El concepto de Wilâya

         Wilâya es una palabra árabe rica en matices, prácticamente intraducible. Sólo para empezar, podemos decir que es sinónimo de Qurb, Cercanía, Proximidad, de lo que se desprende que wali significa allegado, amigo, persona cercana a otra, alguien digno de confianza,...
         El término Wilâya nos es presentando también como equivalente de Walâ, lealtad. El wali es, entonces, una persona fiel, leal. Efectivamente, en el Corán aparece a veces con este significado para designar las relaciones de fidelidad entre los seres humanos (en el bien o en el mal). Los musulmanes son awliyâ entre sí, como lo son entre sí sus enemigos. Es la fidelidad a una alianza, y así están los awliyâ de Allah y los awliyâ de Shaitân, etc.
         Pero, bruscamente, después los diccionarios nos dicen que Wilâya también significa la posesión de algo, la gestión libre de algo. Wali entonces es gobernador, dueño de algo.
         Veámoslo desde otro punto de vista. Allah es Creador de cuanto existe. Pero no sólo está en los orígenes de los seres, sino también en su presente. Él sostiene en cada instante a cada criatura. Él la gobierna, es su Señor (Rabb). La criatura necesita de Allah, no puede existir sin Él, pues Él es su soporte. En realidad, la criatura no es sino lo que Allah quiere que sea. En este sentido, cada ser está sujeto a Allah, es su siervo, su esclavo (‘abd). Tenemos, pues, dos términos distintos y opuestos, Rabb y ‘abd. Allah es Rabb en tanto que Señor de cada momento, y el hombre es ‘abd en tanto que respuesta al Imperativo que lo hace ser. Esta es la estructura del mundo material.
         Pero el hombre puede buscar a su Señor para coincidir con Él y los opuestos quedan reconciliados. El ser humano acepta su sujeción a Él y la convierte en puerta de acceso a la Realidad que le hace ser, abandonando la ficción de la autosuficiencia y el aislamiento. La relación de dominio-servidumbre se trasforma con ello en solidaridad y complementariedad. Se convierte en Wilâya, de ahí que a partir de entonces los dos extremos reciben el nombre de wali: Allah es wali del musulmán, y el musulmán es wali de Allah. Se produce una compenetración en la que el hombre, sin dejar de ser una criatura, pues es su realidad, tiene a partir de entonces el horizonte infinito de su Señor, en el que se ha implicado absolutamente. Y esta es la estructura del mundo espiritual.
         Para que estas relaciones queden claras puede verse su aplicación entre los seres humanos: los aliados se sirven entre sí. Cada ser humano encuentra apoyo en su wali, en su amigo cercano, en su fiel asociado, a la vez que él le sirve de apoyo. A un gobernador, los musulmanes lo llaman wali porque su autoridad emana de un consenso: él sirve a los musulmanes y los musulmanes lo obedecen para mantener unida y cohesionada a la comunidad (por supuesto, en situaciones ideales, pero en cualquier caso se trata de la aspiración que está en el origen de esa institución).
         Llevado lo anterior a la relación con Allah, la Inmensidad de ese segundo extremo permite intuir el alcance de la Wilâya Jâssa. Al haber reconocido en Allah a su Único Señor (Rabb) y tras rendirse a Él, el musulmán, si desea profundizar en el alcance de ello, puede iniciar una Aproximación a Allah. Eso es el sufismo, o el Ihsân, la Excelencia, como queramos llamarlo. El Amor lo conduce, y lo que era dominio en su esencia se trasforma en relación de complicidad, Wilâya. Esa Wilâya solo puede ser expresada en expresiones grandilocuentes pues su trasfondo es desmesurado.
         Un maestro sufí del siglo cuarto de la Hégira, al-Hakîm at-Tirmîdzî (distinto del Imâm at-Tirmîdzî, célebre compilador de hadices), tal vez fue el primero en sistematizar el tema de la Wilâya, si bien es un tema que estuvo como trasfondo en todas las épocas anteriores. Escribió más de treinta libros sobre la cuestión, el más importante de los cuales es su Jatm al-Awliyâ. Si bien los awliyâ son en principio, entre los musulmanes, aquellos que tienen un compromiso más radical con el Islam habiendo fundado su obediencia a Allah en el Amor, abriendo con ello la puerta de acceso a la intimidad con Él, al-Hakîm at-Tirmîdzî nos los describe ya en su función cósmica. Los awliyâ no sólo los mejores musulmanes, los más estrictos y los mejores garantes de la continuidad de su espíritu, sino que todo ello no es más que las “apariencias” de su realidad, que es mucho más profunda. En lo hondo, los awliyâ vigilan y gestionan el cosmos entero.
         No se trata de una exageración. En realidad es una deducción coherente. El Faqîr, el pobre, es decir, el sufí, ha renunciado a sus límites, y con ello se ha ensanchado, ha pasado a formar parte del entramado del ser. Ha roto con el mundo, ha salido fuera de él, y ha topado con la Inmensidad de la Verdad que está en el fundamento de todas las cosas. Ahí es donde participa del Poder Hacedor. Esta idea se expresa cuando se dice que descubre el Nombre Supremo de Allah (al-Ism al-Á‘zam), es decir, encuentra el Secreto de la Realidad. Aprende el Nombre de Allah, y su propio nombre, y reconoce su genealogía. No deja de ser un hombre, pero en estrecha relación con la Verdad. Es alguien de quien Allah se ha hecho cargo (tawallâhu llâh, Allah se ha apoderado de él y lo gestiona).
         Todo esto está, por supuesto, lejos de interpretaciones pueriles que pudieran hacerse. El Faqîr no aspira a convertirse en una especie de mago o brujo con poderes sobrenaturales. El Faqîr es alguien que se ha abandonado a su Señor, y su peregrinación lo ha conducido hasta la Inmensidad de su Señor, Creador de todas las cosas, la Verdad que rige todas las cosas. Esto es lo que resume la cuestión y nos aparta de ilusiones fútiles.
         Ibn ‘Arabi al-Andalusí desarrollo considerablemente la intuición de at-Tirmîdzî al-Hakîm. -Debemos advertir que no se trata de ideas ni divagaciones, pues ambos fueron grandes maestros que exponen sus saberes tras haber seguido el Camino-. Ibn ‘Arabi habla de los awliyâ como de un gran círculo en el que están incluidas todas las experiencias espirituales posibles. La Wilâya es la relación de intimidad con Allah, que tiene infinitos aspectos. A ese círculo pertenecen los Grandes Mensajeros, los Profetas, los Aqtâb (Ejes del Mundo), los Riyâl al-‘Ádad (la Jerarquía Espiritual), los Riyâl al-Gáib (los Hombres del Mundo Oculto), etc.
         Los discípulos de Ibn ‘Arabi, a su vez, ampliaron considerablemente lo que su maestro ya había detallado con pormenores sorprendentes. Nos encontramos, pues, ante una obra inmensa que describe un universo que se nos escapa al común de los hombres. Ese Círculo (Dâira al-Wilâya) implica una relación entre toda la gente de espíritu en un universo interior que está dentro de este mundo, gobernándolo. Los Maestros que ha tenido el Islam nos ofrecen un desconcertante material para la reflexión, pues todo él proviene de experiencias vividas en la trasgresión de este mundo nuestro.

La Wilâya según el Imâm al-Ŷîlânî

         Algo en lo que insiste el Imâm Sîdî ‘Abd al-Qâdir al-Yîlânî es que la Wilâya es algo que Allah concede libremente. El sufí la busca, se esmera en la lealtad a Allah, pero en última instancia es Allah el que decide. En realidad, se trata de algo demasiado grande como para que pueda ser simplemente fruto de los esfuerzos humanos. Un discípulo le dijo a al-Yîlânî: “Ayunamos como tú, nos recogemos como tú, nos esforzamos como tú, pero no saboreamos lo que tú”, y él le respondió: “Me imitáis en lo que depende de mí, ¿creéis que podéis alcanzar lo que Él depende de Él?”. Y verdaderamente esta fórmula resume magistralmente lo que está en el fondo de la cuestión. El Islam consiste en rendirse a Allah sin esperar nada a cambio. En cuanto existe ese deseo, queda frustrada la sinceridad. Lograr ese estado, que es la clave para que se desencadene la Wilâya, exige de una delicadeza de espíritu extraordinario.
         Es más, pues todo tiene, en el Islam, dimensiones sobrecogedores, al-Yîlânî relaciona la cuestión con el secreto del Destino. La Wilâya pertenece al ámbito insondable de lo eterno. No se consigue por el mero esfuerzo, sino que se ”hereda” del Decreto Preeterno. En un verso, al-Yîlânî dijo de sí mismo: “Yo ya era antes del antes un Eje Glorificado, y a mi alrededor giraban los universos, y mi Señor me dio mi nombre”.
         En ese Círculo de la Intimidad (Dâira al-Wilâya) no tienen sentido ni el espacio ni el tiempo. Todo está sobredimensionado en la conciencia de esos seres que han trascendido el mundo y están en al-Âjira, el Universo de Allah, lo anterior a lo anterior y lo posterior a lo último. Ellos ya sellaron el pacto antes de existir, el Día de “¿No soy acaso Yo vuestro Señor?”... El Corán, efectivamente, cuenta que antes de dar vida a Adán, Allah habló con todos sus descendientes y les formuló esa pregunta. Ahí fue donde los awliyâ suscribieron el Pacto de la Wilâya, en esa eternidad anterior al ser humano. En otro verso, al-Yîlânî lo expresó así: “Tenemos la Wilâya desde el ¿No soy acaso Yo vuestro señor?, y nuestras flechas hieren los corazones de los que nos niegan”.
         Es decir, todo el proceso que sigue el sufí desde sus primeros pasos hasta que alcanza el rango de la Wilâya no es más que el cumplimiento de su Destino. Al cabo de su viaje descubre que ha conquistado nada, sino que lo que ha hecho es desenterrar su ser. Al-Yîlânî dijo: “No he dejado de pastar por los campos en los que se satisface a Allah hasta alcanzar un rango que no es regalado”. Que no es regalado quiere decir que no es  fortuito sino cumplimiento inexorable de algo decretado en el Destino. Sus intensas prácticas espirituales conformes a las enseñanzas del Islam eran algo necesario para descorrer el velo que lo separaba de su realidad, y no algo meritorio con lo que ha ganado una recompensa. En todo esto hay reflexiones esenciales para quien quiera conocer el verdadero sentido del Islam.
         El Imân Sîdî ‘Abd al-Qâdir al-Yîlânî no fue, ni mucho menos, el primero en señalar lo mencionado. Ya Abû Yazîd al-Bistâmi había dicho mucho antes: “Creía que era yo quien mencionaba Su Nombre, quien lo iba conociendo, quien lo amaba y lo buscaba. Pero cuando alcancé mi meta, descubrí que Él me había mencionado antes, que me conocía antes de que yo le conociera, que me amaba antes de que yo lo amase, y que me buscó antes de que yo lo buscara”. Estas palabras pueden explicarnos lo que muchos maestros han dicho: “Soy un magnífico buscador, pero el ser humano es un magnífico buscado”.
         Lo dicho también está relacionado con la cuestión de la calamidad que necesariamente se abate sobre el sincero en su búsqueda de Allah. El Balâ (o Ibtilâ), la desgracia con la que Allah templa al peregrino que se dirige hacia Él es el complemento de sus prácticas espirituales (‘Ibâda). Si las ‘Ibâdât purifican su visión interior y retiran de delante de él los velos que esconden la Verdad, el Balâ lo mata para desapegarlo definitivamente de sus ídolos e ilusiones.
         Al-Yîlânî explica que los males que dañan a los musulmanes (enfermedades, catástrofes) cumplen alguna de las tres funciones siguientes: o bien castigan sus maldades para evitarles el castigo de Allah tras la muerte, o bien son una puesta a prueba, o bien los elevan a rangos superiores. Cada uno de esos males que se abaten sobre el musulmán demuestra su sentido en la reacción que produce: cuando un mal es acogido de modo impaciente y con quejas, es que castiga para evitar un daño mayor; si es acogido con paciencia y sin lamentos, es que es una prueba; si es acogido con satisfacción, eleva el rango del que lo padece y puede ser que abra ante él la puerta de la Wilâya. En estos casos, al-Yîlânî citaba un hadiz en el que el Profeta (s.a.s.) dijo: “Los que sufren mayores desgracias son los profetas, después los que más se le asemejan, y después los que más se asemejan a estos últimos”.
         Así, la práctica de las ‘Ibâdât (el Salât, el Ayuno, el Zakât, la Peregrinación, el Dzikr, la Recitación del Corán, el  Recogimiento Nocturno,...) junto a su complemento, que es la imperturbabilidad ante las desgracias, son los modos de salir de la satisfacción en el mundo y la autocomplacencia por la puerta de lo infinito. De ello, quizás lo que mejor lo resume todo es el Ayuno. De sí es una ‘Ibâda, pero implica resistencia a un mal (el hambre, la sed). El Ayuno, en tanto que práctica espiritual, despierta sentidos ocultos y desarrolla la sensibilidad; y en tanto que calamidad, revela al hombre sus carencias y dependencias, su vulnerabilidad y su inconsistencia, y en ellas descubre a su Soporte.
         Constantemente, el Imàm al-Yîlânî aconsejaba a sus discípulos y a los musulmanes en general “morir”: morir para lo Harâm (a todo lo que el Islam declara prohibido), morir luego para la Shubha (que es lo de condición incierta, lo dudoso, lo que no se sabe a ciencia cierta si está prohibido por el Islam o no), morir para lo Mubâh (lo permitido), morir después para lo Halâl (lo bueno), y morir finalmente para todo lo que no sea Allah. Se trata de las cinco muertes a las que se refiere en muchos de sus textos. Morir es la condición para resucitar. Morir quiere decir que todo lo anterior deje de apoderarse del corazón. El musulmán sincero se aparta de lo Harâm sin lamentarse, se aparta de la Shubha para evitarse dudas, se aparta de lo Mubâh para no rondar lo prohibido, y disfruta de lo Halâl sin obsesionarse por lo bueno, para finalmente consagrarse a Allah. Estas son las muertes que, cuando son interiorizadas, acercan al hombre a Allah y lo hacen intimar con Él, porque su corazón ya no está distraído.
         Al-Yîlânî llamaba también a esas muertes “sueño”. Decía: “Ven; duerme junto a mí y me verás”. A este proceso, los sufíes lo llaman Fanâ, aniquilación del ego. Cuando muere el ego (el nafs), despierta lo que hay de verdadero en el ser humano, y esa es su resurrección, su eternidad (Baqâ). El Baqâ exige un Fanâ previo.
         Los awliyâ son los que se han dirigido hacia Allah volviéndose sordos, mudos y ciegos. Han dejado de escuchar al mundo, no le hablan y ya no lo ven. Entonces es cuando escuchan a Allah, cuando hablan con Él y cuando lo ven. Son los que centran su atención en su Señor: “Los awliyâ tienen cara, pero no tienen espalda. Tienen “delante”, pero no tienen “detrás”. Son los sordos, los mudos, los ciegos. Son el argumento de Allah contra la gente el Día de la Resurrección”.
         En resumen, entre los musulmanes hay quienes han aceptado verdaderamente el reto el Islam hasta alcanzar su fondo, y ahí se han hecho gigantes. Son los Awliyâ, los Ahl Allah, la Gente de Allah. Son quienes han desentrañado el Tawhîd, el Secreto de la Unidad, y en él han cerrado el círculo de sus existencias. Son los continuadores del Profeta (s.a.s.), sus herederos, su sombra, los renovadores del Islam, los convocadores de la humanidad. De ellos, al-Yîlânî dijo:

Hombres que han asentado sus tiendas en el campamento de Laila,
y han probado en el Amor sus más amargos sabores.
Hombres que de día son los leones de la selva
y de noche, cuando es densa la oscuridad, son monjes.
Hombres que ayunan cuando el sol es insoportable,
y reservan para la noche el lamentar sus faltas ante su Señor.
Hombres a los que nada entretiene,
y no se contentan con alcázares en el alto paraíso.
Hombres cuyos huéspedes no sufren desdén
y no lo lamenta el que se sienta junto a ellos a escuchar.
Hombres que recorren valles
y cruzan selvas buscando el Encuentro.

La gradación de los awliyâ

          Con los primeros autores sufíes ya aparece la idea de una clasificación y  orden en la Wilâya, en función del grado de Proximidad a Allah. Se trata de una especie de jerarquía espiritual -que jamás se materializa en una institución formal- que va desde el simple principiante (el murîd) pasando por los abdâl hasta alcanzar las cumbres en el Qutb, el Gáuz y el Siddîq. Reservamos para más adelante hablar detenidamente de estos tres últimos términos, pero aquí debemos aclarar el concepto de bádal (en plural, abdâl).
          Como ya se ha señalado, todos los musulmanes son awliyâ, están dentro del círculo de aquellos que han emprendido un Camino (Tarîq) hacia Allah. La práctica llana del Islam es de sí todo un método en el que el comportamiento y la personalidad se van refinando y el corazón se purifica en un proceso por el que se avanza siendo su comienzo la obediencia hasta que esta se transforma en amor. La intimidad con Allah provocada por el amor es el siguiente paso con el que se entra en la Wilâya particular. Hasta ese momento, el saber y la práctica se han ido recogiendo de la Revelación (el Corán y la Sunna), es decir, el musulmán se ha atenido al Mandato de Allah (el Amr). Pero a partir del instante en que el amor lo sumerge en su Señor, su inspiración la recoge de la Acción de Allah (Fi‘l), es decir, ya no solo escucha lo que Allah le ordena sino que se entrega por completo y fluye con Allah. La Ley le ha servido para acercarse, y ahora la Sharî‘a se convierte en su voluntad misma.  Se trata de una sustitución que da origen al término bádal. Ha tenido lugar una trasformación (bádal), palabra que sirve de nombre a quien tiene lugar en su seno ese cambio y avanza con un espíritu nuevo hacia Allah. Es el que ha dejado de forcejear consigo mismo y ha encontrado la paz en su seguimiento del Islam.
          El bádal ha entrado en la privacidad, habiendo dejado atrás al peregrino que había sido hasta entonces. Es un wâsil, alguien que ha llegado y ha comunicado con su Señor. Ha llegado a un punto en el que su voluntad (irâda) ha sintonizado con la Voluntad (Irâda), y su existencia es otra, él es otra persona (matices todos ellos concentrados en el término bádal, que ha suscitado interpretaciones místicas como la de que el bádal es el que ha cambiado de forma y ha dejado su sitio a otro semejante a él, etc.): “Ha amanecido, y ya no tengo mis antiguas esperanzas y deseos. Espero, pero ya no aguardo nada prometido”.
          Esta sustitución de su voluntad en el principiante va acompañada de rupturas sorprendentes con la vida habitual. En los textos sufíes se nos dice que el bádal lo es a partir del momento en que la tierra se pliega bajo sus pies y puede recorrer distancias enormes en poco tiempo. Es el Tay al-Ard, el repliegue del mundo formal ante el que lo ha trascendido. El Imâm al-Yîlânî dijo: “La tierra entera está bajo mi juicio, está en mi puño como un polluelo de paloma. Cubro con un paso la distancia que separa el nacimiento del sol de su lugar de ocaso. La salida del sol en el remoto horizonte y luego su puesta, son para mí el instante de un paso, y son como una pelota con la que juego sobre la palma de mi mano. Voy con ellos, cubriéndolos en un solo parpadeo”.
          Estos signos acompañan necesariamente al que sumerge su ser en la plenitud de lo infinito. Es más, su ausencia indicaría lo contrario, pues quien se ha trasformado vive la trasformación del mundo en su propio ser. Lo que antes era penoso, se torna sencillo; lo que antes exigía esfuerzo, ahora está sumido en la instantaneidad.
          En medio de este mundo, los abdâl están inmensamente lejos de la severa rigidez de la naturaleza de las cosas. Han retirado el velo de la causalidad para contemplar el Poder Creador, para el que no hay leyes. Son singulares entre el común de la gente, que se afana en una cotidianidad de la que los abdâl solo participan aparentemente. Sus cuerpos siguen entre las gentes, pero sus corazones nadan en un universo cuyo ritmo es la Libertad de Allah. Los prodigios que realizan (las karâmât), como recorrer distancias en poco tiempo, volar, ser invisibles, amansar fieras, sanar a enfermos, son dones que les son hechos que acompañan sus propias experiencias.

La Karâma

          Karâma viene de Káram, generosidad. Se trata de una dignidad conferida por Allah al wali, el que se ha acercado a Él, con el que honra su esmero. Se traduce en carismas, milagros y prodigios que tienen lugar a manos de los awliyâ. El concepto de Karâma puede ser analizado a diversos niveles. Para empezar, es una distinción con la que el wali se sabe respaldado por Allah. Por otro lado, es el concomitante necesario de su propia trasformación. Su equivalente en un profeta es la mú‘yiça, el milagro con el que un enviado desafía a su pueblo y lo obliga a aceptarle. Pero mientras la mú‘yiça cumple una función social y entra dentro de la historia de los profetas como actos que demuestran su sinceridad, la karâma del wali pertenece al ámbito de su intimidad y su relación con Allah. Con la mú‘yiça de un profeta, Allah se ofrece a la humanidad; con la karâma del wali, Allah acompaña el proceso del que se acerca a Él.
          Mientras la gente duerme, el sufí pasa las noches en vela consagrado a la meditación y adorando a su Señor. Mientras la gente come, el sufí ayuna para sumergirse en la contemplación de su Señor. Todos sus pasos han ido dirigidos hacia Allah, y ello lo ha sacado definitivamente del mundo del común de los hombres. Se ha purificado más de lo que ha hecho el resto de los musulmanes, y ello lo ha introducido en un espacio reservado a aquellos que avanzan hasta quedarse a solar, gracias a su resolución, con la Verdad que genera todas las cosas. Y ahí es donde esa orientación da un fruto que es la karâma, según un hadiz en el que Allah mismo dice: “Aquél que se me acerca con actos de su voluntad más allá de lo que Yo he ordenado a todos, hace que Yo me acerque a él. El que me ama  hace que Yo le ame. Y aquél al que amo, me convierto en el ojo con el que ve, el oído con el que oye, la mano con la que toca, el pie con el que camina”. En otro hadiz, Allah añade: “...y se convierte en un servidor señorial que, cuando dice a algo ‘sé’, esa cosa es”.
          El Imâm al-Yîlânî definió la karâma así: “La karâma es el resultado de la proyección de la luz de la verdad sobre el corazón del wali, una luz que proviene del manantial de la Luz Universal mediada por un desbordamiento trascendente. Se materializa al margen de la voluntad del wali. Con esa luz con la que refuerza su corazón, Allah realiza, por medio de los awliyâ, prodigios y milagros”.
          Las karâmât aparecen al poco de iniciarse el sufí en la severidad del Camino. Cuando rompe decididamente con el mundo formal, crece la fuerza de su corazón y el poder de su aspiración (himma), que lo está trasformando personalmente, revierte sobre lo que le rodea y comienza a obrar prodigios que van creciendo en intensidad. Pero tal vez aún no esté preparado para asumir el verdadero significado de la karâma y ésta, en lugar de ser un signo, se convierte en un peligro que amenaza su avance. Efectivamente, la soberbia puede apoderarse del principiante y desviarle, y vuelve al mundo revestido de un poder del que pretenda sacar provecho personal. En realidad, en esa fase, la karâma no es tal, sino que ha sido una prueba (istidrây) en la que ha fracasado. En los primeros instantes es imprescindible la asistencia del maestro que reoriente al discípulo, obligándole a ocultar e incluso volver la espalda a lo que le sucede y pueda así continuar su camino.
          Todos los maestros sufíes coinciden en recomendar mantener en secreto la karâma de la que disfrute algún discípulo. Es más, enseñan que al igual que Allah ha ordenado a los profetas hacer milagros en público, a los awliyâ les ha ordenado guardar los suyos en secreto. En definitiva, el mayor de los obsequios que Allah hace a los suyos,  la mayor de las karâma-s es la rectitud (istiqâma), y así se dice que la mejor karâma es la istiqâma, que consiste en actuar conforme al canon del Profeta. Shantufi y Yâfi‘î cuentan que en cierta ocasión el Imâm al-Yîlânî contó que había venido hasta él un joven volando en el aire con la intención de arrepentirse de sus faltas; alguien que estaba oyendo las palabras del Imâm se quejó diciendo que de qué podía arrepentirse alguien que pudiera volar como fruto de su devoción, y el Imâm le respondía: “Vino a arrepentirse de volar”.
          En cualquier caso, la karâma, bien entendida, es un obsequio de Allah con el que respalda al sincero, afirmándolo en su rango haciéndole estar al margen de las reglas que rigen el universo. La karâma es un signo positivo cuando recompensa los esfuerzos del wali, el cual ha debido cumplir rigurosamente con las órdenes dadas por Allah a través de la Revelación, es decir, ha seguido estrictamente la Sharî‘a, profundizando con severidad en ella hasta que esta le ha abierto las puertas de otro mundo.

El Taklîf

          La palabra Taklîf significa encomienda. Allah ha ordenado a toda persona adulta en uso de sus facultades racionales (el mukállaf) obedecer al Corán y a la Sunna (la Sharî‘a, la Ley). Todo mukállaf, por tanto, tiene la obligación de someterse a la Sharî‘a. El Taklîf, la orden de ajustarse a la Ley pesa sobre todos los musulmanes adultos en posesión de sus facultades racionales, sin excepción. Ahora bien, pues la Sharî‘a es un camino, ¿se mantiene el Taklîf una vez que se haya alcanzado la meta, que no es otra que la Presencia de Allah?
          Con mucha frecuencia se ha acusado a los sufíes de haber sostenido que el Taklîf desaparece una vez el aspirante haya conquistado a su Señor, quedando entonces abolida la Sharî‘a para él, pero esto es falso. El Imâm al-Yîlânî dijo: “Las prescripciones no son anuladas en ningún caso”. Así, pues, todo lo contrario, los maestros coinciden en señalar que el ajustamiento a la Ley se hace aún más intenso a partir del momento en que el sincero se pone ante Allah.
          Lo que sí es cierto es que los sufíes enseñan que la Sharî‘a cambia de función. Mientras que para el principiante es un camino en el que debe domeñar sus inclinaciones hasta conformarlas a la Voluntad de Allah, superando los estados de negligencia, pereza y comodidad, haciendo un constante esfuerzo por mantenerse recto sobre la Ley, la Sharî‘a, para el que ha alcanzado la meta, se trasforma en un don de Allah sobre el que reposa. Por ello, el Profeta (s.a.s.) enseñó que el Salât, para él, era fuente de alegría, descanso y ‘frescor para sus ojos’. Mientras que el principiante debe hacer un esfuerzo y estar atento a las normas, el wâsil, el que ha llegado hasta Allah, disfruta directamente de las bendiciones que emanan de cada orden de la Ley. En realidad, eso es a lo que se llama wusûl: a lo que llega el sufí es a la bondad contenida en aquello que al principio requiere de un esfuerzo. Alcanza el fruto tras haber trepado por el árbol.
          El Taklîf, la orden dada por Allah para que toda persona adulta en uso de sus facultades mentales se mantenga ajustado a la Ley, tiene, por tanto, una vigencia absoluta en todo momento y en toda circunstancia. Es más, el que está inmerso en la contemplación de la Verdad debe interrumpir su retiro para cumplir con las demandas de la Sharî‘a, que consiste en hacer justicia a las exigencias de cada realidad. No sólo el espíritu debe ser alimentado con el paladeo de las esencias, sino que el cuerpo tiene derechos que hay que atender, así como a los seres que rodean al sufí. Desatender esos derechos sería una negligencia que anularía el sentido de unidad que debe regir todas las aspiraciones del sufí. A esto se le llama Hifz al-Hudûd, la atención que debe ser prestada a los límites. Todo tiene un límite que debe ser observado, y la Ley es la que marca los derechos y los deberes.
          A pesar de estar todo lo anterior claro en las enseñanzas de los sufíes, las extravagancias de algunos han hecho suponer que los maestros sostenían la Suspensión de la Ley (Isqât at-Taklîf). Efectivamente, la inmersión en el Fanâ (la muerte del yo en la Verdad de Allah) provoca a veces una enajenación que no permite atender a las exigencias de la Sharî‘a. Se trata del caso del loco de Allah (el maÿdzûb) que pierde el discernimiento en medio de la pasión. Pero el maÿdzûb queda eximido del cumplimiento de la Ley por su misma condición al haber perdido el dominio sobre su razón. No obstante, el maÿdzûb no es nunca maestro y no formula un pensamiento coherente. Perdido en la Unidad Esencial, no tiene contacto ya con el mundo formal por designio de Allah mismo, que ha decidido quedarse con él. Es un ser bendito al margen del universo, pero no representa al Camino. Fuera de estos casos excepcionales, el sufí está obligado a mantener los límites y respetar las formalidades de la Ley, siendo el estado de quien reúne en su ser la Esencia y la ley el más completo de todos, y es el caso de los Perfectos (Kúmmal), a semejanza del Profeta (s.a.s.).
          Los excesos de los maÿdzûb, sin embargo, han servido de pretexto a los que acusan a los sufíes de zándaqa, es decir, de abolición de la Ley. Es falsa esa acusación, pero ha perseguido a muchos maestros cuyas enseñanzas han sido confundidas al no tener en cuenta el nivel al que hablaban o los casos a los que se referían. Pero una análisis atento y justo demuestra con facilidad que jamás negaron la vigencia perpetua del Taklîf; es más, tal como hemos visto, sostuvieron que conforme se avanza en el Camino la asunción de la Ley se intensifica.

Wilâya y Nubuwwa

          La Wilâya, junto a su definición y estimación de su rango en el conjunto de la comunidad musulmana, ha sido objeto de estudios pormenorizados en los tratados sufíes. Consiste en una estrecha intimidad con la Verdad que alza espiritualmente al hombre por encima del común de sus contemporáneos. La Wilâya es un mundo misterioso que rompe con lo que resulta familiar a las personas comunes. El wali, el que ha entrado en el terreno de la Wilâya, es un sabio cuya presencia bendice la tierra. Está rodeado de secretos, si visión penetrante recoge lo que hay de esencial en las cosas, su aspiración abate obstáculos, y es venerado por los que reconocen los signos de la Wilâya. Con frecuencia, el wali se rodea de discípulos, crea escuela y su nombre atraviesa el tiempo. Su tumba es un lugar de reuniones, y su magisterio se mantiene incluso después de muerto. Pero lo más importante, es la razón de la Wilâya, la clave de su existencia. La Wilâya es un compromiso que vincula entre sí al hombre concreto con el Señor de los Mundos, y lo rescata de la ignorancia, la idolatría y la dejadez. Es, por tanto, un trastrocamiento absoluto que deja al descubierto aquello de lo que es capaz el ser humano en su profundidad más abismal.
          Por su parte, el Nabí, un profeta, es aquél al que Allah ha elegido para trasmitir un mensaje entorno al que nace una nación. Se dirige a su pueblo, o a la humanidad entera (como en el caso de Sidnâ Muhammad -s.a.s.-), y es jefe de una comunidad que atiende a todas las necesidades de la vida del hombre. La Nubuwwa, la profecía, cumple una función social, aparentemente de rango inferior a la de la Wilâya. Pero esto es así solamente en apariencia, y esto ha llevado a confusiones que son origen de otras acusaciones vertidas contra el sufismo que vendría a enseñar que el grado de la Wilâya es superior al de la Nubuwwa. Pero en realidad -y en ello también coinciden todos los maestros-, el grado de la Nubuwwa es infinitamente superior al de la Wilâya.
          Para empezar, la Wilâya está subordinada a la Nubuwwa. Un Nabí sirve de iniciador para toda la gente, y proporciona un mensaje que, leído según el nivel de cada cual, ofrece respuestas para cada necesidad concreta. El que está destinado a la Wilâya encuentra en la enseñanza del profeta las claves que desencadenarán su evolución espiritual, al igual que aquél que sólo aspira a una reconciliación con su Señor halla en las palabras del profeta consuelo y una vía sencilla. Pero, en cualquier caso, la Wilâya surge en el seno de un mensaje profético anterior. Es más, la Wilâya es el espíritu que el profeta lega a su comunidad, para aquellos que deben alcanzarla. Podría decirse que la Wilâya es la parte interior de la Nubuwwa, la cual es lo que da cuerpo a ese espíritu y lo hace posible. Por tanto, cada wali es deudor del profeta que lo haya inspirado.
          Muy por encima del sufismo y la Wilâya, los anbiyâ (profetas) son arquetipos para los awliyâ, y con ello surge la noción de Qádam, el Pie del Profeta. En su progreso espiritual, un sufí perfecciona una virtud en concreto que tiene su cumbre en la experiencia espiritual de alguno de los profetas. Se dice entonces que pone su pie sobre el Pie de un profeta, alcanzando la cumbre de esa perfección. Con ello, ese sufí se hace Qutb, el Polo o Eje de una Virtud. Así, la Generosidad era el secreto de Abraham, la Satisfacción era el secreto de Isaac, la Paciencia era el de Job, la Alusión era el de Zacarías, el Exilio era el de José, la Lana era la virtud de Juan, el Desapego era el secreto de Jesús y la Pobreza era la virtud de Muhammad (s.a.s.). Por ello, en la literatura sufí encontramos expresiones como la de que tal era ‘isawi o tal otro tiene tuvo una espiritualidad yûsufí, etc., en referencia al profeta modelo de su conquista espiritual, habiéndose asentado sobre su Pie. La plenitud absoluta está en el Pie Muhammadiano, que corresponde al Polo de los Polos (el Gauz).
          El espíritu de cada profeta, por tanto, es un arquetipo para el sufí, estando ese nivel por encima del rango de la Wilâya. La Nubuwwa tiene un valor ejemplar que la sitúa en el horizonte de aquello a lo que aspira el sufí, pero además la Nubuwwa tiene otras dos características que la hacen singular y definitivamente la diferencia de la Wilâya.
          Para empezar, el Nabí ha sido elegido por Allah. Mientras que la Wilâya puede ser alcanzada por el esfuerzo humano, la Nubuwwa es un don que depende de la liberalidad de Allah. La Wilâya es una recompensa, pero la Nubuwwa es puro desbordamiento de la Verdad, y lo que Allah da es mejor que lo que el ser humano puede ganar.

          A ello hay que sumarle otra característica que hace de la Nubuwwa algo especial. La Nubuwwa va acompañada de ‘Isma, una especial protección que hace de los profetas hombres infalibles. Efectivamente, para poder cumplir su misión, un profeta no puede equivocarse ni cometer deslices, pues cada uno de sus actos es ejemplo para su nación. Para ello, Allah lo resguarda de un modo que lo pone a salvo de cualquier error o torpeza. Cada profeta es un Ma‘sûm, alguien inhabilitado para el error y la torpeza. Tal característica no es necesaria en un wali, cuya perfección es un asunto personal. Ciertamente, el wali goza de una protección, el Hifz, con la que Allah lo protege hasta cierto punto, pero que no lo pone a salvo del error y la torpeza de modo definitivo, quedando así distinguidos los dos rangos, el del walí y el del nabí.